Monday 15 December 2008

Campanadas

No me mentes la crisis, dice la abuela, en esta casa siempre hemos comido langostinos en Nochevieja y este año no va a ser menos. Mientes, mamá, se dice mientes, dice mi madre. ¿Sabéis que los langostinos sienten dolor? ¡Sois unos asesinos!, grita mi hermana. Es todo culpa del pánfilo de Zapatero, explica el abuelo. Pero sin son congelados, Lucía, y yo no miento. Papá, parece mentira que con todo lo que pasaste durante la dictadura ahora nos salgas con estas. Julito, niño, come que se enfría. Tu padre en lo único que piensa es en su pensión, dice mi padre. Tengamos la fiesta en paz, Miguel. A mí tú no me digas lo que pienso o dejo de pensar. Pues que sepáis que me voy a hacer vegetariana y que me gustan las tías. Mira, yo creo que las cosas van a cambiar con Obama. Haces bien, hija, que a mí tu abuelo siempre me tuvo atada a la pata de la cama. Qué van a cambiar, Maite, manda el poder económico, no el político. Pero mamá, ¿cómo le dices esas cosas a la niña? Es que no le aguanto cuando se pone pedante, ¡y en mi casa! Hija, de verdad, siempre te parece mal todo lo que digo. Si estoy aquí es por su hija, Amancio, que de buena gana me hubiera quedado en mi casa. Abuelo, ¿quieres que te pele las uvas que van a dar ya las campanadas? El próximo año no vengáis y santas pascuas. ¡Los cuartos, los cuartos!

Todos se callan de golpe. Terminan los cuartos y empiezan las campanadas. Engullen las uvas, una a una, y yo me quedo con las mías, pegajosas y calientes, en la mano. El corazón me late más deprisa que el reloj de la Puerta del Sol. El abuelo se mete una uva en la boca y se la zampa echando de golpe la cabeza hacia atrás. La abuela cierra los ojos al tragar. Lucía lucha contra la risa y mamá y papá se pellizcan el uno al otro. Cuando acaban, respiro aliviado. Aunque no los entiendo ni los aguanto, me alegro de que un año más hayan sobrevivido a las campanadas.
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Saturday 13 December 2008

Ruby

Lo primero que hace es mirarte con esos ojos oscuros y cálidos y, después, su boca se abre en una sonrisa interminable, blanca y llena de dientes. Su cuerpo robusto, terrenal, está embutido en varias capas de camisetas y jerséis que limitan sus movimientos, y un gorro de lana cubre su cabello, aunque algunos rizos rebeldes y negrísimos se escapan por detrás de las orejas. Hay algo en ella que te invita a abrazarla, aunque nunca lo he hecho porque siempre está dentro de su caseta. Ruby ya no me pregunta qué quiero, me pregunta cómo estoy y qué tal esto o lo otro, mientras golpea el cazo de la cafetera, lo rellena de café y vuelve a enroscarlo. Mientras el café gotea en el vaso de cartón, se vuelve hacia mí y seguimos charlando. Al resto de la gente en la cola no le importa la espera. Todos estamos allí más por ella que por el café y tenemos el acuerdo tácito de que nuestro par de minutos diario con Ruby es sagrado. Nunca he escuchado de qué habla Ruby con los demás. Conmigo ha hablado, para empezar, del tiempo y de la música que sale del equipo que protege de la lluvia con una bolsa de plástico (hay días que necesita poner a Elvis Presley). Pero, poco a poco, he sabido también de sus avatares al organizar el primer “Ladyfest”, un festival feminista y rumbero, o de las aventuras de la variopinta fauna humana con la que comparte piso. Ruby tiene una forma de hablar que hace que sus palabras te lleguen suaves y templadas, como si fuesen caramelos que hubiese saboreado antes en su boca. Casi sin darme cuenta he ido haciéndome una idea de su azarosa y complicada vida. Ruby nació en Canadá pero su familia es originaria de la India y cruzó el charco con su hermano menor cuando la atmósfera ultra-religiosa de su casa se hizo irrespirable. Su heroína es una abuela feminista y jamaicana a la que perdió casi al mismo tiempo que yo perdí a mi abuelo. Eso nos unió. Y nuestra pasión por la escritura. Ruby se levanta todos los días a las cinco de la mañana para escribir en su diario. Cuando le pregunto qué ha escrito hoy, se ríe con una voz volcánica. He escrito sobre mi padre, dice, estuvo aquí la semana pasada, hacía 12 años que no nos veíamos, ahora vive en Nueva York. Y así me entero de que Ruby se nos va porque ha decidido probar suerte en la Gran Manzana con su familia reencontrada. En sus palabras no hay el más leve atisbo de pesar o de melancolía. Ella no es de las que echa de menos nada, sino de las que siempre se echan para adelante. No creo que se dé cuenta de lo duro que va a ser para mí empezar el día sin su sonrisa ni su charla chispeante. Ni falta que le hace. Seguro que ya han empezado a hacer cola para ella al otro lado del Atlántico. ¡Qué te vaya bien, Ruby!

Saturday 6 December 2008

Luna

Esta semana se ha estrenado en Canadá la película “Saving Luna”, un documental que relata la historia de una orca llamada Luna y los conflictos que creó su empeño en interactuar con el ser humano. No es la primera vez que pasa. A menudo, si un cetáceo se separa de su grupo, busca formas alternativas de socializar, de llenar ese hueco, y no es raro que acaben acercándose a la gente. Las necesidades sociales de los cetáceos son bien conocidas. Las orcas, probablemente las más sociales de todas las ballenas, viven en grupos matriarcales basados en estrechas relaciones familiares y de cooperación, reforzadas gracias a un dialecto o repertorio acústico común a todos los individuos del mismo grupo. Lo que resulta sorprendente es que, en su lucha contra la soledad, estos animales se atrevan a romper las barreras de la especie y persigan activamente una relación social gratificante, por no decir amistosa, con el ser humano. Luna (que, a pesar de su nombre, era un macho) se separó de su grupo siendo aún muy joven (tenía dos años), en las inmediaciones de la isla de Vancouver. Pronto, su carácter extremadamente amistoso sembró las aguas y las oficinas de políticos y ecologistas de asombro, incertidumbre y temor. Los biólogos marinos, preocupados por el hecho de que la mayoría de los encuentros entre ballenas solitarias y humanos acaban con el daño o la muerte de las primeras, presionaron a la agencia del gobierno encargada de la conservación de los cetáceos para que actuara antes de que la historia acabara en tragedia. Como medida de prevención para evitar que la gente se acercara a Luna se amenazó con imponer multas de hasta 100.000 dólares. Una mujer que acarició el hocico de Luna fue multada por el extravagante delito de “molestar a una ballena”. Pero lo cierto es que estas medidas resultaron inefectivas por una sencilla razón: Luna no temía las multas del gobierno canadiense. Como cuentan los directores de la película, un 80 por ciento de las interacciones entre Luna y la gente las iniciaba él. Estos encuentros eran un tanto caóticos. Al ver acercarse a la ballena, muchos navegantes se debatían entre la fascinación y el miedo, y las fotografías y vídeos que documentan los encuentros reflejan esa ambigüedad torpe: gente que grita mientras llevan sus manos hasta el hocico de Luna, expresiones de terror, sonrisas incrédulas y, también, lágrimas de emoción. Quizás sea difícil ver qué le aportaba todo esto a la ballena, pero su tenacidad no deja dudas sobre lo importante que debía ser para él este contacto, que al final acabó por costarle la vida. Lo mejor para las ballenas es que las dejemos en paz, que intentemos protegerlas desde la distancia. Pero cuando una ballena se acerca a nosotros buscando compañía, como hizo Luna, queremos dársela. La soledad de Luna es también la nuestra y cualquier posibilidad de establecer un vínculo con otra especie animal nos llena de maravilla. Sólo que entonces descubrimos nuestra torpeza mortal y acabamos convirtiéndonos en un triste remedo del monstruo de Frankenstein, que con su abrazo mata.