Sunday 25 November 2007

Elogio del abrazo


Una de las ventajas de ser primate es la capacidad de abrazar. Porque tenemos dos brazos en vez de cuatro patas podemos rodear con ellos el cuerpo de otra persona (de otro animal) y ponernos en contacto con el corazón compartido de la ternura. También están los besos, pero después de Judas (el judío, no el gato) su valor ha ido cayendo en picado. Besamos a todo el mundo, desde el momento mismo de ser presentados, a veces en las dos mejillas, haciendo que la redundancia deprecie más su valía. El beso (no el beso en los labios de los amantes, que es otra cosa) es la nuez vacía del afecto, un simulacro estereotipado del cariño. Si queremos demostrar éste de verdad, recurrimos al abrazo. Cuando abrazamos franqueamos ese espacio personal que es frontera o muralla y nos damos al otro y lo recibimos en nuestros brazos. Quizás por eso en esta cultura anglosajona, tan individualista y celosa del espacio personal, abrazar es raro. Recuerdo que las primeras veces que quedaba para tomar café con mi amiga Ever y la saludaba con un abrazo, se quedaba tensa entre mis brazos (haciéndome sentir un poco como esa mofeta de acento francés de los dibujos animados que, enamorada del amor, perseguía con tenacidad implacable a cualquier gatita que pasara a su lado) “Esa cosa que haces cada vez que nos vemos”, me dijo al fin un día. “¿El qué, abrazarte?”. “Sí. No es que no me guste, pero para mí es nuevo y me pone tensa. Pero no dejes de hacerlo que quiero acostumbrarme.” Y ahora, unos años después, Ever, e incluso su novio Paul, están más que acostumbrados. Hasta tal punto que si me despido sin abrazarlos, me lo recriminan, justamente.

El abrazo lo inventamos, sin duda, después del pecado original, que no tiene que ver con la serpiente o la manzana, sino con el conocimiento del daño que somos capaces de hacer a otros. Abrazando no sólo enterramos el hacha de guerra y ofrecemos protección (resguardando el corazón ajeno con nuestra espalda) sino que también, y sobre todo, damos fe de nuestra propia fragilidad. Por eso nadie abraza mejor que quien es más vulnerable. Y por eso los políticos o los empresarios se dan la mano o una palmadita en la espalda pero jamás, al menos en público, se abrazan.

Mi amiga Anisha, al contrario que Ever y Paul, y quizás porque a pesar de ser británica su cultura es india y por ello mas táctil, entendió y respondió a mis abrazos desde el primer día. Y así nos saludamos cada mañana al llegar al trabajo. Es más, si las desventuras del día nos enturbian el ánimo nos buscamos y nos abrazamos un rato. Nuestros compañeros, que al principio observaban nuestros achuchones con cierto reparo, parece que poco a poco se van enterando y abriendo los brazos. Quién sabe, igual acabamos organizando una rebelión en el curro. A base de abrazos.

Wednesday 14 November 2007

Volver a empezar

“Decíamos ayer…”
No me resisto a usar como comienzo de esta entrada en un nuevo blog las famosas palabras con que Fray Luis de León retomó sus clases en la universidad de Salamanca después de pasar cuatro años en la cárcel. Sólo dos palabras, apenas una frase, con las que el agustino despreció irónicamente el poder de los inquisidores, el daño causado por quienes tan injusta y severamente le castigaron, tal vez sólo por ser más listo que ellos. Si esa frase me viene aquí como anillo al dedo es por ese “ayer” mágico (las palabras son así, te salvan, te curan) que niega la distancia impuesta por un tiempo de silencio cuando hay una verdadera vocación de diálogo y acercamiento: a pesar de los cuatro años de forzado encierro no cuesta imaginarse a Fray Luis pensando en sus alumnos, imaginándose dialogando con ellos. Por eso es ese “ayer” tan pertinente y tan poderoso, y ese “decíamos” tan inclusivo y esperanzador. Es esa voluntad de retomar el hilo de una conversación interrumpida (por causas infinitamente más triviales que las que apartaron a Fray Luis de su cátedra) la que me anima hoy a volver a escribir un blog.
Siempre he creído que las palabras que merecen la pena ser dichas se gestan en largos silencios. Quizás por eso, ahora más que nunca, me siento con ilusión y energía para volver a intentar destilar la experiencia (la experiencia con minúsculas, los momentos de los momentos de la vida) en palabras más o menos precisas. Intentar buscar la exactitud pero también (o, quizás, sobre todo) el calor, un calor humilde, como de chimenea en las manos. Porque si es verdad, como parece, que la vida es un proceso de demolición, una suma de pérdidas, y si es verdad, como estamos viendo, que el mundo se nos muere estrujado entre (por) nuestras manos, necesitamos buscar palabras amuleto (como ese “decíamos ayer”) con las que acurrucarnos frente al desaliento y la ruina y con las que coger impulso para luchar contra tantas cosas que andan tan mal.