Saturday 13 September 2008

Patatas

Esta semana he recogido mi primera cosecha de patatas en Escocia. Este no ha sido un buen año para el huerto. El sol ha sido escaso y las lluvias intensas, lo que ha contribuido a que la tierra ya de por sí demasiado arcillosa se compactara, saturada de agua, negando el oxígeno a las semillas. Fracasaron las chirivías y la remolacha, y también la espinaca (normalmente una apuesta segura), que creció hasta espigarse enloquecida por la lluvia, sin tener paciencia para dar hojas. El calabacín y el brócoli fueron misteriosamente devorados de la noche a la mañana y, ante sus tristes muñones, tuve que ajustar, con no poco esfuerzo, la rabia de la pérdida a la máxima de la horticultura (al menos esa variante menos agresiva y antropocéntrica que yo intento practicar) según la cual los frutos de la tierra no son de quien los cultiva sino de quien los necesita y se los come. Mi gran y único éxito (si exceptuamos al ruibarbo, que es una planta para mí alienígena y que heredé de los anteriores dueños) han sido las patatas. Nunca antes las había plantado. Las patatas, en el huerto soleado de Riosequino, eran cosa de mi abuelo, porque yo me decantaba por los más vistosos tomates y pimientos o por las deliciosas zanahorias. Este año he descubierto que las patatas no son las aburridas solanáceas que creía y me ha maravillado su misterio. Ya desde antes de plantarlas me sorprendió su germinación, en precario equilibrio vertical, sobre la meseta de la cocina. Poco a poco, sus tentáculos emergían en ausencia de tierra y agua, en un prodigio de autosuficiencia. Y, una vez enterradas, siguió el misterio porque, a pesar de ver crecer las plantas de un verde oscuro y exuberante, ignoraba lo que sucedía bajo tierra, esa magia de enterrar un tubérculo que echa raíces silenciosas en las que crecen silenciosos tubérculos. No es una planta aburrida, sino una que hace de su timidez una virtud. De hecho, una de las pocas atenciones que requiere es que se apile tierra contra su tallo, para evitar que haya tubérculos expuestos al aire, porque entonces se vuelven verdes y tóxicos, ricos en alcaloides. Las patatas necesitan que les cubras los pies con una manta porque necesitan hacer su labor en la callada oscuridad de la tierra. Son plantas humildes y generosas y por eso tan populares entre los campesinos, cuya dieta, en tiempos de pobreza, ha dependido de ellas. Las patatas están listas para la recogida cuando las plantas amarillean. La decadencia de su apariencia externa señala la madurez de sus corazones ¡Y qué emoción desenterrarlas y descubrir sus cuerpos blancuzcos como el vientre de un sapo! ¡Qué emocionante sentir su peso en las manos, su tacto suave como el de las piedras de un río! Es imposible no sentir gratitud y alegría al alzar con las manos un tesoro, las joyas de la tierra.

Monday 1 September 2008

Another Place


Llegamos a la playa de Crosby con la última luz del día. Después de atravesar el paisaje apocalíptico de las afueras de Liverpool, poblado de fábricas, viviendas y bares portuarios abandonados, entramos en ese sueño inexplicable, rico en metáforas, que es la instalación de Antony Gormley titulada "Another Place", una obra de arte que es una playa de 3 km de largo y 100 estatuas. La primera la vemos desde el camino que lleva a la arena. Es la figura oscura, afilada por la distancia, de un hombre que está de pie y desnudo. De espaldas a nosotros, parece contemplar el mar, y su postura sugiere tal ensimismamiento que es imposible no preguntarse qué pensamientos le estará robando el horizonte. Las 100 estatuas son en realidad la misma, porque fueron hechas por Gormley a partir de un molde de su propio cuerpo. Pero son a la vez distintas porque, al ser de hierro fundido, todas envejecen, aunque cada una a su manera. Las hay que tienen algas enredadas en los pies, sobre otras crecen vegetación o pequeños moluscos. El agua, el salitre y el viento dejan una marca singular en cada una de ellas. Todas las figuras son del mismo tamaño pero, como no están juntas, su tamaño mengua con la distancia en el espacio vacío y plano de la playa. Al verlas diseminadas, parece que se trata de una extraña reunión, como si algo las hubiera atraído hasta el borde del agua, pero están tan separadas unas de otras que no se hacen compañía: su repetición produce más bien un efecto de suma de soledades. O la suma de un mismo pensamiento o anhelo. Aunque el cuerpo sólido de estos personajes fantasmales está firmemente anclado a la playa, su misterio reside en su orientación hacia ese otro lugar del que parecen esperar una señal. Ese otro lugar que no sabemos si temen o desean, si es un lugar de pérdida o de esperanza. Lo que vemos tienen tal carga poética, está tan abierto a interpretaciones que nos quedamos en silencio.
Cada estatua está sola, pero en diálogo con el mar. El tiempo de esa relación la marcan las mareas, ese ritmo que es más real, más corpóreo que el de los relojes. Ahora la marea está baja y los cuerpos de las estatuas están fuera del agua, pero cuando la marea suba se irán sumergiendo y sólo podemos imaginar el dramatismo y la poderosa belleza de contemplarlas con el agua a la cintura, al cuello, hasta que terminen por desaparecer, impasibles, bajo el mar.
Mirando a las estatuas pienso en el espacio que ocupa mi propio cuerpo en la inmensidad del universo. Pienso en mi soledad, en mi vulnerabilidad y también en la muerte. Pero este no es lugar para lo tremebundo. Es un lugar para la melancolía más mágica. En un acto casi reflejo, le doy la mano a una estatua. Su contacto es cálido, extrañamente carnal. Miramos juntos al horizonte. Siento la brisa que viene del mar en la piel y el fulgor de un inexplicable consuelo. La estatua y yo nos acompañamos y envejecemos juntos un ratito. Entre el mar y el cielo, el día se muere, pero no la sensación de maravilla.