Monday 30 June 2008

Zumbido

El fin del mundo se acerca o al menos el fin de la humanidad y de muchas otras cosas. Vivimos todos los días con esta certidumbre apocalíptica, aunque no nos quite el sueño ni nos haga cambiar nuestro estilo de vida o luchar por una revolución política que detenga la dinámica aniquiladora del capitalismo. Quizás nos cueste creer del todo en este Apocalipsis porque lo imaginamos a la manera de las películas catastrofistas de Hollywood. Las inundaciones, sequías, tornados, plagas, que nos dicen que están en el horizonte nos quedan un poco lejos a los que vivimos en la placidez atontada de nuestras ciudades del norte afortunado. El cambio climático es una pequeña molestia cuando nos estropea los planes de hacer una barbacoa o cuando vemos una foto de un oso polar en equilibrio precario sobre un trozo de hielo a punto de naufragar, pero, por ahora, esa inconveniencia no va más allá. Sin embargo, puede que uno de los jinetes de ese Apocalipsis (que nos parece tan inverosímil como el argumento de tantos éxitos de taquilla) avance calladamente, a la manera de la Primavera Silenciosa que Rachel Carson denunció hace ya casi medio siglo. La población de abejas melíferas de Estados Unidos se ha reducido en un cincuenta por ciento en los últimos 50 años. Por razones aún no del todo claras, las abejas abandonan las colmenas para ir en busca de polen y néctar y ya no regresan. Hay quien culpa al uso intensivo de pesticidas en la agricultura y quien culpa a las ondas eléctricas de nuestros sofisticados sistemas de comunicación, que podrían estar afectando la capacidad de orientación espacial de los insectos. Sea como sea, la realidad es que el sutil vínculo entre las abejas y nuestro porvenir se está haciendo cada vez más evidente y precario. El 80% de la producción agrícola depende de la polinización. Las cosechas dan fruto porque los insectos van de flor en flor, como un cura echando bendiciones. Pues bien, un tercio de esas bendiciones, las echan las abejas y su desaparición podría venir acompañada de un descenso trágico en las cosechas. Así que a lo mejor no nos vamos de este planeta al que hemos exprimido sin piedad con toda la pompa hollywoodiense sino en silencio y con mucha hambre. En ausencia de un pequeño zumbido al que no supimos dar valor.

Thursday 26 June 2008

Historia con paraguas y libro

Empezó a llover en cuanto puse un pie en la calle: esas cosas que pasan cuando uno está teniendo un mal día. Enfilé la calle a buen paso (tenía prisa), maldiciendo la lluvia y los nubarrones laborales y mentales que (estaba claro) habían terminado por desencadenar la tromba de agua. Y entonces, al mirar para cruzar la calle, la ví. Una mujer diminuta caminaba a pasos muy cortos, cobijada bajo un paraguas gigantesco. Y lo alucinante: la mujer, como una equilibrista, a pesar de la lluvia y del aparatoso paraguas y de su propio moviento, llevaba un libro en la mano y leía. En ningún momento (ni siquiera al cruzar la calle, para mi propio sobresalto) levantó la mirada de esas páginas que eran tan importantes como para jugarse la vida. Y fue verla y deslizarme en mi piel de escritor, que es algo así como un traje de superhéroe con el que me pongo a volar de alegría cuando la vida me pone en las manos palabras así: era una mujer diminuta a la que, en los días de lluvia, le gustaba leer mientras caminaba cobijada bajo un gigantesco paraguas negro.
Pasó la lluvia y salió el sol. Y me cambié la piel, pero sólo por un rato porque después del trabajo me encontré (no sé cómo) en una de esas polvorientas librerías de segunda mano. No buscaba nada en concreto, así que ojeé títulos conocidos y desconocidos, acaricié lomos más o menos desgastados y metí las narices entre sus páginas (me encanta el olor de los libros viejos, ese olor picante, entre pimienta y tabaco). El libro que al final me compré me llamó la atención por sus tapas amarillas y por el nombre de su autor, William Saroyan, a quien nunca he leído y desde hace tiempo he querido leer. Leí la primera frase, el primer párrafo, y me hizo reír (el librero levantó la vista y me miró ofendido por encima de sus gafas). Seguí leyendo. Me estaba ganando el estilo desenfado y, sobre todo, la advertencia de la línea siguiente a las que me hicieron reír ("estoy escribiendo una historia seria, quizás una de las más serias que vaya a escribir jamás"). Pagué mi libro con la precipitación de quien paga a una puta en un momento de calentón y salí a la calle. Las siguientes líneas del cuento me dejaron boquiabierto. Contienen todo lo que alguien que quiere escribir necesita saber, son una pequeña deliciosa biblia sobre la precisión y el compromiso. Lo leí de un tirón sin levantar la vista (y sin dejar de caminar, jugándome la vida) pensando en que nada más llegar a casa tenía que escribir sobre la mujer del paraguas. Porque estas cosas pasan. Y hay que contarlas.

Sunday 15 June 2008

El orden alfabético

Hay escritores que nos deslumbran con la belleza de sus frases o que nos emocionan con sus historias hasta tal punto que las vivimos en nuestras propias carnes, y luego están los que tienen una visión tan peculiar del mundo y son tan hábiles al plasmarla por escrito que nos hacen ver las cosas de una forma nueva y después de leerlos nada vuelve a ser lo mismo. A esta última categoría pertenece Juan José Millás. Durante años he seguido sus columnas en el País. Siempre me ha parecido inigualable su manera de destripar esa cosa que llamamos realidad (y qué es real o no lo es, cuando la realidad que conocemos se construye en esa fábrica de monstruos y espejismos que es el cerebro humano) en unas pocas líneas, dejándonos deslumbrados y haciéndonos a la vez, extrañamente, un poco más sabios. He evitado, en cambio, al Millás novelista (un poco por lo que me han dicho los que han leído sus novelas y otro poco porque “La soledad era esto” me dejó bastante frío. Pero, como siempre he creído que los libros saben encontrar a sus lectores mejor que éstos a aquéllos, no dudé en lanzarme a la lectura de “El orden alfabético” cuando lo pusieron en mis manos.
La novela de Millás juega con esta dicotomía entre realidad e irrealidad. En la primera parte, el protagonista se desliza durante una enfermedad de su infancia a una realidad paralela (el reverso del calcetín), en la que las cosas parecen más ciertas y comprensibles, quizás porque viven más pegadas a las palabras que las significan. El problema empieza cuando las palabras empiezan a desaparecer –geniales esas escenas en las que los libros alzan el vuelo y se desvanecen en el aire-, sumiendo a la gente en un estado pre-civilizado. Con mucho humor y una inventiva que deja al lector boquiabierto, el autor desafía lo que él llama la “lógica de la costumbre” e ironiza sobre el poder de las palabras para poner en orden la incomprensibilidad de la vida. El orden alfabético ayuda a nombrar el mundo y a mantener a raya la realidad pero también tiene un lado inquietante. Podemos aceptar frases hechas inocentemente y, antes de que nos demos cuenta, tendremos una mujer y un hijo imaginarios. Las palabras pueden desescribir la realidad con la misma facilidad con la que la crean. Pasen y lean. Nunca volverán a mirar una enciclopedia o un curso de inglés por fascículos de la misma manera.

Tuesday 10 June 2008

Commuting


Todas las mañanas, cojo el tren para recorrer el trayecto (unos 20 kilómetros) que va desde el pequeño pueblo de North Queensferry hasta Edimburgo. Comparto mi viaje con muchas personas que se desplazan cada día para trabajar en la ciudad, los llamados commuters, afectados por otra de las enfermedades de nuestro tiempo: ese dormir en un sitio y trabajar en otro que está más o menos lejos.
A mí me encanta viajar a diario en tren. Esos veinte minutos me sirven de transición agradable, de preparación para la jornada de trabajo. Normalmente los paso leyendo –el ritmo de la lectura acompasado por el traqueteo del tren-, aunque a menudo se me van los ojos hacia el resto de los pasajeros, a los que, con el paso del tiempo, voy conociendo aunque nunca crucemos una palabra. Ver a los mismos extraños todos los días en un espacio tan reducido, donde los puedes observar con relativa impunidad, es un acicate para la imaginación. Poco a poco aprendes muchas cosas sobre ellos, lo que te lleva a imaginar otras muchas. Día a día, aprendes qué noticias son las que les llaman la atención en el periódico, qué tipo de libros les gustan, de qué hablan por sus móviles, cómo les cambia la expresión cuando hace sol o es viernes. De lo que no se puede aprender mucho es de sus gustos en cuanto a vestuario, pues la mayoría de los hombres van de traje y corbata y muchas de las mujeres también van uniformadas de alguna forma, con ropa que acentúa cierta autoridad neutra, despersonalizada. Todas esas mujeres y hombres pegados a sus móviles, a sus ordenadores portátiles y a sus informes me parecen criaturas fascinantes, porque me resulta casi imposible imaginarme qué es lo que hacen en sus oficinas de 9 a 5, y sus costumbres son para mí más misteriosas que las de cualquier tribu aborigen del Amazonas. Lo que sí sé de los commuters es que siempre están cansados. A la primera de cambio se quedan dormidos y es desconcertante verlos cabecear sin ningún pudor. Me pregunto si no dormirán tanto para soñar otras vidas, quizás vidas sin trajes, ni jefes, ni móviles, ni trenes.

Con el tiempo he aprendido que hay básicamente dos tipos de commuters, que sólo se distinguen en el viaje de vuelta. Al primero pertenecen los que no cambian, los que son exactamente iguales cuando van que cuando vuelven. El segundo lo componen los que, de vuelta a sus casas, se aflojan la corbata, leen una novela en vez del informe de por la mañana, llaman a un ser querido en vez de a un compañero del trabajo, charlan animadamente con alguien en vez de estar en silencio o miran el paisaje por la ventanilla ¿Serán sus sueños también distintos?