Monday 15 December 2008

Campanadas

No me mentes la crisis, dice la abuela, en esta casa siempre hemos comido langostinos en Nochevieja y este año no va a ser menos. Mientes, mamá, se dice mientes, dice mi madre. ¿Sabéis que los langostinos sienten dolor? ¡Sois unos asesinos!, grita mi hermana. Es todo culpa del pánfilo de Zapatero, explica el abuelo. Pero sin son congelados, Lucía, y yo no miento. Papá, parece mentira que con todo lo que pasaste durante la dictadura ahora nos salgas con estas. Julito, niño, come que se enfría. Tu padre en lo único que piensa es en su pensión, dice mi padre. Tengamos la fiesta en paz, Miguel. A mí tú no me digas lo que pienso o dejo de pensar. Pues que sepáis que me voy a hacer vegetariana y que me gustan las tías. Mira, yo creo que las cosas van a cambiar con Obama. Haces bien, hija, que a mí tu abuelo siempre me tuvo atada a la pata de la cama. Qué van a cambiar, Maite, manda el poder económico, no el político. Pero mamá, ¿cómo le dices esas cosas a la niña? Es que no le aguanto cuando se pone pedante, ¡y en mi casa! Hija, de verdad, siempre te parece mal todo lo que digo. Si estoy aquí es por su hija, Amancio, que de buena gana me hubiera quedado en mi casa. Abuelo, ¿quieres que te pele las uvas que van a dar ya las campanadas? El próximo año no vengáis y santas pascuas. ¡Los cuartos, los cuartos!

Todos se callan de golpe. Terminan los cuartos y empiezan las campanadas. Engullen las uvas, una a una, y yo me quedo con las mías, pegajosas y calientes, en la mano. El corazón me late más deprisa que el reloj de la Puerta del Sol. El abuelo se mete una uva en la boca y se la zampa echando de golpe la cabeza hacia atrás. La abuela cierra los ojos al tragar. Lucía lucha contra la risa y mamá y papá se pellizcan el uno al otro. Cuando acaban, respiro aliviado. Aunque no los entiendo ni los aguanto, me alegro de que un año más hayan sobrevivido a las campanadas.
Atrápalo Votar Ver otros participantes

Saturday 13 December 2008

Ruby

Lo primero que hace es mirarte con esos ojos oscuros y cálidos y, después, su boca se abre en una sonrisa interminable, blanca y llena de dientes. Su cuerpo robusto, terrenal, está embutido en varias capas de camisetas y jerséis que limitan sus movimientos, y un gorro de lana cubre su cabello, aunque algunos rizos rebeldes y negrísimos se escapan por detrás de las orejas. Hay algo en ella que te invita a abrazarla, aunque nunca lo he hecho porque siempre está dentro de su caseta. Ruby ya no me pregunta qué quiero, me pregunta cómo estoy y qué tal esto o lo otro, mientras golpea el cazo de la cafetera, lo rellena de café y vuelve a enroscarlo. Mientras el café gotea en el vaso de cartón, se vuelve hacia mí y seguimos charlando. Al resto de la gente en la cola no le importa la espera. Todos estamos allí más por ella que por el café y tenemos el acuerdo tácito de que nuestro par de minutos diario con Ruby es sagrado. Nunca he escuchado de qué habla Ruby con los demás. Conmigo ha hablado, para empezar, del tiempo y de la música que sale del equipo que protege de la lluvia con una bolsa de plástico (hay días que necesita poner a Elvis Presley). Pero, poco a poco, he sabido también de sus avatares al organizar el primer “Ladyfest”, un festival feminista y rumbero, o de las aventuras de la variopinta fauna humana con la que comparte piso. Ruby tiene una forma de hablar que hace que sus palabras te lleguen suaves y templadas, como si fuesen caramelos que hubiese saboreado antes en su boca. Casi sin darme cuenta he ido haciéndome una idea de su azarosa y complicada vida. Ruby nació en Canadá pero su familia es originaria de la India y cruzó el charco con su hermano menor cuando la atmósfera ultra-religiosa de su casa se hizo irrespirable. Su heroína es una abuela feminista y jamaicana a la que perdió casi al mismo tiempo que yo perdí a mi abuelo. Eso nos unió. Y nuestra pasión por la escritura. Ruby se levanta todos los días a las cinco de la mañana para escribir en su diario. Cuando le pregunto qué ha escrito hoy, se ríe con una voz volcánica. He escrito sobre mi padre, dice, estuvo aquí la semana pasada, hacía 12 años que no nos veíamos, ahora vive en Nueva York. Y así me entero de que Ruby se nos va porque ha decidido probar suerte en la Gran Manzana con su familia reencontrada. En sus palabras no hay el más leve atisbo de pesar o de melancolía. Ella no es de las que echa de menos nada, sino de las que siempre se echan para adelante. No creo que se dé cuenta de lo duro que va a ser para mí empezar el día sin su sonrisa ni su charla chispeante. Ni falta que le hace. Seguro que ya han empezado a hacer cola para ella al otro lado del Atlántico. ¡Qué te vaya bien, Ruby!

Saturday 6 December 2008

Luna

Esta semana se ha estrenado en Canadá la película “Saving Luna”, un documental que relata la historia de una orca llamada Luna y los conflictos que creó su empeño en interactuar con el ser humano. No es la primera vez que pasa. A menudo, si un cetáceo se separa de su grupo, busca formas alternativas de socializar, de llenar ese hueco, y no es raro que acaben acercándose a la gente. Las necesidades sociales de los cetáceos son bien conocidas. Las orcas, probablemente las más sociales de todas las ballenas, viven en grupos matriarcales basados en estrechas relaciones familiares y de cooperación, reforzadas gracias a un dialecto o repertorio acústico común a todos los individuos del mismo grupo. Lo que resulta sorprendente es que, en su lucha contra la soledad, estos animales se atrevan a romper las barreras de la especie y persigan activamente una relación social gratificante, por no decir amistosa, con el ser humano. Luna (que, a pesar de su nombre, era un macho) se separó de su grupo siendo aún muy joven (tenía dos años), en las inmediaciones de la isla de Vancouver. Pronto, su carácter extremadamente amistoso sembró las aguas y las oficinas de políticos y ecologistas de asombro, incertidumbre y temor. Los biólogos marinos, preocupados por el hecho de que la mayoría de los encuentros entre ballenas solitarias y humanos acaban con el daño o la muerte de las primeras, presionaron a la agencia del gobierno encargada de la conservación de los cetáceos para que actuara antes de que la historia acabara en tragedia. Como medida de prevención para evitar que la gente se acercara a Luna se amenazó con imponer multas de hasta 100.000 dólares. Una mujer que acarició el hocico de Luna fue multada por el extravagante delito de “molestar a una ballena”. Pero lo cierto es que estas medidas resultaron inefectivas por una sencilla razón: Luna no temía las multas del gobierno canadiense. Como cuentan los directores de la película, un 80 por ciento de las interacciones entre Luna y la gente las iniciaba él. Estos encuentros eran un tanto caóticos. Al ver acercarse a la ballena, muchos navegantes se debatían entre la fascinación y el miedo, y las fotografías y vídeos que documentan los encuentros reflejan esa ambigüedad torpe: gente que grita mientras llevan sus manos hasta el hocico de Luna, expresiones de terror, sonrisas incrédulas y, también, lágrimas de emoción. Quizás sea difícil ver qué le aportaba todo esto a la ballena, pero su tenacidad no deja dudas sobre lo importante que debía ser para él este contacto, que al final acabó por costarle la vida. Lo mejor para las ballenas es que las dejemos en paz, que intentemos protegerlas desde la distancia. Pero cuando una ballena se acerca a nosotros buscando compañía, como hizo Luna, queremos dársela. La soledad de Luna es también la nuestra y cualquier posibilidad de establecer un vínculo con otra especie animal nos llena de maravilla. Sólo que entonces descubrimos nuestra torpeza mortal y acabamos convirtiéndonos en un triste remedo del monstruo de Frankenstein, que con su abrazo mata.

Saturday 15 November 2008

Los silencios de Glencoe

El viernes por la noche salimos en coche hacia Glencoe. Me sorprende lo fácil que es dejar atrás la ciudad y escapar del ritmo imparable del calendario y el reloj, aunque sólo sea por un par de días. Estamos tan acostumbrados a nuestra rutina de hormiguitas que se nos olvida que la jaula está abierta. Al placer de escapar de lo conocido se une esta noche el de conducir por carreteras secundarias, tortuosas y enmarcadas entre árboles. Llueve ferozmente y con la lluvia caen remolinos de hojas que cubren la carretera como una alfombra. Tardamos más en llegar de lo que habíamos planeado, pero no nos importa. Al salir del coche descubrimos las sombras de los árboles, densas y móviles, contra el perfil de las montañas, apenas iluminado por la luna. Escuchamos el silencio. Es un silencio vegetal, vivo como una respiración suave. El silencio de los árboles parece entrar en la habitación del Bed&Breakfast cuando Ryan se dispone a leer “Los hijos de Lir”, una leyenda tradicional irlandesa que es una de sus favoritas y que hoy me lee en voz baja del libro que le regaló su abuela. Los árboles y yo escuchamos sin parpadear la hermosa historia de los cuatro hermanos a los que su malvada madrastra convierte en cisnes y condena a vagar por el mar inhóspito durante 600 años. Es un cuento muy triste, pero ninguna historia es demasiado triste cuando está tan bien contada.
Por la mañana nos encontramos la sorpresa del paisaje. Me gusta llegar a los lugares de noche y salir a la calle al día siguiente sin saber qué me espera, como a quien le ponen delante un mundo por estrenar. Hoy nos recibe el paisaje de otoño más opulento que se pueda imaginar. Parece como si uno de esos gigantes mitológicos que abundan por estas tierras hubiera derramado jarras de caramelo y miel sobre los árboles y los brezales. El día invita a caminar, así que nos perdemos en un bosque de abedules y abetos. Entre los árboles recuperamos su silencio recogido, profundo pero expectante, como si los árboles se llevasen el dedo a los labios para que no se pierda el salto de un pájaro, la caída de una hoja o el crujido de una rama. Es un silencio que te inspira a buscar palabras. No es casualidad que tantas historias nazcan y se desarrollen en el interior de un bosque. El silencio del bosque es muy distinto del de las montañas o del agua. El silencio de las montañas es el silencio del tiempo. Ese silencio solemne e imponente que tiene que ver con su antigüedad y su altura, y con el dramatismo de su origen. En el silencio de estas montañas hay un eco la erupción del volcán que dio lugar a la caldera de Glencoe hace 400 millones de años y del roce de los glaciares que arañaron las laderas del valle. Escuchando a las montañas uno siente el sobrecogimiento de un silencio inabarcable porque es demasiado lento y demasiado largo para nuestros oídos.
Al salir del bosque nos topamos con un pequeño lago que cubre el fondo de este valle. Descubrimos el tercer silencio: el silencio del agua. La superficie inmóvil del agua es un inmenso espejo: en ella se reflejan el silencio del cielo, de los árboles y las montañas. Pero el silencio del agua es un silencio engañoso: no sólo refleja, también absorbe. Es el silencio del silencio. Su acallamiento líquido invita a la meditación y hace que sedimente la experiencia. Te lava por dentro y te devuelve a tí mismo. Escuchando el silencio del agua, uno se da cuenta de la falta que le hacía. En nuestro último día en Glencoe, el silencio del agua cae sobre las cumbres. Las primeras nieves enharinan el perfil de las rocas, resaltando su apariencia de hojaldre. El paisaje se hace más impactante y misterioso. La nieve acentúa el color oxidado de los brezales, la hierba parece más parda, el agua más fría, la desolación y la serenidad se entremezclan. El paisaje te pregunta. Al poco de emprender el viaje de regreso, apagamos la música. Es increíble lo rápido que uno se aficiona al silencio. Atravesando, bajo el aguanieve y entre la niebla, el impresionante páramo de Rannoch, una extensión plana de aguas poco profundas, turberas y árboles torcidos por el viento, siento que el silencio del paisaje se ha ido colando dentro de mí. O, más bien, es como si el silencio del exterior me descubriera un silencio interior que ya estaba ahí pero que, con todo el barullo de la vida, había dejado de escuchar. Es un silencio luminoso y sereno, lleno de misterio y posibilidades. Y sin decir nada, me lo traigo a casa, dando las gracias a los silencios de Glencoe.

Friday 31 October 2008

Los árboles del Grassmarket


Aquella mañana de verano, como tantas otras, Ever y yo habíamos quedado para desayunar en “Made in Italy”, un café del Grassmarket, esa plaza que es visita obligada para los turistas ávidos de las historias truculentas que abundan en esta ciudad. Era muy pronto, hacía sol pero estaba fresco, así que nuestro lugar preferido, el pequeño mostrador adosado al ventanal de la cafetería, nos pareció el mejor lugar del mundo para comer cruasanes, beber café y ponernos al día. Recuerdo que nos reímos mucho. Cuando estamos juntos, Ever y yo somos como una mecha para el otro. Y nuestra forma preferida de explotar es riéndonos. Ever es de esas personas que todo lo vive como si se tratase de una aventura. “¿A qué no sabes qué he visto hoy?”, me dijo. Y, claro, yo ya sabía la respuesta. Por alguna misteriosa razón, a Ever le salen garzas al paso cada dos por tres. Toda su persona es un imán para la magia. Sin embargo, aquella mañana de verano acabó con una nota triste. Estábamos mirando por la ventana y entonces hice un comentario sobre lo hermosa que se veía la luz del sol en las hojas de los enormes chopos de la plaza. “Oh, mister N", se lamentó Ever, "el Ayuntamiento ha decidido talarlos. Es deprimente. Realmente no tienen ningún motivo para hacerlo. Dicen que están enfermos, pero ¿acaso lo parecen? Dicen que son viejos, que no van a vivir más de veinte años ¡Veinte años! Dicen que son un peligro, que sus ramas pueden matar a alguien si viene un vendaval ¿Sabes lo que creo? Que quienquiera que haya diseñado la remodelación de la plaza, construyó una maqueta sin árboles. Y ahora, sólo porque está escrito en un jodido plan, tienen que hacerlo.” Ever estaba preocupada pero no me dejé llevar por el pesimismo porque me contó, también, que se había unido a un grupo de vecinos (“con todo esto, estoy conociendo a la gente del barrio”), que habían pedido la opinión de expertos independientes y que se estaban quejando a todas horas al Ayuntamiento. Sin embargo, la sinrazón (o esa máquina absurda de la burocracia) ha ganado. Esta semana han llegado las grúas y los hombres con sus trajes reflectantes. Los árboles casi centenarios no se han movido. Con su dignidad de gigantes benévolos les han permitido trepar a sus copas. No se han sobresaltado ni gemido cuando las sierras eléctricas les han ido cortando las ramas. Poco a poco, los hombres los han desmontado (como cualquiera de esas obras que el hombre laborioso construye y destruye con tanto frenesí como poco juicio). Después, los han troceado y se los han llevado en camiones.
Cuando la llamé por teléfono, Ever me ha dijo que no quiere quedar a desayunar mañana en el “Made in Italy". Y no me extraña. El espacio vacío donde antes estaban los árboles está desolado, como si los árboles hubiesen dejado allí su sombra. La plaza ha perdido las redes con las que atrapar el sol, ha perdido la belleza de sus almas verdes. Y ahora tendremos que aprender a mirar hacia otro lado.
Fotos: Ever Dundas

Tuesday 21 October 2008

Historias Naturales


Tenemos ojos para mirar pero nos pasamos la vida sin ver. Todos los días, nuestra mirada resbala por el mundo sin que nos demos cuenta de muchos detalles que harían nuestra vida más profunda y más ancha. La mirada y la atención también se educan y ningún escritor nos ha enseñado a mirar como el francés Jules Renard . Sus Historias Naturales son un prodigio de descripción. Con sus redes, Renard capturó las más bellas imágenes (sobre todo del reino animal) que nadie ha puesto jamás sobre la página impresa. Se quejaba este autor de su falta de imaginación, pero, ¿a quién le hace falta imaginación cuando posee esa certera conexión entre la retina y los centros del lenguaje? La lectura de sus breves textos te deja con la boca abierta. Renard no se va a la selva amazónica en busca de criaturas exóticas. No, él empieza con el huevo, o sea con la gallina: “Alza muy alto sus patas rígidas, como los que padecen gota. Separa los dedos y los posa con precaución, sin hacer ruido. Diríase que camina descalza”. Con un lenguaje depurado hasta los huesos, este escritor se las apaña para hacernos ver por primera vez lo que vemos todos los días. Sus Historias no tienen el afán moralizante de las fábulas y por eso, y por su lenguaje vibrante, no han envejecido. El gran logro de Renard es esa mezcla perfecta entre la descripción pura y el uso de descripciones sorprendentes, borrachas de surrealismo, como cuando describe a un escarabajo como “negro y pegajoso como el ojo de la cerradura”. Además, el humor y la ironía tiñen sus páginas. Hablando del cisne, Renard se da cuenta de que está cayendo en la cursilería al describirlo tratando de cazar nubes y se corrige: “¿Qué estoy diciendo? Cada vez que se sumerge, rebusca con el pico en el lodo nutritivo y consigue un gusano. Se está cebando como una oca.” La tragedia también tiene su lugar en las Historias. Uno de los capítulos más conmovedores trata de los vanos esfuerzos de Philippe, el criado del autor, para mantener con vida a su vaca Negrita; cuando descubre que la vaca va a morir “la tristeza de Philippe es taciturna como la de un animal que viera sufrir a otro”. Los humanos tienen un papel marginal en estas historias, aparecen incompletos, como si los viéramos del cuello para abajo y sus actos son casi siempre brutales o estúpidos. Renard prefiere aplicar su lente sobre lo más minúsculo y delicado. Su actitud me recuerda a la del impagable abuelo de Vacas, la película de Julio Medem, cuando observaba a través de la cámara fotográfica el universo que existe entre las hojas de hierba y murmuraba “esto es importante, esto es importantísimo” o cuando hacía posar a la familia para un retrato y acababa pintando sólo a la vaca.
Renard escribió: “El paraíso no está en la tierra. Pero hay fragmentos. En la tierra hay un paraíso roto”. Esas imágenes que cazó tan hábilmente nos recuerdan la belleza de ese paraíso roto y tal vez nos ayuden a abrir mejor los ojos.

Saturday 4 October 2008

Breve antología del cuento breve

He pasado el último mes estudiando esas joyas enigmáticas que son los microcuentos o cuentos hiperbreves. Es su naturaleza anfibia, a medio camino entre el cuento, la poesía y el ensayo. Lo que todos tienen en común es la voluntad de encender una chispa que perdure en la mente. En palabras de la profesora del curso, los microcuentos son como los grandes sucesos de nuestras vidas: ocurren en apenas un instante y luego te pasas el resto de la vida intentando entenderlos. Los microcuentos son un arma arrojadiza. Una flecha que, cuando es precisa, puede poner mejor que ningún otro género el dedo en la llaga. La brevedad del microcuento proporciona, paradójicamente, una libertad sin fronteras a la imaginación. Su precisión matemática abre una ventana a otros mundos. Como muestra, ahí va un botón que incluye al final uno de mis flirteos con el género.

La ubicuidad de las manzanas
La flecha disparada por la ballesta precisa de Guillermo Tell parte en dos la manzana que está a punto de caer sobre la cabeza de Newton. Eva toma una mitad y le ofrece la otra a su consorte para regocijo de la serpiente. Es así como nunca llega a formularse la ley de la gravedad.
Ana María Shua

Fecundidad
Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea.
Augusto Monterroso

La cucaracha soñadora
Era una vez una Cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha.
Augusto Monterroso

Violín:
Instrumento para regalo del oído humano creado por la fricción entre la cola de un caballo y las tripas de un gato.
Ambrose Bierce

Cláusula III
Soy un Adán que sueña con el paraíso, pero siempre me despierto con las costillas intactas.
Juan José Arreola

Amor ciego
Se preguntaba por qué los enamorados cierran los ojos al besarse. Sin embargo, cuando llegó el momento, también los cerró, obediente. Y al abrirlos, en mitad del beso, descubrió que su amante era otro.

Saturday 13 September 2008

Patatas

Esta semana he recogido mi primera cosecha de patatas en Escocia. Este no ha sido un buen año para el huerto. El sol ha sido escaso y las lluvias intensas, lo que ha contribuido a que la tierra ya de por sí demasiado arcillosa se compactara, saturada de agua, negando el oxígeno a las semillas. Fracasaron las chirivías y la remolacha, y también la espinaca (normalmente una apuesta segura), que creció hasta espigarse enloquecida por la lluvia, sin tener paciencia para dar hojas. El calabacín y el brócoli fueron misteriosamente devorados de la noche a la mañana y, ante sus tristes muñones, tuve que ajustar, con no poco esfuerzo, la rabia de la pérdida a la máxima de la horticultura (al menos esa variante menos agresiva y antropocéntrica que yo intento practicar) según la cual los frutos de la tierra no son de quien los cultiva sino de quien los necesita y se los come. Mi gran y único éxito (si exceptuamos al ruibarbo, que es una planta para mí alienígena y que heredé de los anteriores dueños) han sido las patatas. Nunca antes las había plantado. Las patatas, en el huerto soleado de Riosequino, eran cosa de mi abuelo, porque yo me decantaba por los más vistosos tomates y pimientos o por las deliciosas zanahorias. Este año he descubierto que las patatas no son las aburridas solanáceas que creía y me ha maravillado su misterio. Ya desde antes de plantarlas me sorprendió su germinación, en precario equilibrio vertical, sobre la meseta de la cocina. Poco a poco, sus tentáculos emergían en ausencia de tierra y agua, en un prodigio de autosuficiencia. Y, una vez enterradas, siguió el misterio porque, a pesar de ver crecer las plantas de un verde oscuro y exuberante, ignoraba lo que sucedía bajo tierra, esa magia de enterrar un tubérculo que echa raíces silenciosas en las que crecen silenciosos tubérculos. No es una planta aburrida, sino una que hace de su timidez una virtud. De hecho, una de las pocas atenciones que requiere es que se apile tierra contra su tallo, para evitar que haya tubérculos expuestos al aire, porque entonces se vuelven verdes y tóxicos, ricos en alcaloides. Las patatas necesitan que les cubras los pies con una manta porque necesitan hacer su labor en la callada oscuridad de la tierra. Son plantas humildes y generosas y por eso tan populares entre los campesinos, cuya dieta, en tiempos de pobreza, ha dependido de ellas. Las patatas están listas para la recogida cuando las plantas amarillean. La decadencia de su apariencia externa señala la madurez de sus corazones ¡Y qué emoción desenterrarlas y descubrir sus cuerpos blancuzcos como el vientre de un sapo! ¡Qué emocionante sentir su peso en las manos, su tacto suave como el de las piedras de un río! Es imposible no sentir gratitud y alegría al alzar con las manos un tesoro, las joyas de la tierra.

Monday 1 September 2008

Another Place


Llegamos a la playa de Crosby con la última luz del día. Después de atravesar el paisaje apocalíptico de las afueras de Liverpool, poblado de fábricas, viviendas y bares portuarios abandonados, entramos en ese sueño inexplicable, rico en metáforas, que es la instalación de Antony Gormley titulada "Another Place", una obra de arte que es una playa de 3 km de largo y 100 estatuas. La primera la vemos desde el camino que lleva a la arena. Es la figura oscura, afilada por la distancia, de un hombre que está de pie y desnudo. De espaldas a nosotros, parece contemplar el mar, y su postura sugiere tal ensimismamiento que es imposible no preguntarse qué pensamientos le estará robando el horizonte. Las 100 estatuas son en realidad la misma, porque fueron hechas por Gormley a partir de un molde de su propio cuerpo. Pero son a la vez distintas porque, al ser de hierro fundido, todas envejecen, aunque cada una a su manera. Las hay que tienen algas enredadas en los pies, sobre otras crecen vegetación o pequeños moluscos. El agua, el salitre y el viento dejan una marca singular en cada una de ellas. Todas las figuras son del mismo tamaño pero, como no están juntas, su tamaño mengua con la distancia en el espacio vacío y plano de la playa. Al verlas diseminadas, parece que se trata de una extraña reunión, como si algo las hubiera atraído hasta el borde del agua, pero están tan separadas unas de otras que no se hacen compañía: su repetición produce más bien un efecto de suma de soledades. O la suma de un mismo pensamiento o anhelo. Aunque el cuerpo sólido de estos personajes fantasmales está firmemente anclado a la playa, su misterio reside en su orientación hacia ese otro lugar del que parecen esperar una señal. Ese otro lugar que no sabemos si temen o desean, si es un lugar de pérdida o de esperanza. Lo que vemos tienen tal carga poética, está tan abierto a interpretaciones que nos quedamos en silencio.
Cada estatua está sola, pero en diálogo con el mar. El tiempo de esa relación la marcan las mareas, ese ritmo que es más real, más corpóreo que el de los relojes. Ahora la marea está baja y los cuerpos de las estatuas están fuera del agua, pero cuando la marea suba se irán sumergiendo y sólo podemos imaginar el dramatismo y la poderosa belleza de contemplarlas con el agua a la cintura, al cuello, hasta que terminen por desaparecer, impasibles, bajo el mar.
Mirando a las estatuas pienso en el espacio que ocupa mi propio cuerpo en la inmensidad del universo. Pienso en mi soledad, en mi vulnerabilidad y también en la muerte. Pero este no es lugar para lo tremebundo. Es un lugar para la melancolía más mágica. En un acto casi reflejo, le doy la mano a una estatua. Su contacto es cálido, extrañamente carnal. Miramos juntos al horizonte. Siento la brisa que viene del mar en la piel y el fulgor de un inexplicable consuelo. La estatua y yo nos acompañamos y envejecemos juntos un ratito. Entre el mar y el cielo, el día se muere, pero no la sensación de maravilla.

Saturday 23 August 2008

Las dos cornejas


Todas las mañanas las veo desde la ventana de la cocina. Posadas en el tejado de uno de los edificios de la escuela no parecen hacer nada especial, pero allí están, con una regularidad pasmosa, cada día. Siempre las dos juntas, la pareja de cornejas. No sé cómo lo sé, pero sé que son siempre las mismas. De hecho, creo que estoy empezando a distinguir a la una de la otra: quizás una tiene la base del pico más ancha y las plumas de las alas más cenicientas. Me gusta beber el café a sorbos mirándolas. Ignoro si les gustará a ellas que las observe o si será una intrusión en lo que quiera que sea lo que estén haciendo, pero sé que me ven: sus ojos se fijan de vez en cuando en el humano que aparece cada mañana detrás de la ventana. Siempre me han fascinado los animales y, desde pequeño, he intentado ver el mundo a través de sus ojos, meterme en sus cabezas. Miro a las cornejas y se me ocurren muchas preguntas importantísimas. Por ejemplo: ¿por qué de entre todos los tejados de la zona eligen precisamente ese, especialmente cuando todo lo que parecen hacer es estarse quietas o, como mucho, mirar a su alredor –con la melancólica lejanía de quien mira desde la altura- o acicalarse las plumas?, ¿obedece esa preferencia a algo parecido al gusto?, ¿por qué van siempre las dos juntas y nunca acompañadas de otras?, ¿qué ventajas o qué consuelo obtienen de su mutua compañía? y la más misteriosa: ¿qué pasa por sus cabezas en esos momentos en que están quietas, sin preocuparse por el sustento ni la reproducción, quietas sin más, dejándose acariciar por la brisa y templar por el sol?
Y me pregunto también por qué ninguno de los libros que he leído sobre el comportamiento de los animales se ocupa de ese tiempo largo en el que los animales no parecen hacer otra cosa que disfrutar del placer de estar, con sus pelos, patas, picos y plumas, posados sobre la vida.

Friday 22 August 2008

George Steiner y la memoria

Uno de los mejores momentos del Book Festival de este año ha sido la impagable oportunidad de ver a George Steiner, en vivo y en directo. Steiner tiene el verbo preciso y deslumbrante de los que escriben en una lengua que no es su lengua materna pero que han hecho suya a base de pasión y estudio. Con su voz de ultratumba nos emocionó, nos divirtió, nos provocó y nos hizo más sabios en el espacio de una hora. Una de las cosas en las que hizo hincapié fue en la falta de ejercicio de la memoria en estos tiempos internaúticos en los que no se necesita recordar nada porque basta con acudir al Google para tener todas las respuestas. Para él, los poemas que le obligaron a memorizar en los tiempos del colegio le han servido de gran consuelo en su vida. Citando al poeta Ben Johnson (“si amas un poema, deberías ingerirlo”), nos convenció de que no basta con apreciar la belleza de las palabras, sino que debemos hacerlas nuestras, grabarlas a fuego en la memoria. Porque eso es algo que nadie, ningún poder opresor, podrá arrebatarnos. Cuando el poeta Ossip Mandelstam fue arrestado por la KGB, su mujer Nadezhda intentó paliar el olvido que traería la destrucción de sus poemas haciendo que cada uno de sus amigos memorizara uno de sus poemas. Ray Bradbury usó la anécdota en su hermosa novela Fahrenheit 451, cuyo título hace referencia a la temperatura a la que arde el papel. Steiner nos contó también la historia de una profesora rusa que fue encarcelada también por motivos políticos en una celda no sólo sin libros sino también sin luz. En sus horas de soledad, recitaba en silencio el Don Juan de Byron, que se sabía de memoria. Para matar la soledad y el miedo y ese aburrimiento de los prisioneros que conduce a la locura, se dedicó a traducir al ruso (y en rima) el poema de Byron. Cuando salió de la cárcel estaba ciega, así que tuvo que dictar su traducción, preservada palabra por palabra en su prodigiosa memoria, y todavía hoy se considera su traducción del Don Juan la más exacta y bella. Steiner, visiblemente emocionado tras relatarnos esa anécdota, nos dijo: “Eso no se lo pudieron quitar, los muy cabrones. Un ser humano así es intocable.”
Hagámonos verbo, seamos un poema, un arma cargada de futuro. Porque siempre nos quedará la palabra.

Wednesday 30 July 2008

La navaja de mi abuelo


Hay un libro de cuentos de A.M. Homes que se titula “The safety of objects”, un título que me gusta mucho porque, aunque no me considero demasiado materialista, sí que creo en el poder reconfortante de ciertos objetos. Mientras escribo esto, tengo sobre la mesa la navaja de mi abuelo, que me han traído mis padres estos días. Mi abuelo no iba sin ella a ninguna parte. Siempre abultaba en su bolsillo y siempre le venía al pelo para cortar un trozo de cuerda o de pan o para aflojar un tornillo. Una vez, en los tiempos oscuros de la posguerra, se llevó una ostia de un guardia civil por llevarla escondida bajo el sillín de la bicicleta (la escondió ahí al ver a la benemérita cuando iba de noche y sin luz de camino a una romería). El nos contó esa historia muchas veces, siempre riéndose pero con una mueca de indignación, porque de esa bofetada nunca se recuperó. Tampoco dejó nunca de llevar la navaja. Mi abuelo era de esos hombres que lo hacían todo con las manos: trabajar, construir su casa, saludar a los amigos, rascar la espalda de sus nietos… Y quizás por eso le tenía tanto apego a su navaja, la compañera que le prestaba su filo para completar algunas tareas.
Mi abuelo se murió y la navaja quedó seguramente metida en el último pantalón que llevó puesto. Y me alegro al pensar que no existe el más allá porque no me gustaría que mi abuelo acabase en un lugar donde no pueda andar con su navaja.
Ahora la navaja está aquí y mi primera reacción al verla fue una punzada de dolor: a la navaja le faltaba algo, le faltaba mi abuelo. Fue duro verla cerrada, enroscada sobre sí misma como un gato dormido en ausencia de su dueño. Pero también sentí, más que nunca, que la navaja era mi abuelo. De pronto, fue imposible no oír su voz, “espera, pichón” y verle meter la mano en el bolso y sacar la navaja para ayudarme, como había hecho tantas veces.
La navaja de Taramundi, con la belleza de las herramientas humildes, me recuerda que él ya no está pero que dejó tantos recuerdos, tantas palabras y gestos, que podré seguir aprendiendo de él y queriéndole mientras yo viva.

Monday 14 July 2008

El amigo de las plantas


En la sala comunal del edificio donde trabajo la gente se reúne para tomar café, comer o charlar un rato. Es un espacio abierto, amplio y luminoso, con vistas a un parque. En los ventanales la gente ha ido poniendo plantas y, después, se ha ido olvidando de ellas. Poco a poco las vemos marchitarse sin que ninguno intentemos evitarlo (es increíble como en esas zonas comunes de la convivencia se aplica el refrán de “unos por otros, la casa sin barrer”). El caso es que, de unas semanas para acá, las plantas han empezado a mejorar y han recuperado su verdor. Hemos respirado aliviados. En el fondo su decadencia nos ponía tristes, aunque no hubiésemos hecho nada para remediarla, y su renovada vitalidad hace que estemos más felices y relajados durante la pausa del café.
Esta mañana, he bajado a comer un poco a deshora y me he encontrado con el amigo de las plantas. Un chico alto, vestido de negro y con pinta de leer ciencia-ficción, estaba regándolas, quitando las hojas marchitas, acariciándolas con los dedos. Estaba tan entregado a su tarea que no se dio cuenta de mi presencia. Decidí dejarlo solo porque me dio la sensación de que preferiría que su labor quedara en el anonimato. Así que me fui pensando en lo necesaria que es la gente que cuida de las cosas, los seres y las personas que están en los rincones, las cosas, los seres y las personas que están ahí y la gente ve y deja de ver, que necesitan atención pero no la reciben porque nos dejamos llevar por la dejadez que produce el pertenecer a una comunidad.

Tuesday 8 July 2008

El padre de Blancanieves

Acudimos a los libros no sólo buscando evasión o vivir nuevas experiencias de manera vicaria, sino también para mirar la vida y el mundo desde otro punto de vista, para formularnos preguntas que quizás nunca antes nos habíamos hecho. Se ha dicho, también, que es muy difícil hacer buena literatura sobre buenas intenciones o, dicho de otra manera, que aquellos escritores que se ponen a escribir una novela de alto contenido político caen a menudo en lo panfletario y sus personajes adolecen de un exceso de esquematismo porque están demasiado sujetos a las ideas que nos intentan transmitir. Pues bien, en su última novela, la escritora Belén Gopegui se atreve a hacer preguntas desde el compromiso político sin que la calidad literaria de su obra se resienta, mostrando una vez más que es una de las mejores y más originales escritoras que tenemos en España. ¿Quién es el padre de Blancanieves al que alude el título? Pues, como diría Flaubert, soy yo, o somos casi todos. El padre de Blancanieves del cuento es un personaje secundario, aun cuando debería ser importante. Sabemos que vive en el castillo con la malvada madrastra y que cuando ésta intenta librarse de Blancanieves el padre no dice, no hace nada. El padre de Blancanieves de la novela de Gopegui es de clase media, vive confortablemente en su pequeño mundo, sin hacerse preguntas ni intentar cambiar nada, a excepción quizás de ascender en el trabajo o ganar un poco más de seguridad. El problema es que un día alguien aparece en la puerta de su casa y les ofrece una manzana envenenada. Manuela, profesora de instituto y ex-progre, casada y con tres hijos llama al supermercado para quejarse de un envío que ha llegado tarde y al día siguiente recibe en su puerta a un hombre ecuatoriano que la hace responsable de su despido. Al principio ella protesta: estaría bueno que no pudiera uno quejarse, cuando tiene la razón, por miedo a que vayan a despedir a alguien. Pero ya ha mordido la manzana y las preguntas se le echan encima y con ellas la necesidad de “hacer algo”. Así empieza la novela, una historia coral sobre gente que intenta cambiar las cosas que están mal (social y ecológicamente) y un hombre que sólo quiere defender su parcela de seguridad y su propio placer. Es el placer, según el padre de Blancanieves, lo que hace que los que luchan por un mundo mejor sean tan pocos. Nuestra sociedad está atontada por un hedonismo ferozmente individualista y pocos llegan a alcanzar un estado adulto en el que se hagan cargo de las consecuencias y las responsabilidades de su modo de vida.
La novela trata, al fin y al cabo, del conflicto entre la vida privada y la vida pública, entre lo que queremos para nosotros y lo que sería justo que el mundo y la sociedad fueran. El padre de Blancanieves es una novela inteligente y hermosa, de esas que se quedan pegadas a uno para siempre. Leedla y actuad en consecuencia.

Monday 30 June 2008

Zumbido

El fin del mundo se acerca o al menos el fin de la humanidad y de muchas otras cosas. Vivimos todos los días con esta certidumbre apocalíptica, aunque no nos quite el sueño ni nos haga cambiar nuestro estilo de vida o luchar por una revolución política que detenga la dinámica aniquiladora del capitalismo. Quizás nos cueste creer del todo en este Apocalipsis porque lo imaginamos a la manera de las películas catastrofistas de Hollywood. Las inundaciones, sequías, tornados, plagas, que nos dicen que están en el horizonte nos quedan un poco lejos a los que vivimos en la placidez atontada de nuestras ciudades del norte afortunado. El cambio climático es una pequeña molestia cuando nos estropea los planes de hacer una barbacoa o cuando vemos una foto de un oso polar en equilibrio precario sobre un trozo de hielo a punto de naufragar, pero, por ahora, esa inconveniencia no va más allá. Sin embargo, puede que uno de los jinetes de ese Apocalipsis (que nos parece tan inverosímil como el argumento de tantos éxitos de taquilla) avance calladamente, a la manera de la Primavera Silenciosa que Rachel Carson denunció hace ya casi medio siglo. La población de abejas melíferas de Estados Unidos se ha reducido en un cincuenta por ciento en los últimos 50 años. Por razones aún no del todo claras, las abejas abandonan las colmenas para ir en busca de polen y néctar y ya no regresan. Hay quien culpa al uso intensivo de pesticidas en la agricultura y quien culpa a las ondas eléctricas de nuestros sofisticados sistemas de comunicación, que podrían estar afectando la capacidad de orientación espacial de los insectos. Sea como sea, la realidad es que el sutil vínculo entre las abejas y nuestro porvenir se está haciendo cada vez más evidente y precario. El 80% de la producción agrícola depende de la polinización. Las cosechas dan fruto porque los insectos van de flor en flor, como un cura echando bendiciones. Pues bien, un tercio de esas bendiciones, las echan las abejas y su desaparición podría venir acompañada de un descenso trágico en las cosechas. Así que a lo mejor no nos vamos de este planeta al que hemos exprimido sin piedad con toda la pompa hollywoodiense sino en silencio y con mucha hambre. En ausencia de un pequeño zumbido al que no supimos dar valor.

Thursday 26 June 2008

Historia con paraguas y libro

Empezó a llover en cuanto puse un pie en la calle: esas cosas que pasan cuando uno está teniendo un mal día. Enfilé la calle a buen paso (tenía prisa), maldiciendo la lluvia y los nubarrones laborales y mentales que (estaba claro) habían terminado por desencadenar la tromba de agua. Y entonces, al mirar para cruzar la calle, la ví. Una mujer diminuta caminaba a pasos muy cortos, cobijada bajo un paraguas gigantesco. Y lo alucinante: la mujer, como una equilibrista, a pesar de la lluvia y del aparatoso paraguas y de su propio moviento, llevaba un libro en la mano y leía. En ningún momento (ni siquiera al cruzar la calle, para mi propio sobresalto) levantó la mirada de esas páginas que eran tan importantes como para jugarse la vida. Y fue verla y deslizarme en mi piel de escritor, que es algo así como un traje de superhéroe con el que me pongo a volar de alegría cuando la vida me pone en las manos palabras así: era una mujer diminuta a la que, en los días de lluvia, le gustaba leer mientras caminaba cobijada bajo un gigantesco paraguas negro.
Pasó la lluvia y salió el sol. Y me cambié la piel, pero sólo por un rato porque después del trabajo me encontré (no sé cómo) en una de esas polvorientas librerías de segunda mano. No buscaba nada en concreto, así que ojeé títulos conocidos y desconocidos, acaricié lomos más o menos desgastados y metí las narices entre sus páginas (me encanta el olor de los libros viejos, ese olor picante, entre pimienta y tabaco). El libro que al final me compré me llamó la atención por sus tapas amarillas y por el nombre de su autor, William Saroyan, a quien nunca he leído y desde hace tiempo he querido leer. Leí la primera frase, el primer párrafo, y me hizo reír (el librero levantó la vista y me miró ofendido por encima de sus gafas). Seguí leyendo. Me estaba ganando el estilo desenfado y, sobre todo, la advertencia de la línea siguiente a las que me hicieron reír ("estoy escribiendo una historia seria, quizás una de las más serias que vaya a escribir jamás"). Pagué mi libro con la precipitación de quien paga a una puta en un momento de calentón y salí a la calle. Las siguientes líneas del cuento me dejaron boquiabierto. Contienen todo lo que alguien que quiere escribir necesita saber, son una pequeña deliciosa biblia sobre la precisión y el compromiso. Lo leí de un tirón sin levantar la vista (y sin dejar de caminar, jugándome la vida) pensando en que nada más llegar a casa tenía que escribir sobre la mujer del paraguas. Porque estas cosas pasan. Y hay que contarlas.

Sunday 15 June 2008

El orden alfabético

Hay escritores que nos deslumbran con la belleza de sus frases o que nos emocionan con sus historias hasta tal punto que las vivimos en nuestras propias carnes, y luego están los que tienen una visión tan peculiar del mundo y son tan hábiles al plasmarla por escrito que nos hacen ver las cosas de una forma nueva y después de leerlos nada vuelve a ser lo mismo. A esta última categoría pertenece Juan José Millás. Durante años he seguido sus columnas en el País. Siempre me ha parecido inigualable su manera de destripar esa cosa que llamamos realidad (y qué es real o no lo es, cuando la realidad que conocemos se construye en esa fábrica de monstruos y espejismos que es el cerebro humano) en unas pocas líneas, dejándonos deslumbrados y haciéndonos a la vez, extrañamente, un poco más sabios. He evitado, en cambio, al Millás novelista (un poco por lo que me han dicho los que han leído sus novelas y otro poco porque “La soledad era esto” me dejó bastante frío. Pero, como siempre he creído que los libros saben encontrar a sus lectores mejor que éstos a aquéllos, no dudé en lanzarme a la lectura de “El orden alfabético” cuando lo pusieron en mis manos.
La novela de Millás juega con esta dicotomía entre realidad e irrealidad. En la primera parte, el protagonista se desliza durante una enfermedad de su infancia a una realidad paralela (el reverso del calcetín), en la que las cosas parecen más ciertas y comprensibles, quizás porque viven más pegadas a las palabras que las significan. El problema empieza cuando las palabras empiezan a desaparecer –geniales esas escenas en las que los libros alzan el vuelo y se desvanecen en el aire-, sumiendo a la gente en un estado pre-civilizado. Con mucho humor y una inventiva que deja al lector boquiabierto, el autor desafía lo que él llama la “lógica de la costumbre” e ironiza sobre el poder de las palabras para poner en orden la incomprensibilidad de la vida. El orden alfabético ayuda a nombrar el mundo y a mantener a raya la realidad pero también tiene un lado inquietante. Podemos aceptar frases hechas inocentemente y, antes de que nos demos cuenta, tendremos una mujer y un hijo imaginarios. Las palabras pueden desescribir la realidad con la misma facilidad con la que la crean. Pasen y lean. Nunca volverán a mirar una enciclopedia o un curso de inglés por fascículos de la misma manera.

Tuesday 10 June 2008

Commuting


Todas las mañanas, cojo el tren para recorrer el trayecto (unos 20 kilómetros) que va desde el pequeño pueblo de North Queensferry hasta Edimburgo. Comparto mi viaje con muchas personas que se desplazan cada día para trabajar en la ciudad, los llamados commuters, afectados por otra de las enfermedades de nuestro tiempo: ese dormir en un sitio y trabajar en otro que está más o menos lejos.
A mí me encanta viajar a diario en tren. Esos veinte minutos me sirven de transición agradable, de preparación para la jornada de trabajo. Normalmente los paso leyendo –el ritmo de la lectura acompasado por el traqueteo del tren-, aunque a menudo se me van los ojos hacia el resto de los pasajeros, a los que, con el paso del tiempo, voy conociendo aunque nunca crucemos una palabra. Ver a los mismos extraños todos los días en un espacio tan reducido, donde los puedes observar con relativa impunidad, es un acicate para la imaginación. Poco a poco aprendes muchas cosas sobre ellos, lo que te lleva a imaginar otras muchas. Día a día, aprendes qué noticias son las que les llaman la atención en el periódico, qué tipo de libros les gustan, de qué hablan por sus móviles, cómo les cambia la expresión cuando hace sol o es viernes. De lo que no se puede aprender mucho es de sus gustos en cuanto a vestuario, pues la mayoría de los hombres van de traje y corbata y muchas de las mujeres también van uniformadas de alguna forma, con ropa que acentúa cierta autoridad neutra, despersonalizada. Todas esas mujeres y hombres pegados a sus móviles, a sus ordenadores portátiles y a sus informes me parecen criaturas fascinantes, porque me resulta casi imposible imaginarme qué es lo que hacen en sus oficinas de 9 a 5, y sus costumbres son para mí más misteriosas que las de cualquier tribu aborigen del Amazonas. Lo que sí sé de los commuters es que siempre están cansados. A la primera de cambio se quedan dormidos y es desconcertante verlos cabecear sin ningún pudor. Me pregunto si no dormirán tanto para soñar otras vidas, quizás vidas sin trajes, ni jefes, ni móviles, ni trenes.

Con el tiempo he aprendido que hay básicamente dos tipos de commuters, que sólo se distinguen en el viaje de vuelta. Al primero pertenecen los que no cambian, los que son exactamente iguales cuando van que cuando vuelven. El segundo lo componen los que, de vuelta a sus casas, se aflojan la corbata, leen una novela en vez del informe de por la mañana, llaman a un ser querido en vez de a un compañero del trabajo, charlan animadamente con alguien en vez de estar en silencio o miran el paisaje por la ventanilla ¿Serán sus sueños también distintos?

Thursday 29 May 2008

Recuerda, cuerpo

En el tren de camino a Edimburgo, tras las vacaciones en Cádiz, me viene a la cabeza el poema de Kavafis. Miro por la ventana la niebla que flota sobre los prados, esta melancolía disonante de mes de octubre en pleno mayo y las palabras llegan solas, como una oración: recuerda, cuerpo. La memoria de los días pasados no se perderá fácilmente. El cerebro está hecho para recordar, lo que queremos y lo que no. Pero coincido con el poeta alejandrino en que el cuerpo, nuestra piel, también lo hace, aunque de manera más sutil. Son estas impresiones las que quiero conservar: el calor benéfico, exultante del sol y la caricia del viento poniente en la piel; el delicioso cansancio en los músculos y la resaca de los sentidos tras el baño en el Atlántico; la fricción de la arena en los pies; el olor y el color de las hortalizas y el pescado de la plaza; el frescor de las calles por las mañanas; el pellizco del cante en los centros; y los abrazos de niños y mayores y las risas en la noche, que aflojan nudos y esponjan el pecho. Me gustaría mantener esas sensaciones flotando sobre la piel como las cometas que volamos una tarde en la playa, conservar la sensualidad vigorizante, la confianza y la alegría que trae el habitar el propio cuerpo en la belleza del mundo y del momento. Porque no me fío del cerebro, que no es muy diestro a la hora de conservar el recuerdo de la felicidad. Mi esperanza reside en las huellas que dejan los pies mojados de la alegría sobre piel, músculos y huesos. Recuerda, cuerpo.

Friday 9 May 2008

Driftwood

Empecé mi colección hará unos tres años. Durante una visita de mi amigo Juan fuimos a la isla de Crammond, un islote diminuto al que se puede pasar caminando cuando la marea está baja. No hay nada en la isla, aparte de la vegetación salvaje, unas playas desatendidas y los ruinosos edificios de un asentamiento del ejército. Pero es uno de esos lugares que hacen volar la imaginación, uno de esos lugares que uno sueña con hacer suyos cuando es niño porque permiten ascender los juegos a la categoría de aventuras y poblarlos de fantasías en los momentos propicios de antes del sueño.
Fue en la playa de esta isla donde encontré un pedazo de madera carcomida, pulido por las mareas, que me llamó la atención por su forma, que encajaba perfectamente en el hueco de mi mano. De hecho, al cerrar la mano sobre este trozo de madera de aspecto más mineral que vegetal, me di cuenta de su poder de talismán y supe que ya no iba a soltarlo. Desde entonces vive encima de mi mesita, siempre al alcance de la mano, como una tabla de salvación por si de pronto naufrago en una noche oscura. Con el tiempo he ido encontrado otros pedazos de madera en las playas pero el pedacito de driftwood (que así se llaman en inglés, una de mis palabras preferidas en esta lengua) de Crammond sigue siendo mi preferido.
Uno piensa que los objetos del mundo natural (las piedras, las conchas, las hojas otoñales) son siempre inocentes, pero nada que tenga una historia propia realmente lo es, y por eso hay objetos tan sugerentes que no podemos evitar proyectar sobre ellos atributos de sabiduría o de seguridad. Muchas veces me he preguntado por qué en las playas, más que en ningún otro sitio, se ve gente que busca en la arena tesoros o botellas con mensaje. Quizás sea porque en la orilla del mar, como en todas las fronteras, abundan los significados y las metáforas, y una concha remite a algo vivo que permanece tras la muerte, y un trozo de madera nos habla del árbol que fue pero también del poder transformador del mar, que pule cristales, oxida latas, desgasta neumáticos y los deja a nuestros pies como un perro juguetón. El poder del trozo de madera en mi mano consiste en recordarme que el tiempo y la vida nos zarandean y nos pulen, nos dan forma y nos convierten, si oponemos sólo la resistencia justa, en esculturas magníficas.

Tuesday 29 April 2008

Urracas

En este edificio la gente casi nunca mira por las ventanas. Todos están demasiado pendientes de las de sus ordenadores o de los monitores y aparatos en los laboratorios. Aquí la luz es blanca, fluorescente, monótona. Afuera, en cambio, la luz es dorada y tímida, típica de la primavera cautelosa de estas tierras del norte. En el patio interior hay un abedul al que casi nunca nadie mira: está brotando. Y, entre sus ramas, sucede algo tan natural y fascinante, tan alejado de las pantallas, los monitores y los tubos de ensayo, que es como un milagro, porque nos hace mirar.
-Mirad –dice alguien- están construyendo un nido.
Y cuatro pares de ojos que no suelen mirar por la ventana de su oficina se fijan en la pareja de urracas que colocan un par de ramitas en su nuevo nido. Los nidos están ahí, y los ves o no, pero, ¿cuántas veces tenemos oportunidad de observar la destreza de un pico?
-¡Qué hábiles! ¿Habéis visto cómo le ha dado la vuelta a la rama, cómo la ha metido en el entramado?
Fascinados, esperamos a que las aves vuelvan con nuevas ramas para seguir comentando su destreza. Las cosas de este edificio dejan de importarnos, aunque sea sólo por un rato. Nos dejamos llevar por la maravilla del mundo natural que también puebla las ciudades, como bien sabía el genial Marcovaldo de Italo Calvino. Decía Flaubert que basta con mirar una cosa fijamente para que se vuelva interesante. El problema es que la atención no es precisamente un valor en alza. Estamos demasiado acostumbrados a lamer la superficie de las cosas, a devorar imágenes que fluyen a velocidad supersónica. Tenemos tanta prisa en llegar que ya no contemplamos el paisaje ¿Quién conserva en su interior ese “templo” –de ahí la etimología de contemplar- en el que sentarse a mirar las cosas tranquilamente? ¿Cuándo fue la última vez que miramos atentamente a un árbol? ¿Cuándo tratamos de entender con los ojos una puesta de sol o el sueño de un gato?
Sólo a base de atención podemos hacer que las cosas de este mundo existan y nos hablen. Necesitamos recuperar esa mirada que se fija porque así haremos que las cosas (el árbol, el río, las urracas) se vuelvan interesantes y nos importe que se salven.

Wednesday 2 April 2008

Los libros y el trueque


En esta sociedad capitalista en la que todo tiene un precio y todo se compra o se vende, cualquier experiencia de trueque es refrescante porque supone una revalorización (al menos sentimental) del objeto de intercambio y un corte de mangas a esa ética del capitalismo por la que todo vale lo que cuesta. Si el objeto del trueque es, encima, algo tan valioso e invaluable como un libro, la fiesta está asegurada. Eso es lo que pasó ayer, durante unas horas, en Adam House, uno de los hermosos edificios de la Universidad de Edimburgo. Las reglas del juego eran tan sencillas como estimulantes: cada participante traía un libro, introducía en él un marcapáginas en el que había escrito un comentario, lo dejaba en una mesa y se llevaba otro (el que más le apeteciera) a cambio. La atmósfera, amenizada y templada por un par de violinistas y un puesto de café, animaba a ojear sin prisas los libros apilados en las mesas, a leer el comentario (las palabras manuscritas entre las palabras impresas) que acompañaba a cada libro, a veces encareciendo su lectura (“este libro hizo que un viaje a Londres fuese el más corto e intenso que jamás he hecho”) o desafiándonos a hacerlo (“no lo pude acabar, y mira que lo intenté, con todo lo que decían las criticas, pero a lo mejor a ti sí que te gusta”) Los mensajes anónimos y sinceros que adornaban cada libro hacían un extraño papel de intermediarios. Siempre me han gustado los libros de segunda mano, los libros que tienen un pasado, que han sido leídos por otros ojos y, como ayer se hizo muy evidente, que han sido disfrutados o detestados por otra gente. Cada libro es un mundo y cada libro tiene su lector ideal, pero tiene que salir ahí afuera, al mundo, y encontrar a sus posibles destinatarios. Tarea nada fácil, teniendo en cuenta que son ellos los que lo eligen a él y no viceversa. Los libros no tienen manos que tender, así que tienden sus títulos, el diseño de su portada, el nombre de su autor o, como hoy, la breve reseña de un lector, cosas pequeñas comparadas con lo que pueden llegar a contener entre sus tapas .
Al final, después de mucho pensármelo, decidí llevarme una colección de cuentos de Alice Munro. Me lo metí debajo del brazo y salí a la calle, a la lluvia y al vendaval, y al tedio del trabajo, y me acordé de lo que decía Kafka: “un libro es un hacha que nos sirve para romper el mar helado a nuestro alrededor”. Y eso no se paga con dinero.

Thursday 27 March 2008

Narcisos


Los primeros narcisos han florecido en el jardín. Su estallido de color (ese amarillo vibrante que tanto le gustaba a Van Gogh) anuncia la llegada de la primavera, el renacer de la energía vital tras el largo invierno. Esta flor es casi un emblema nacional. Se ve en jardines y en parques, en floristerías y hasta en la cuneta de algunas carreteras. Debe ser por su amarillo, que inyecta optimismo en las miradas hastiadas de tanto gris (gris en los edificios de piedra, gris el mar y el cielo también gris). Además de en su color, parte del encanto de los narcisos reside en que son flores gregarias. Siempre las encontramos en grupos, cabeceando en la brisa como pensionistas sentados al sol, y su belleza no es nunca la belleza de una sola. Por eso es una lástima que una flor tan humilde haya recibido su nombre de uno de los personajes mas engreídos de la mitología. Ovidio nos cuenta en sus Metamorfosis la historia del vanidoso Narciso, que se enamoró de su propio reflejo en el agua limpia de una fuente y enloqueció al no poder poseer el objeto de su pasión. Pero antes de eso, el hermoso efebo le había roto el corazón a la ninfa Eco, a la que Juno había castigado por flirtear con el pendenciero Júpiter limitando su habla a la repetición de las últimas silabas pronunciadas. Tras lidiar con serios problemas de comunicación, Narciso y Eco por fin se encuentran, y la escena siguiente, en la que un desilusionado Narciso intenta librarse de la ninfa, es una de las más terriblemente tristes en la historia de los amores no correspondidos.
-No creerás que yo te amo –dice Narciso.
Y Eco repite, acongojada:
-Yo te amo.
-Permitan los dioses soberanos –grita el pedante efebo- que antes la muerte me deshaga que tú goces de mí.
Y Eco:
-Que tú goces de mí –dice, formulando sin querer un deseo que ya sabe que no se ha de cumplir.
El castigo de Narciso no se hace esperar. Mientras bebe en la fuente Cupido le atraviesa con una de sus temidas flechas y el efebo termina por darse cuenta de lo que ya sabía: nunca encontrará belleza más arrebatadora que la suya, ni otro ser más digno de su indigno amor que él mismo. La metamorfosis tiene lugar y Narciso se transforma en una bella flor de cuello quebrado, condenado a mirar su propio reflejo en el agua.
Más fieles a la verdadera naturaleza de los narcisos fueron las palabras que Wordsworth les dedicó en una de las poesías más famosas en lengua inglesa. El poema describe al poeta paseando en soledad, fascinado al descubrir una interminable línea de narcisos que bordea el agua, meneando la cabeza en una danza alegre. Como el poeta, cualquiera que haya visto los primeros narcisos puede cerrar los ojos y conjurar en su memoria la alegría de esas flores que hacen bailar al corazón.

Monday 17 March 2008

Y en la mía a calderadas

Los padres de Doug Block estuvieron casados durante 54 años, hasta que la muerte repentina de su madre los separó. Nadie en la familia dudaba que el suyo hubiera sido un matrimonio feliz, de esos que convierten a dos en una unidad inmutable, mamáypapá, un modelo de navegación vital. Por eso, cuando a los tres meses de la muerte de su madre su padre le llamó para comunicarle que se iba a vivir con su antigua secretaria, el perfecto mecanismo que había dado cuerda a la vida de su familia de pronto se quedó atascado ¿Era posible que su padre pudiera estar enamorado de otra mujer, así, sin apenas duelo, sin guardar luto a su esposa de tantos años? Doug Block, que es un documentalista, se fue a ver a su padre cámara en mano. El resultado es 51 Birch Street, una película divertida y triste, sobre las personas más cercanas, queridas y desconocidas: nuestros padres. La relación de Doug con su padre es arquetípica: se quieren mucho, se respetan, pero les aterra la idea de quedarse solos en una habitación. Su padre es un hombre que estuvo en la Segunda Guerra Mundial, que centró su ambición en el trabajo, en proveer a su familia de todo lo que pudieran necesitar, un hombre concentrado, silencioso, que jamás hablaba de sus sentimientos ni se quejaba, aparte de cansancio tras la jornada laboral. Un padre generoso, pero ausente. La madre, claro, era harina de otro costal. Doug y su madre estaban muy unidos y, como dicen por aquí, podían hablar de cualquier cosa bajo el sol.
Así que Doug se va a ver a su padre, con el pretexto de ayudarle a empaquetar las cosas de la casa familiar, que su padre ha decidido vender, y lo siguiente que descubre son los diarios de su madre, pilas y pilas de cuadernos en los que su madre analizó su vida durante más de 35 años ¿Puede alguien imaginarse algo más terrorífico que descubrir los diarios de su madre? ¿Tiene alguien el valor de enfrentarse a semejante lectura? Al descubrir los diarios, Doug se dio cuenta de dos cosas: primero, de que iba a tener que leerlos y, segundo, que iba a hacer una película sobre la relación de sus padres. La lectura de los diarios confirmó cosas que ya sabía: que su madre era una persona muy inteligente, con un humor incisivo y una capacidad de auto-análisis apabullante, pero también reveló un lado oscuro: su madre se sentía prisionera en un papel (el de esposa, ama de casa y madre) que le asfixiaba y le condenaba a la frustración más amarga. Su única válvula de escape era la redacción de sus diarios, en los que hablaba de sí misma hasta la extenuación y en los que fantaseaba con aventuras eróticas o con llegar algún día a escribir una novela. Nada de lo que Doug leyó en los diarios de su madre le hizo quererla menos, aunque algunos fragmentos le perturbaron hasta el punto de llegar a cuestionarse si debería haberlos leído. Él no había sido consciente de que la infelicidad de su madre y el fracaso del matrimonio de sus padres hubieran sido tan rotundos, aunque, al repasar conversaciones con su madre y anécdotas del pasado se dio cuenta de que la verdad siempre había estado ahí, delante de sus narices; simplemente se había negado a aceptarla. Ahora que conoce a su madre mejor, no como madre sino como mujer, como individuo con su carga de sueños, de mezquindades y de frustraciones, quizás sea capaz de darle otro sentido a la vida de ella, porque, como dice la mejor amiga de su madre, vivimos para que alguien llegue a conocernos, a conocernos de verdad, y en las familias hay, tristemente quizás, mucho desconocimiento y muchas soledades.
La película resulta fascinante porque, aunque se trata de la historia de una familia concreta, el tema es universal y sangrante. Que tire la primera piedra el que no tenga asuntos sin resolver con sus hijos o sus padres. Como dice mi madre: en todas las casas se cuecen habas, y en la mía a calderadas. Al final de la catarsis que esta película supuso para su autor, éste llegó a entender mejor a sus padres, a los que tuvo que aceptar como personas más complejas y tristes de lo que le hubiera gustado.

Monday 10 March 2008

Cavando

Ya he empezado a preparar el huerto y es un alivio volver a sumarse al ciclo de la tierra después de este invierno del descontento. No hay nada como abandonarse al placer sencillo de hundir la pala en la tierra y dar vuelta a los terrones compactos y oscuros que se desgajan para desvelar una multitud de lombrices e insectos, una maraña de raíces viejas. Solemos levantar la vista al cielo cuando queremos apreciar la infinidad del universo, pero el infinito está también debajo de los pies, en la riqueza del suelo: por lo visto, un solo gramo de tierra contiene de entre uno a diez millones de microorganismos.
Cavo empujando la pala con el pie, y sin darme cuenta ya estoy siguiendo un ritmo antiguo, que debí aprender de mi abuelo. En un famoso poema, Seamus Heaney evoca a su padre y a su abuelo, cavando en el huerto. “Cavando” es un canto al esfuerzo y a la destreza física de esos hombres de la tierra que sacaban las patatas que los niños recogían (“encantados con su fresca dureza en nuestras manos”) o cortaban la turba perpetuamente inclinados sobre el suelo. Un canto (tal vez de cisne) a esa tradición de ganarse la vida esforzadamente con las manos, hábilmente y con dignidad.
Pero, para mí, la belleza del poema de Heaney no esta sólo en la admiración con que retrata a sus familiares sino también en lo que dice de sí mismo, en esa pasión con la que sustituye la pala –“yo no tengo una pala con la que seguir a hombres como ellos”- por la pluma, desarrollando una habilidad con la que poder, entre otras cosas, evocar, enaltecer y dar sentido al cavar de su padre y de su abuelo. Para Heaney, escribir es una forma de seguir con ese legado familiar, de mantenerse pegado a la tierra, cavando, esforzándose en desenterrar no patatas sino palabras sencillas y hermosas, suaves y sólidas como un tubérculo.

Wednesday 5 March 2008

Equilibristas


En una de las imágenes más cautivadoras de “La tormenta de hielo”, la magnífica película de Ang Lee, un adolescente atribulado, interpretado por Elijah Wood, salta sobre el trampolín helado de una piscina vacía intentando no perder el equilibrio. Una y otra vez repite el salto, manteniéndose a duras penas sobre la resbaladiza tabla, embriagado por su propio terror y su propia audacia, por su precaria habilidad para mantenerse vivo. Para mí, esta imagen es una poética metáfora de la necesidad de arriesgarse, de desafiar a la vida en esa época turbulenta de la adolescencia en la que debemos romper la crisálida de la infancia y combatir, entre otras cosas, el miedo heredado, para empezar a ser eso que queremos o no podemos evitar ser. Durante la infancia, nuestros padres nos protegen de nosotros mismos a base de negarnos hacer cualquier cosa que nos pueda poner en peligro. Mi prima Bea me contó que le oyó decir a Alejandro Jodorowsky lo típico que es ver en los parques a una madre o un padre advertir a su hijo que juega en los columpios con alguna frase así: “No te subas ahí hijo, que te vas a caer. Para, que te la vas a dar”. E infaliblemente, el niño acaba por caerse. Mucho mejor sería, según Jodorowsky, decir: “Hijo, mantén el equilibrio”. Es más fácil caer, fracasar, darnos el golpe, si alguien está convencido, e intenta convencernos, de que ese es nuestro destino. Está claro que, tarde o temprano, caeremos de una manera u otra, y entonces no nos acordaremos de cuánto tiempo estuvimos arriba, y nuestro éxito quedará tal vez palidecido por el fracaso. Pero la historia de nuestra vida, lo que mejor nos define, no son nuestros éxitos ni nuestros fracasos –que suelen ser más o menos fortuitos-, sino cómo tratamos de apañárnoslas –a base de resistencia e imaginación- para mantener el equilibrio.
Y lo mismo pasa con el arte, con la escritura. El maestro ciego de “Nieve”, la novela de Maxence Fermine, le aconseja a Yuko, que quiere ser poeta, que aprenda el arte de los funámbulos. “Porque escribir es ir tanteando el camino palabra a palabra por un hilo de belleza. Y lo más difícil no es mantener el pie en la cuerda del lenguaje, usando un bolígrafo para equilibrarse, no, lo más difícil es mantenerse en la cuerda floja que es el propio escribir, vivir cada momento sin perder de vista ese sueño, y nunca bajar, ni siquiera por un momento, de la cuerda de la imaginación”.
Lo que hay que hacer es vivir, escribir, soñar como caminan los funámbulos en las alturas: como si no supiéramos lo que es el miedo.

Thursday 28 February 2008

Paseo


Cuando no sé qué hacer con los sentimientos intoxicantes, camino. La angustia, la tristeza, la soledad, la rabia, las combato caminando. La intensidad de lo que siento se podría medir en pasos, en millas, en kilómetros andados. Estos días de duelo los encaro a pie, porque no hay mejor forma de aprender a convivir con un fantasma que llevártelo de paseo. Mi abuelo y yo solíamos pasear juntos a menudo, por los caminos polvorientos de Riosequino o por el muelle y la playa de Gijón. El nunca vino a visitarme a Escocia y, ahora que es demasiado tarde, le siento acompañarme por el estrecho sendero que bordea la costa. Es jueves y hace frío. El camino está desierto. Tras subir el repecho que asciende bajo las vías, me detengo a contemplar los dos puentes entre los que vivo. Es esa hora del día en la que el tiempo queda suspendido y el cielo poco a poco se oscurece. Esa hora melancólica en la que la gente enciende las luces o pone la tele o suspira al cerrar las cortinas. Yo no. Hoy camino y dejo que la tristeza y los recuerdos se envuelvan en el misterio y la belleza de este rincón del mundo. Una garza sobrevuela el acantilado. Las luces de la plataforma donde atracan los petroleros se encienden y un barco se aleja lentamente. Una bolsa de plástico aletea desesperada entre las ramas de un árbol. Un mirlo se baña en un charco y, al verme, decide no asustarse. Un poco más adelante, un zorro cruza el camino y él sí, se asusta y se esconde. En mi cabeza hablo con mi abuelo de estas cosas, pero cuando llego a la playa me quedo en silencio. Las luces de las casas en la bahía, las luces de Edimburgo al otro lado de la ría, ni me confortan ni me duelen. Esta es mi soledad elegida. Mi consuelo es la belleza del mundo, la magia de lo que me sale al paso cuando camino, el mar y esa voz que no volveré a oír que me dicen sigue, vive.

Monday 18 February 2008

Felicidad

Para mi abuelo, In Memoriam
La foto la encontré olvidada bocabajo en un cajón que nadie ha abierto desde hace mucho tiempo. El papel fotográfico está pegado a una tablilla de ocumen, supongo que para evitar que se arrugue, y su reverso está profanado por unos garabatos infantiles, de esos que hacemos cuando los bolígrafos han dejado de escribir. La foto probablemente no haya estado nunca en un marco, colocada encima de una cómoda o en un aparador, porque la tristeza que afila la mirada de los retratados es demasiado explícita, demasiado desafiante, para exponerla ante los ojos de las visitas, que buscan en las fotografías la certificación de una cierta felicidad, aunque sea fingida o soñada. No resulta fácil mantener la mirada de esos niños y ese hombre que apenas se molestan en disimular su dolor, como si el posar así –con el semblante devastado y los zapatos sucios- hubiese sido una obligación penosa, un trámite impuesto por algún burócrata desaprensivo. Uno imagina la incomodidad, la casi vergüenza del fotógrafo cuando, hace más de setenta años, les robó el alma rota e inmortalizó sus rostros dolientes, tan dolientes que golpean como una acusación. La misma vergüenza culpable que siento yo al rescatar la foto del olvido y que me lleva a reconstruir la historia de su dolor sin preguntar a nadie, con los retazos de lo que he oído a lo largo de los años y con las confesiones espontáneas de una de las retratadas durante estos días inciertos de hospitales y de intimidad melancólica. La foto es una foto de familia. Reconozco sin dificultad a las cuatro niñas, a las que conocí cuando ya entraban en su tercera edad. Estudiando sus rostros desconsolados aprecio la cualidad individual de su dolor, que va desde el abatimiento desolado de Carmen, vestida de luto, hasta la mueca enfurruñada, trágicamente infantil de Leonides, pasando por el gesto contenido pero extrañamente desafiante de Araceli, en medio de aquellas dos. Aunque a ellos nunca los conocí, sé que el hombre sentado es Julián, su padre, y el niño situado a su derecha, con un gesto de desconfianza en el rostro y el tronco inclinado hacia el margen de la foto, como si estuviese preparado para salir corriendo, es su hermano Pepe, el hermano montaraz y adorado que moriría apenas siete años después, con sólo veinte, en cualquiera de los dos bandos -nadie de los que le han sobrevivido recuerda en cuál- durante la guerra Civil. Sé también que esta foto es una foto con fantasma; su presencia es casi palpable en el hueco que los dos hijos mayores han dejado entre ellos, detrás de su padre. Ahí, parecen querer decir, es donde debería haberse colocado su madre, fallecida tan solo un año atrás, tras parir a su noveno hijo que, al igual que otros tres antes, tampoco llegó a sobrevivir. La muerte del ser más querido, esa pérdida que les abocó a una soledad inconsolable, es la verdadera protagonista de esta foto triste. Por mucho que haya intentado figurarme la dureza de la infancia de esa niña que creció para convertirse en mi abuela, no ha sido hasta ver esta foto en la que hace pucheros entre las piernas de su padre que su desgracia se me ha caído encima con toda su carga de desolación. Y, sin embargo, mirando su rostro, sus manos y sus pies diminutos, en la luz de la maravillosa experiencia que ha sido crecer a su lado (y al lado de su marido, mi abuelo Luciano), veo también a la niña imaginativa que prefería la compañía silenciosa de los perros a la tristeza de los hombres, veo a la niña alegre y vital que cantaba encima de la mesa de la cocina y que bailaba en las romerías hasta desgastar las alpargatas. Me sorprende sólo a medias reconocer nítidamente en esa personita frágil a mi abuela Felicidad, a la que en estos días difíciles he visto caminar por los pasillos de la UCI con las mismas piernas arqueadas, con la fragilidad y la fortaleza de los juncos, y siento dolor pero sobre todo orgullo, porque Feli nunca ha dejado de ser niña, de mirar hacia delante, de bailar la vida y de encarnar con valor lo que Vassili Grossman llamó “la furiosa felicidad de vivir”. Y me siento muy afortunado porque esa lección que mis abuelos nunca pretendieron enseñarme y sin embargo aprendí, esa vitalidad feroz, ilumina ahora mis noches oscuras y alimenta mi propia carne.

Sunday 6 January 2008

Breve diccionario de unas navidades raras (II)

Familia: Con la Iglesia nos topamos el día 30 de diciembre: la jerarquía de la Iglesia católica organiza un acto en defensa de la “familia cristiana”. Escuchar las tonterías y desvaríos de los cardenales y del mismísimo Papa hace que me hierva la sangre. Estos mamelucos que hacen voto de castidad y no tienen ni idea de lo que es una familia propia se sienten autorizados, otra vez más, para proclamar e imponer sus antediluvianas ideas como única verdad. Esta gentuza cree que la familia la han inventado ellos, a base de barro, costillas, milagritos y anunciaciones. Pero lo cierto es que la familia es un invento de la biología. Los católicos, en su línea catastrofista e irrespetuosa, proclaman que la democracia y “el hombre” (y yo creo que se refieren al modelo patriarcal del Antiguo testamento, más que al malhadado ser humano) están en peligro debido a las nuevas leyes que, entre otras cosas, facilitan la tramitación del divorcio o autorizan el matrimonio entre personas del mismo sexo. Según ellos, la familia cristiana (ya se sabe, padre y madre casados ante Dios, hasta que la muerte los separe –como es el caso de tantas mujeres maltratadas que mueren a manos de sus maridos-, y sus hijos). Las familias judías, musulmanas, budistas, hindúes, agnósticas o ateas están condenadas al fracaso, por supuesto. Y ni que decir del terrible trauma que es ser hijo de padres divorciados, homosexuales o solteros. Los católicos vuelven a mear fuera del tiesto. No sólo se atribuyen el ser poseedores del único modelo de familia viable sino que, además, son intolerantes hacia otros modelos a los que insultan con sus beligerantes mentiras. Porque es mentira que nuestra Constitución ha de defender a ultranza la familia cristiana, ya que nuestra Constitución es aconfesional y laica. Y es mentira también que la familia es la pieza básica de la sociedad. La pieza básica de nuestra sociedad es el individuo y es al individuo a quien las leyes y la sociedad han de proteger en primer lugar. Porque hay familias estupendas (cristianas, ateas, hindúes, monoparentales, musulmanas y alienígenas). Pero hay también familias que anulan, torturan y matan.

Libros: Como todas las navidades, recupero el placer de leer sin reloj delante de la chimenea. Leyendo viajo a un Paris melancólico, de amores tristes y amistades traicionadas; a una Galicia mágica, de fragas y criadas locuaces, de niebla y pasiones otoñales; a un Mediterráneo de emigrantes de ojos oscuros y tristes, de sueños rotos, injusticias y pobreza y a una Alejandría de personajes míticos, amores prohibidos, soledad y poesía.

Nostalgia: Las navidades me emborrachan de nostalgia. La nostalgia es la niebla del tiempo: un sentimiento que difumina el presente para resaltar el esqueleto de los árboles del pasado. Por estas fechas, la nostalgia hace presa fácil de nosotros porque creemos (o sentimos) que las mejores navidades de nuestras vidas están ya en el pasado. Llegamos a finales de diciembre y los fantasmas de las navidades pasadas (bien lo sabía Dickens) nos echan encima la nostalgia, al igual que con cada nuevo anuncio de “El Almendro” se nos llena la boca del empalago de todos los anteriores. Este año siento la nostalgia desde el inicio del viaje, desde el momento en que cierro la puerta de mi casa en Escocia. Anochece y la escarcha cubre el jardín como si fuese sal. En las casas vecinas, las luces de navidad proclaman con un entusiasmo cansino la llegada de las fiestas. Y mientras el tren atraviesa el puente que cruza la ría, invisible bajo la niebla, siento la primera punzada de nostalgia. Por lo que fue y se fue. Pero, también, por lo que todavía no ha venido, por las posibilidades que perderé y por las que sabré agarrar, porque la nostalgia con su niebla confunde lo que ha pasado con lo que está por pasar.
La nostalgia deja una resaca de tristeza dulce. Cuando la niebla se disipe sé que tendré muchas ganas de vivir en el crudo, improvisado presente.

Nochevieja: Sin fiesta pero con champán. Con uvas pero sin buenos propósitos. Sin supersticiones pero cumpliendo con el rito de quemar los calendarios del año que se fue. Entre mi primo Alejandro y yo le prendemos fuego al 2007 ¡Muerte al 2007!, gritamos. ¡Larga vida al bisiesto 2008! Que ardan los días y los meses y que el fuego, que todo lo purifica, se lleve lo que ya no nos hace falta, o lo que nos duele. Y luego, Alex y yo nos quedamos embobados mirando las estrellas. Se me había olvidado que el cielo de Riosequino está más poblado de estrellas que ninguno que conozco. Mientras admiramos las constelaciones y tratamos en vano de recordar sus nombres, pasa una estrella fugaz. Y estamos tan eufóricos que hasta se nos olvida pedir un deseo.

Volver: Y llega el momento del retorno. Me paso la vida volviendo. Volver a España para volver a Escocia para volver a España para volver Escocia. Volver es el verbo de los emigrantes, de los que tienen el corazón partido entre dos tierras. Donde quiera que esté no voy, vuelvo, porque en los dos sitios se queda siempre un trozo de mí. Y, así, el inicio del viaje de vuelta está teñido de la tristeza de las despedidas pero, también, animado por las expectativas de seguir con mi vida tras las vacaciones navideñas. Se acaban las vacaciones y empieza la aventura de lo que traigan los días.