Sunday 6 December 2009

El corazón de la Antártida


Estos días se exponen en la Queen´s Gallery de Edimburgo las fotografías de las expediciones a la Antártida, a principios del siglo pasado, de Scott y Shackleton. Una de las principales razones por las que ambos llevaron fotógrafos profesionales en sus viajes era la necesidad de cautivar a posibles financiadores (sus expediciones no eran solo peligrosas sino también condenadamente caras) y para ello no había mejor publicidad que las fotografías de esos paisajes helados, blancos como un sepulcro y de una belleza desolada. Aunque sea imposible negar que el motor de sus aventuras fuera una cierta ambición testosterónica y que se hicieran al amparo de la siniestra sombra del colonialismo, uno no puede dejar de mirar estas imágenes sin sentir una punzada de nostalgia o un amago de envidia hacia esos hombres que arriesgaron sus vidas (y algunos las perdieron) con el único fin de poner los pies en el epicentro de lo desconocido. Tanto la pequeñez como la grandeza del ser humano se reflejan en estas fotografías. Sus autores pronto aprendieron que sin la presencia de una figura humana, las imágenes que tomaban carecían de perspectiva. Es solo cuando vemos una oscura y diminuta silueta humana que percibimos la enormidad de las montañas y los icebergs o el terrible silencio de un desierto de hielo. La Antártida es el continente más hostil al ser humano. Su altitud y las temperaturas de hasta 70 grados bajo cero, hacen imposible la supervivencia. Y, sin embargo, con ese empeño en no aceptar las reglas de la naturaleza, típica de nuestra especie, estos hombres realizaron un viaje inimaginable hacia su corazón y lo conquistaron. El poder de semejantes hazañas sobre nuestra imaginación es más que nada metafórico. La mayoría de nosotros preferimos ver las fotos y leer los diarios de Scott y Shackleton en el calor de nuestros salones. Pero encontramos consuelo en su resistencia y su heroísmo, porque todos llevamos dentro una Antártida temida y nunca sabemos cuando la vida nos arrojará a un viaje a su corazón de cristal.

Las misiones de Scott y Shackleton fueron también expediciones científicas. Muchas de las investigaciones que se realizan ahora en la Antártida, y que tan importantes son para el estudio del cambio climático, utilizan datos recogidos por ellos. El Tratado Antártico de 1957, solo permite las actividades científicas y con fines pacíficos, aunque varios estados tengan intenciones dudosas. Los exploradores de principios del siglo pasado ignoraban que este continente hecho con el 90 por ciento del hielo de la superficie de la Tierra, y que contiene el 70 por ciento del agua dulce del planeta, fuese tan frágil como sus propias naturalezas. Hoy, sus hielos se resienten de la avaricia y la falta de sentido común con el que el ser humano ha explotado la Tierra. Las hazañas de los héroes de entonces se empequeñecen ante los desafíos a los que ahora nos enfrentamos ¿Seremos capaces de usar la ciencia y la conciencia, el compromiso y la voluntad, para salvar este planeta que también somos todos nosotros?

Saturday 14 November 2009

Del sentido del olfato


Uno de los conceptos básicos de las neurociencias es el de habituación, que se refiere a la disminución de la respuesta de una neurona a un estímulo cuando éste perdura en el tiempo. Ponemos la mano en la mesa y sentimos su superficie lisa pero, al rato, la dejamos de percibir. Algo parecido nos pasa cuando no nos damos cuenta de algo simplemente porque lo damos por sentado. Percibimos el mundo a través de cinco sentidos, ¿pero somos conscientes de todos ellos? Es de sobra sabido que vivimos en la era de la imagen. Pasamos la mayor parte de nuestro tiempo con los ojos pegados a la pantalla del ordenador o del televisor. Buena parte de nuestras respuestas emocionales nacen al confrontar una imagen. Como mucho, reclutamos el sentido del oído, para atender a palabras o música, pero, los otros tres sentidos, permanecen en un segundo plano. O eso nos parece, hasta que los perdemos.
A causa de un catarro especialmente virulento he perdido el olfato durante unos días y sólo así me he dado cuenta de la relevancia de este sentido. Para empezar, la comida no me sabe a nada. Mis papilas gustativas aún reconocen la sal del plato de lentejas, pero sin el aroma terroso de las legumbres, del pimentón dulce y el laurel, no puedo disfrutar de este plato que siempre me ha traído a la mente la felicidad de la cocina de mi abuela. Todo lo que como estos días es tan insípido como el cartón, hasta el punto de que he perdido el apetito.
El sentido del olfato es un prodigio de sofisticación biológica. El epitelio olfatorio de nuestra cavidad nasal está tapizado por los cilios de 100 millones de neuronas, que atrapan las moléculas volátiles responsables de los aromas. La membrana de los cilios contiene receptores (hay hasta mil distintos) capaces de detectar determinados olores y de responder de manera gradual a ellos, de tal manera que, gracias a la afinación de esta parte del sistema nervioso, los mamíferos somos capaz de detectar hasta diez mil olores distintos. Por ejemplo, y por citar alguno de los que he echado de menos esta semana: el de las hojas mezcladas con la tierra húmeda de los parques, el del primer café de la mañana, el de los abrazos (cada amigo tiene su olor especial, íntimamente asociado a mi particular afecto hacia cada uno de ellos) o el olor de hogar que me recibe al llegar a casa (ese olor íntimo e intransferible, aunque sea el resultado de la mezcla de olores tan prosaicos como el de la humedad, el detergente, las velas, o el de la última comida cocinada) sin el cual me siento extrañamente desarraigado.
El sentido del olfato es probablemente uno de los más antiguos, evolutivamente. La información conducida por las neuronas olfatorias a lo largo de sus axones, que constituyen el primero de los nervios craneales, va directamente a la corteza cerebral, sin pasar, como sucede con los otros sentidos, por el tálamo. La importancia de este sentido es obvia cuando consideramos su papel primordial en dos de las actividades básicas de todo animal: la alimentación y el sexo. No me sorprende leer en el testimonio de una mujer aquejada de anosmia que la relación con su esposo se deterioró considerablemente. Al no poder olerlo, se sentía distanciada de él. Para ella supuso también un trauma no poder percibir el olor de su hijo adolescente, esa combinación de olor a zapatillas de deporte, exceso de desodorante, ropa sucia, libros de texto y chicle.
La corteza olfatoria está conectada con el hipocampo y la amígdala, los centros de la memoria y de las emociones, respectivamente. Nada es más evocador que un olor, de ahí el poder de la magdalena de Proust. Sin que medie el intelecto, un olor puede despertarnos emociones intensas, o devolvernos a estados de ánimo enterrados en la memoria. La capacidad de este sentido para guiarnos ha permeado el lenguaje y, así, alabamos a alguien diciendo que tiene “buen olfato para los negocios” o decimos que algo nos “huele mal” cuando desconfiamos de una situación, aunque no sepamos explicar nuestras razones.
Ahora que no reconozco mi propio olor en la almohada caigo en la cuenta del enorme regalo que es la complejidad de nuestro sistema nervioso, de la apabullante cantidad de matices que nuestro cuerpo registra sin que la mayor parte del tiempo nos apercibamos de ello. Y no veo el momento de recuperar el olfato. Creo que lo voy a celebrar haciendo pan (echo de menos el olor de la masa cociéndose en el horno), que comeré acompañándolo de queso añejo y vino tinto, en una mesa alumbrada con velas de cera. Y, luego, enterraré un rato largo la nariz en el cuello amado, regocijándome en ese aroma tan singular como indescriptible, que es como el equivalente humano del pan.
Por estas tierras tienen un dicho que dice que no nos olvidemos de pararnos a oler las rosas. Pues eso.

Saturday 24 October 2009

En Venecia




Cuando voy de viaje, prefiero llegar a mi destino de noche y dejar que la primera impresión del lugar se moldeé con la imprecisión de la oscuridad y el onirismo de las luces nocturnas. Pero nunca había sido este efecto tan poderoso como al llegar a Venecia al anochecer. Nada te puede preparar para la sensación que produce recorrer el Gran Canal de noche. Es como recorrer una herida abierta, la frontera fluida entre la belleza y la desolación, teñida por las luces oleaginosas que se reflejan en las aguas del canal y el reflejo de éstas sobre los palazzos grandiosos y somnolientos, detrás de cuyas fachadas a uno no le sorprendería si hubiese sólo un vacío. Porque la primera impresión que produce Venecia, al menos así, embozada de nocturnidad, es la de un escenario grandioso, casi increíble, en el que todo cuanto suceda ha de ser puro teatro. Una poderosa sensación de irrealidad se apodera de uno ante su magnífica belleza, y el chapoteo obsceno de las aguas contra los muros de los palacios nos advierte que la ciudad podría con facilidad ser el proscenio ideal para las pesadillas más inquietantes.
Las calles de Venecia son un laberinto en el que hay que perderse para desentrañar sus secretos. Como buenos turistas, nos perdimos al poco de desembarcar en Ca’D’Oro, a pesar del mapa callejero, que se iba a revelar inútil en los próximos días. Nos perderíamos una y otra vez, para encontrarnos, de pronto, en un campo por el que pasábamos a diario, sin saber cómo. Hacia el final de nuestra estancia creímos haber dominado la laberíntica disposición de las calles pero, de vez en cuando, nuestra presunción era desmentida cuando, tras doblar una esquina, nos hallábamos de pronto en una calle desconocida.
Una mañana decidimos levantarnos al alba para pasear por Venecia a una hora que suponíamos libre de turistas. W.D. Howells en su magnífico libro “Vidas Venecianas” cuenta que Venecia nunca le produjo una impresión más profunda que cuando recorrió sus calles al amanecer. Con la primera luz del día (una luz sucia, de neblina raída) caminamos desde Canareggio hasta San Marcos y la decrepitud de la ciudad se nos hizo más evidente que a pleno sol. Paseando por los canales, a esas horas, tuve la vergonzosa sensación de haber sacado de la cama a una anciana aristócrata, que me miraba perpleja, senil y sin maquillaje. Los desconchones en las paredes y la podredumbre en la madera eran como las manchas de la edad en un rostro otrora esplendoroso pero ahora venido a menos. Había, no obstante, un matiz de vitalidad invencible, que emanaba del frescor de las paredes y del olor jabonoso de los canales y la ropa tendida entre las fachadas. Venecia seguía viva. De ello daban constancia los barrenderos, que barrían las calles con enormes escobones de otro tiempo y dejaban arrimados contra las paredes pequeños montones de basura, y los lugareños que paseaban sus perros antes de que las jaurías de turistas tomasen la ciudad como si fuera suya. En los cafés, los parroquianos bebían deprisa cafés diminutos y se despedían de los camareros con premura.
Cuando llegamos a San Marcos la plaza estaba casi desierta. Un grupo de hombres colocaban las pasarelas que cruzan desde la torre del Orologio hasta el palacio ducal, para que los turistas no se mojen los pies con el Acqua alta. Uno de ellos cantaba “no tengo dinero” con desparpajo vocinglero. En las terrazas de los cafés, las mesas y las sillas, primorosamente dispuestas, estaban desocupadas. Los barrenderos barrían con la desgana del final de su jornada y se paraban de tanto en tanto para charlar y hacer aspavientos. Los primeros turistas se parapetaban ya detrás de sus cámaras para capturar los primeros rayos de sol sobre los mosaicos y los reflejos del mármol y el oro en la prodigiosa basílica. Pero nosotros nos dimos prisa en darles la espalda con la arrogancia de quien se cree, no turista, sino dotado de la dignidad del viajero.

Saturday 3 October 2009

En Granton (2)


El autobús entra en una barriada de casas de tres pisos que adolecen de la funcionalidad barata y fea de los edificios de protección oficial. Las fachadas están desconchadas y los jardines se derraman hacia las aceras. Penachos de hierba surgen en las grietas del cemento, como si los campos fértiles, que hace doscientos años dotaron a esta zona de una agricultura floreciente, pugnasen por salir a la superficie otra vez. En los jardines no hay bancos, la gente se sienta en las escaleras que bajan de la puerta de los portales, flanqueados todos ellos por un par de contenedores de basura. El único adorno se ve en las ventanas. Casi todas exhiben, en sus repisas interiores, figuras de porcelana o un jarrón con flores de plástico, una muestra de la ostentación de todo a cien de la clase trabajadora. De vez en cuando, se ve un hueco en la dentadura podrida de las calles. En la década de los ochenta, Granton sufrió tasas de paro tan elevadas que muchos vecinos se vieron obligados a emigrar, dejando atrás edificios enteros abandonados que el Ayuntamiento acabaría por derribar. Algunos de los edificios abandonados, todavía en pie, tienen las ventanas cegadas con tablones de madera.
Me apeo y no puedo evitar sentir una cierta inquietud al ver el autobús alejarse. Miro a mi alrededor. Un hombre fuma sentado en las escaleras de un portal. En una esquina, un grupo de adolescentes en chándal charla alrededor de un cochecito de bebé. Uno de los chicos, con la cara tapada por la visera de una gorra de béisbol, sujeta a un pitbull de la correa. Una mujer avanza por el asfalto en una silla de ruedas eléctrica sin ser molestada por el tráfico. Los pocos vehículos que se ven están aparcados, como los caballos cansados y polvorientos del salvaje oeste. Camino hacia las únicas tiendas de la zona, que están apelotonadas al final de la calle: un Fish & Chips, un kiosco, una casa de apuestas y un restaurante de comida rápida china. En el kiosco compro una bolsa de patatitas y una botella de Irn-Bru. ¿No eres de por aquí, verdad?, me pregunta la tendera. No, soy español, respondo. Le pregunto si ella es del barrio. Sí, aquí nací, me dice, con cierta desconfianza.
En la calle, un hombre con un perro escuálido sentado entre sus piernas, me mira de lado. ¿Periodista?, me pregunta. Me encojo de hombros para ver si me da más pistas. Te vi interrogando a la tendera, si quieres saber algo de este agujero de mierda, soy tu hombre. Sin negar ni asentir, comienzo a andar y le dejo que me siga. Bob, dice, y me tiende una mano delgada. Sus dedos, como su bigote gris, están manchados de nicotina. Tras las presentaciones, Bob se queda un poco aturdido, y se agacha para acariciar a su perra. Va conmigo a todas partes, dice, no es mi sombra, es mi alma. Atravesamos Granton Square y bajamos hacia el mar. A nuestra derecha queda un desguace en el que las montañas de chatarra ofrecen el único colorido de la zona. Al fondo, un cartel publicitario de Marks&Spencer anuncia lencería masculina. En él, el cuerpo perfecto de un modelo al que no se le ve la cabeza, parece sugerir que ése, con cierto esfuerzo, o con dinero, podrías ser tú.
Llegamos al puerto y ante nosotros se elevan varios edificios de pisos modernos.
- Esta es la idea que tiene el Ayuntamiento de regenerar la zona: plantar pisos de lujo al borde del mar. Dime, ¿qué beneficio supone eso para el barrio?
Bob se queda parado, mirándome con ojos inquisitivos, que brillan de enfado. Luego señala a un cuatro por cuatro que gira en la rotonda, conducido por una mujer y con un niño sentado en una silla en el asiento trasero, y que desaparece a través de la puerta mecánica de uno de los edificios modernos.
- ¿Ves? – me grita Bob, golpeándome el brazo con la mano- No necesitan ni apearse del coche. Vienen en sus coches, que son como tanques, con la maleta llena de cosas que han comprado en el Marks&Spencer, aprietan el botón y se meten en el edificio y beben vino sentados frente a las ventanas que dan al mar.
- A ver, ¿a ti te gusta aquello? – Bob señala la gigantesca estructura metálica y circular de la estación de gas en desuso, que domina la vista al oeste-.
Como siempre que se dirige a mí, me parece que su pregunta tiene trampa. Así que, tras pensármelo un poco, murmuro: sí.
- A mí me parece un insulto a la mirada. Eso me parece. Aun así, no quiero que la demuelan, ¿sabes por qué? Porque necesitamos un recordatorio de la gente de Granton que ha trabajado como un perro durante años. ¿Sabes que en aquí se inauguró el primer ferry para trenes del mundo? ¿Te imaginas la actividad del puerto en aquella época? ¿Sabes que una de las fábricas de coches más antiguas del Reino Unido, está detrás de esa esquina?
Bob abre la lata de cerveza que ha sacado de una bolsa de plástico y le pega un sorbo. Luego la deja sobre el murete del paseo marítimo y se lía un cigarrillo.
- Ahora ya hay parados de tercera generación en este barrio- me dice-. ¿Qué pueden esperar los jóvenes? Esto –dice, levantando la lata de cerveza- y esto –y sacude el cigarrillo todavía apagado-.
Luego, nos quedamos callados. Por encima de nosotros una bandada de gansos forma una uve imperfecta entre graznidos furiosos y cruza el estuario hacia el norte.

Saturday 26 September 2009

En Granton (1)


Después de dos días de sol, un amago de lo que aquí llaman el “verano indio”, hoy ha amanecido nublado y frío. En la parada de autobús, un par de mujeres hablan del tiempo con la desgana de quien sabe que sus quejas quedarán desatendidas. El autobús, al menos, llega puntual, y mis compañeras se callan, sin otra excusa para quejarse. A su lado, un hombre mayor, vestido con un abrigo cubierto de lamparones y el pelo blanco peinado hacia atrás, le pega tres caladas voraces a su cigarrillo liado y luego otra más, antes de tirarlo para subir al autobús. Todos los asientos de la parte baja están ocupados, así que subo las escaleras y me siento al lado de la ventanilla. Al frente, encima del cristal, una pantalla muestra imágenes del interior del autobús desde distintos ángulos. Debajo, un cartel anuncia: “sistema de circuito cerrado en funcionamiento para su propia seguridad”. Nadie habla y el único sonido es el de la música a todo volumen de los iPODs. Un hombre con barba de tres días y ropa de faena manchada de pintura mira por la ventanilla, aunque sus ojos parecen resbalar por las calles mojadas sin fijarse en nada. El autobús enfila London Road, donde las hojas de los árboles han empezado a amarillear. El otoño ha llegado, sobre todo, quizá, porque es lunes.
En George Street, una de las calles céntricas de Edimburgo, de grandiosa arquitectura georgiana, se bajan la mayoría de los pasajeros. Es la parada donde suelo apearme, pero hoy decido continuar la ruta. Las terrazas de los bares de lujo están vacías y en las tiendas de diseño, a estas horas de la mañana, aún no se ve ningún cliente. El autobús gira hacia Queensferry Road y, en las paradas de esta calle, se sube mucha gente. Observando a mis compañeros de viaje se me ocurre que, si algo tenemos en común, es que todos llevamos mochilas o bolsos. Quizás, a la vez que las sociedades nómadas desaparecen de la faz de la tierra, un nuevo tipo de cazadores-recolectores ha surgido en las ciudades. Mujeres y hombres que recorren las calles, a pie o en transporte público, llevando en las manos o a las espaldas los frutos de su necesidad y su búsqueda: alimento y bebida pero, también, libros, teléfonos, agendas, cepillos de dientes y alguna ganga comprada en las rebajas. Con la casa a cuestas, la de verdad es apenas el lugar donde pasar la noche.
Al cruzar el puente de Dean pierdo el hilo de mis pensamientos. La ciudad se extiende a ambos lados en un conglomerado de piedra y árboles. Al este, se vislumbra el mar, al que la ciudad le da la espalda sin miramientos. La belleza de Edimburgo, incluso en un día como hoy, es incuestionable. Pasado el puente, a la derecha, Buckingham Terrace es una de esas terrazas semicirculares, protegida detrás de un macizo de árboles, en cuyas mansiones vive la clase pudiente. Los amplios ventanales, con las cortinas descorridas, dejan ver interiores suntuosos, chimeneas de marcos ornados, tapices y muebles añejos. Aparcados frente a las mansiones, los coches caros brillan como la capa de los pura sangre en las carreras de Ascot.
Más adelante, el autobús vira a la derecha, en lo que parece un giro caprichoso, pero que quizás obedezca a un calculado propósito de mostrar a quien tenga ojos las vísceras de la ciudad. Dejamos atrás el cementerio de Comely Bank y los modernos edificios del hospital general para descender por Crew Road, una calle en la que comienzan los suburbios, donde abundan los bungaloes diminutos de jardines tan cuidados que parecen los de una maqueta.
Tras atravesar un polígono industrial en el que las naves y los edificios de cristal opacos están rodeados por alambreras electrificadas, el autobús entra en el destino secreto de mi viaje: los para mí desconocidos barrios de Pilton y Granton, famosos por sus altas tasas de criminalidad. Las casas de Pilton, todas iguales, reflejan la arquitectura gris, financiada por el gobierno después de la Segunda Guerra Mundial. Las calles están casi vacías. En el colegio de Royston, un enorme edificio de ladrillos, rodeado por una valla alta, no se ven niños porque hoy no hay escuela. En los muros hay carteles advirtiendo de las cámaras de seguridad. Más adelante, en el patio de otro colegio hay un desvencijado barco de madera para que se suban los niños, que me recuerda a los que se quedaron varados en el Aral. En estas calles no hay tiendas ni bares. Sí se ven varias iglesias, de todas las denominaciones imaginables: presbiterianas, católicas, adventistas del séptimo día, del ejército de salvación… Mientras algunas de ellas están construidas en piedra, otras tienen aspecto prefabricado, como si las hubieran traído en un camión.

Monday 24 August 2009

Walden


Desde el hall de la galería de arte nos conducen a una de esas salas de teatro improvisadas que abundan en Edimburgo durante los días del Festival. Es una habitación espaciosa y bien iluminada. En el centro hay dos bancos de madera enfrentados formando un óvalo, donde nos invitan a sentarnos. Tras unos minutos, un hombre al que hasta entonces habíamos creído uno más de los miembros del público, empieza a hablar. Lo que dice es tan mío que me resulta extraño y emocionante oírlo en labios de un desconocido: “Me fui a los bosques porque quería vivir a conciencia”. Son las palabras que David Henry Thoreau escribió para mí (y seguro que para muchos otros) en su libro “Walden”.
El 4 de Julio de 1845, a los 28 años de edad, Thoreau dejó su vida pequeño-burguesa y se fue a vivir a orillas del lago de Walden. Con sus manos, y a solas, construyó una cabaña y aró el terreno donde iba a plantar sus famosas alubias. Vivió allí, a conciencia, durante dos años y dos meses, y luego destiló sus experiencias y reflexiones para darnos uno de los libros más hermosos que se han escrito jamás.
La compañía de teatro “Magnetic North” se ha atrevido a poner en escena el “Walden” y su montaje habría impresionado a Thoreau, porque está llevado a cabo con una austeridad que se sostiene exclusivamente en el poder de convicción del texto y la gran fuerza telúrica del único actor. Me da rabia pensar que esta obra va a pasar desapercibida entre el ruido de obras supuestamente vanguardistas y combativas que en el fondo se quedan en un vacuo exhibicionismo. Porque las ideas propuestas en Walden son más relevantes que nunca en estos tiempos que, más que correr, vuelan. Thoreau fue un firme defensor de la simplicidad como modo de vida. A mediados del siglo XIX ya veía en la progresiva industrialización de los Estados Unidos el nacimiento de una absurda obsesión con el tiempo, la productividad y el materialismo, que sólo podía traer ansiedad y el alejamiento de la “buena vida”. Lejos de conformarse con quedarse en la teoría, Thoreau decidió llevar a la práctica su pensamiento y por eso se fue a vivir a los bosques, por eso acabaría en la cárcel. Walden rezuma la sabiduría del que hunde las manos en la tierra del mundo y de su propia alma. Thoreau amaba la soledad. En inglés hay dos palabras para nombrar la soledad: “solitude”, que es esa soledad gozosa, propicia para la contemplación, el auto-conocimiento y la admiración de la naturaleza; y “loneliness”, que es el sentimiento incapacitante y claustrofóbico que experimentamos generalmente cuando estamos rodeados de gente. Para Thoreau la soledad positiva era tan necesaria como el agua y el alimento; es más, era incapaz de concebir la amistad real sin esa soledad deseada como nutriente.
“Walden” me impactó enormemente la primera vez que lo leí, cuando era un solitario adolescente que quemaba su inquietud caminando por los montes. Fue un alivio encontrar una voz amiga que compartía mi pasión por la naturaleza y por una vida más auténtica y menos lastrada por las convenciones. De Thoreau aprendí que no basta con mirar el mundo natural y admirarlo. El escribió con pasión sobre los hechos de la naturaleza pero sabía que, sin dotarlos de un contexto personal, se quedaba en lo meramente descriptivo. “La percepción de la belleza”, escribió, “es un examen moral”. Contemplando el lago helado, el vuelo del halcón y el sonido de la lluvia, Thoreau miraba hacia fuera y escuchaba el eco de dentro. Así aprendió a vivir.

Monday 6 July 2009

Todas las cosas sin nombre


Siento que mis mejores cuentos son aquellos que aún no he escrito. A menudo me veo reservando la escritura de una historia para más adelante, porque me siento incapaz de estar a la altura de la idea. Hay argumentos, atmósferas y personajes que llevan años viviendo en mi cabeza, esperando el momento en que me sienta capaz de darles vida en la página de manera digna. Una de mis ideas más queridas es un cuento que se titula “Todas las cosas sin nombre” y es la historia de un adolescente que pasa un verano solitario pero lleno de descubrimientos en la casa de campo familiar. Sus días trascurren explorando el monte, el río y los caminos. Con su guía de campo aprende los nombres de cuanto le rodea y decide que quiere estudiar biología y dedicarse a descubrir nuevas especies. Imagino que los que me conocen ya se habrán imaginado que la idea está inspirada en mis veranos en Riosequino, ese lugar del mundo del que nunca me he ido. Todavía me hace sonreír la seriedad con la que mi abuelo bautizó con el nombre de “el laboratorio” al cuarto donde yo guardaba con celo mis “hallazgos” (plumas, huesos, restos de huevos, egragópilas) y donde se apilaban mis guías y cuadernos de campo. Por aquel entonces aprendía los nombres científicos de plantas y animales con la devoción de quien aprende los nombres secretos de su amado.
Hace unos días leí en “The Scientist” que la taxonomía es una ciencia en declive, sobre todo porque los organismos que financian proyectos de investigación cada vez dedican menos fondos a ese campo. La ciencia, que ha avanzado vorazmente hacia la biología molecular (quizás espoleada por el desarrollo de una tecnología que hay que rentabilizar), parece dar la espalda al estudio de campo y la descripción morfológica de nuevas especies. Si Linneo levantara la cabeza…
Según ciertas estimaciones sólo hemos “catalogado” el 6% de las especies del planeta. El resto son especies sin nombre. Muchas de esas especies se han extinguido o se extinguirán sin que nos demos cuenta, como si nunca hubiesen existido. Es por eso que la taxonomía y su titánica tarea son tan imprescindibles: esta ciencia es el lenguaje de la biodiversidad. Si las famosas predicciones de C. Thomas y compañía se cumplen, para el 2050 habrán desaparecido el 37% de las especies de algunas zonas del planeta, debido al cambio climático, pero será una pérdida intangible porque lo que perderemos no ha sido nombrado, y ¿no es esto acaso una pérdida doble?
A veces, como ahora mientras escribo esto, mi pasión por la naturaleza y por la escritura parecen casar perfectamente. La enorme riqueza del mundo (tan estrecho y tan profundo como ese valle en León) y el entrenamiento de la mirada al que invita la naturaleza estimularon, creo yo, el desarrollo de mi imaginación. Y, como le sucede al personaje de ese cuento que no sé si llegaré a escribir, fue el descubrir la fragilidad de los seres y de los vínculos (biológicos y emocionales) lo que me hizo necesario buscar palabras para nombrarlos, escribir frases con las que apuntalar su existencia e historias enteras para lamentar su pérdida.

Monday 29 June 2009

Mike


Por la noche, mi vecino Mike y yo nos vamos a la cama a la misma hora, aunque él no lo sabe. Ya suelo estar metido entre las sábanas, leyendo, con mi gato Judas a los pies, cuando oigo sus pasos en la habitación del piso de arriba. Desde hace unas semanas, Mike se ha quedado solo. La mujer que vivía con él se ha marchado. Lo sé porque ha desaparecido su coche de la calle y ya no la veo tender la ropa en el jardín de atrás. Y sobre todo porque, por las noches, mientras leo en la cama, no oigo su risa desinhibida y cantarina, mezclada con la más ronca y tímida de Mike. Parecían pasárselo muy bien juntos. Ahora, Mike ha dejado de segar el césped y de sacar la basura los jueves por la noche. Todo lo que sé de él es que se va a la cama con pasos lentos, a eso de las doce.
Esta mañana, de camino a la estación de tren, me encontré con él. Mike es un hombre corpulento, de unos sesenta años. Lleva el cabello espeso peinado hacia atrás y tiene la barba entrecana y una nariz deformada, como un tubérculo. Sus ojos, azules y nublados, son pequeños y siempre están enrojecidos, como con falta de sueño. Mike tiene la cara de quien ha trabajado muchos años a turnos y ha bebido, a temporadas, más de la cuenta. Y tiene voz de fumador, aunque nunca le he visto fumar. Le pregunté qué tal estaba y me dijo que bien. Y no me atreví a preguntarle nada directamente. Luego, me contó que había pasado unos días visitando a su primo. Mi primo es como tú, me dijo, un loco de los animales. Tenía esta perra a la que adoraba. Cuando llegué a su casa estaba disgustado. Acababan de ir al veterinario porque a la perra le fallaban las patas de atrás, algo en las caderas. El veterinario sugirió que usaran un arnés con ruedas, para que la perra se pudiera mover. Fíjate qué locura. Mi primo optó por la eutanasia. Cavamos una tumba para ella en el jardín. La enterró con sus muñecos de goma y, cuando empezamos a echar tierra encima, los muñecos chirriaron y era como si la perra gimiera. Y mi primo se fue y tuve que acabar de enterrarla yo solo.
En la última palabra la voz de Mike se quebró un poco. Rellené el silencio diciendo lo triste que es que se te muera un animal con el que llevas viviendo un tiempo y luego, al ver el tren entrando en la estación, me despedí apresuradamente y salí corriendo.
En el tren, me senté en el lado de la ventanilla y pude ver a Mike, todavía donde le había dejado. Estaba inmóvil, como si no supiera qué hacer con su cuerpo. Luego, lentamente, comenzó a caminar calle abajo.

Saturday 20 June 2009

De los animales y su risa


Me he pasado los últimos cinco años estudiando el dolor en los animales y no me cabe duda alguna de que los animales sufren de una forma semejante a nosotros. En esto, la mayoría de los científicos me darían la razón, con deshonrosas excepciones. Más difícil es convencerles de que los animales experimentan esas emociones que están en el otro plato de la balanza, sentimientos como la alegría, el placer o la felicidad. La sola mención de estas palabras aplicadas a los animales hace que los científicos se revuelvan incómodos. El estudio de las emociones en los animales se ve complicado por factores conceptuales y prácticos – ¿cómo podemos evaluar lo que es subjetivo por definición? –, pero también debido a los prejuicios: uno no puede estudiar lo que cree que no existe o lo que piensa que no se puede medir-. Charles Darwin en su libro “La expresión de las emociones en los animales y en el hombre” (1872), afirma que las diferencias en las emociones experimentadas por el ser humano y los animales son de grado, pero no de tipo, sugiriendo un continuo evolutivo entre ellos y nosotros. Pero, aunque cualquiera que haya pasado un tiempo observando atentamente a su gato o a su perro no durará de su rica vida emocional, legitimizar las emociones científicamente es arena de otro costal. Se engaña quien crea que la ciencia va siempre por delante.
No obstante, un estudio reciente llevado a cabo en grandes simios ha evaluado una de las expresiones más obvias de la alegría: la risa. Y parece que no nos reímos solos.
Marina Davila-Ross y su equipo se pasaron unos meses haciendo cosquillas a bonobos, chimpancés, gorilas y orangutanes y grabando sus risas para compararlas con las de tres bebés humanos. Los resultados muestran tanto diferencias como semejanzas entre las especies estudiadas. Los bonobos, por ejemplo, son capaces de emitir vocalizaciones más cortas y más rápidas que el resto de los primates no-humanos. Su mayor control de la respiración y las cuerdas vocales es muy parecido al nuestro. Dicho sea, en un aparte, que parece ser que la risa, debido al ejercicio de control vocal que supone, tuvo un papel muy importante en el desarrollo del atributo humano por antonomasia: el lenguaje verbal. Antes de poder hablar, nos reíamos. Parece claro que la función de la risa es la comunicación de una cierta conexión social. Jaak Panksepp, uno de los líderes mundiales en el estudio de las emociones ha estudiado la risa en las ratas de laboratorio. Sí, las ratas también ríen. Panksepp cuenta lo mucho que le ha costado encontrar financiación para sus estudios y publicar sus resultados, debido a los prejuicios de la comunidad científica. Este científico descubrió que cuando las ratas juegan emiten unos ultrasonidos de 50kHz y se pregunto qué pasaría si se les hiciera cosquillas. Y, eureka, las ratas rieron. En cuanto a la función de esa risa, Panksepp cree que es establecer un vínculo social positivo. Al ofrecer a las ratas una mano que les había hecho cosquillas y otra que solamente las había acariciado, elegían aquella que les había hecho reír.
Tanto los detractores como los defensores de la capacidad de los animales de sentir emociones utilizan argumentos evolutivos. Los primeros dicen que sólo el ser humano es lo suficientemente “evolucionado” como para tener emociones, mientras que los últimos dicen que las emociones no pueden haber salido de la nada, con lo cual tienen que estar presentes, aunque no sea de la misma forma, en los animales.
A mí, la verdad, ya me cansa que se mire a los animales como proyectos imperfectos e inacabados y a sus capacidades como a las piezas del Lego con las que se terminaría por construir esa obra maestra de la evolución que es el ser humano. Me parece que, sea lo que sea lo que los animales sienten, es importante para ellos, porque es su única verdad. Su risa significa para ellos lo mismo que la nuestra para nosotros.
Lo alucinante es, y eso parece habérseles escapado a los sesudos científicos, que podemos reírnos juntos.

Monday 8 June 2009

Sleep Furiously


Para todos los que creemos que la salida de este embrollo global en el que estamos metidos pasa por volver al campo, a la agricultura y a la ganadería de pequeña escala, a una vida más simple y autosuficiente, la película documental “Sleep Furiously” es una prueba emocionante de lo mucho que podríamos perder con la desaparición de esos pueblos adormilados que casi no salen ni en los mapas. La furia del título, es la furia de los habitantes de Trefeurig, en Gales. Es una furia sin ruido, la furia de las hojas en los árboles y la del implacable ritmo de las estaciones, que la película sigue a lo largo de un año. Es la furia de los que sienten amenazadas su forma de vida y su cultura. El pueblo, que ya se ha quedado sin tienda y sin parada de autobús, ahora se enfrenta a la desaparición del único centro que les da un cierto sentido de comunidad: la escuela. La película comienza en sus aulas, donde los pocos niños del pueblo modelan figuras con arcilla y aprenden canciones en galés. En este pueblo nació Gideon Koppel, el director de la película, cuyos padres se refugiaron aquí tras huir de la Alemania nazi. Y su conocimiento y su amor por el paisaje y el paisanaje se reflejan en cada poética imagen de la película. Koppel coloca la cámara en las cocinas y nos llega el olor a leche cruda y a pastel de manzana. Tiene la paciencia de los campesinos a la hora de mostrarnos el balanceo de la hierba, el movimiento de las ovejas en los prados, los recuerdos de las ancianas del pueblo. Tiene, también, la sensibilidad para mostrarnos no sólo la preocupación en los ojos de la gente sino también su humor y su esperanza (simbolizada en el nacimiento de un ternero y en el parto de una cerda, sobre la paja, alumbrados con una linterna y ayudados por manos humanas). El hilo conductor de la acción es una biblioteca móvil, cargada de muchos más libros de lo que parece desde fuera. A este furgón lleno de palabras y pensamientos, se suben los habitantes del pueblo como quien atraca en la mismísima Isla del Tesoro. Y el hombre que la conduce y aconseja lecturas va charlando con ellos, tejiendo una narración, llena de humanidad, entre las casas. Otra metáfora sobre la conexión y su fragilidad.
Antes de la última escena de la película, rodada en una granja abandonada, leemos el siguiente epigrama, cargado de rabia reprimida: “Es sólo cuando veo acabarse las cosas que encuentro el coraje para hablar. El coraje, pero no las palabras.”
Ojalá encontremos pronto las palabras y los medios para devolverle la vida y la razón de ser a esos pueblos que guardan, sin saberlo, el secreto de nuestro futuro.

Saturday 6 June 2009

Morar. Fuego, plata y turquesa.


El tren atraviesa páramos desolados en los que el silencio que no escuchamos lo vemos en la niebla. Más adelante, las montañas, tan cercanas que dan vértigo, nos parecen hechas de un manto de terciopelo con el que se ha cubierto el esqueleto de animales gigantescos. Y, al fin, en el horizonte de nuestra ventanilla, aparece el mar. Un estallido de brillos espejeados y, al fondo, el perfil accidentado de las Hébridas: Rum, Skye, Eigg. Nos bajamos en Morar, un pequeño pueblo en el que al menos hay un hotel en el que podremos cenar por la noche. De camino al Bed&Breakfast, que está a una hora a pie del pueblo, nos sorprende el atardecer. El cielo se ensangrienta y parece que el sol, al descender, le ha prendido fuego a los árboles y a los brezales. Tanta belleza sólo para nosotros. Nos quedamos callados y escuchamos el sonido distante, suave, de la bajamar y, de vez en cuando, el balido de una oveja o las dos notas melancólicas del cuco. Un grupo de tres corzos atraviesa veloz la carretera y las vías del tren, como si caminaran sobre ascuas. Se detienen un instante a mirarnos, en sus ojos un mensaje que no es del todo hostil, y desaparecen entre los matorrales. Seguimos la carretera zigzagueante hasta llegar a la playa. La arena brilla con un resplandor lunar que parece acentuarse a medida que se espesa la oscuridad. A la mañana siguiente, volvemos a las playas de arenas plateadas. Tras atravesar las dunas en las que crece una hierba rala y resistente, nos encontramos frente a un mar de aguas turquesas. El agua nos invita con la misma fuerza con la que nos rechazará cuando nos decidamos a dejar la ropa sobre la arena y a correr contra las olas dando gritos de pura alegría y de frío. El baño no dura mucho, pero sí durará su efecto benéfico. Tiritando y un poco mareado, siento que el agua y el aire me han devuelto el cuerpo. Mis huesos, mi piel y mi carne, parecen haber echado alas que se extienden húmedas al sol, como las recién estrenadas de un insecto, disfrutando de la felicidad de saberse vivos para la belleza del mundo.



Fotos de Ryan McQuade

Saturday 23 May 2009

Ardlui. El muro de piedra


Nuestra primera parada (improvisada, impulsiva) en este viaje en tren por la costa este escocesa es Ardlui, una estación situada en la cabeza del lago Lomond. Ardlui, me dice Ryan, significa algo así como “el alto de los terneros” en gaélico. Y es que por aquí pasaban numerosos rebaños de reses en su camino hacia los mercados del sur, llegando a veces hasta el mismísimo Londres. Hoy todavía se ven ovejas y vacas en estas tierras sin apenas árboles, este paisaje hecho por la mano del hombre y sus ganados y, aún así, tan hermoso. Si algún día Ardlui fue un pueblo, hoy no queda nada de él, aparte de la posada, en la que ahora, en vez de pastores nómadas, se alojan turistas. Adosado al hotel, hay un parque de caravanas y una marina, en la que están amarrados botes y barcos de vela. Le damos la espalda al lago y a los turistas y subimos hacia la colina donde pacen las ovejas. Y ahí descubrimos la joya escondida de Ardlui: un hermoso muro de piedra. El muro no es muy alto, lo suficiente para que no se escapen las ovejas, y sigue el curso de un arroyo, dibujando curvas suaves. Es ese adaptarse a lo que ya estaba ahí, al arroyo, al árbol y al contorno de la pendiente (todo lo contrario a la mentalidad buldózer que prima estos días) lo que lo hace especialmente bello. El muro respeta el paisaje (o al menos eso nos parece, ahora) y lo hace más hospitalario. Mirando el muro, pienso en que alguien, en su día, subió hasta aquí todas estas piedras. Alguien, un artista anónimo, pero no por eso menos artista, sopesó las piedras en sus manos, eligiendo o desechando, y las fue colocando una a una, rellenando huecos, afirmando equilibrios, avanzando su obra lentamente. Alguien que, cuando puso la última piedra, no dio su trabajo por terminado, porque sabía que ahora vendría el Tiempo y lo adornaría con líquenes y musgos, con el brillo de los insectos y el parpadeo de las lagartijas, todas esas plantas y animales para los que el muro es un escondrijo de supervivencia en la desnudez de la pendiente. El Tiempo, también, a través del peso silencioso de la nieve o la furia ciega de un animal tratando de ponerse a salvo de su depredador, se encargaría de derribar alguna piedra. Y el hombre vendría con sus manos a repararlo. Alguien, invisible para nosotros, se ocupa todavía de mantener en pie el muro. Y nos vamos hacia el apeadero del tren, pensando en todas las manos anónimas a lo largo y ancho del mundo que construyen, no en contra de la naturaleza, sino con respeto, acariciándola.

Thursday 14 May 2009

Mayo (un poema de Kirmen Uribe)


Déjame mirarte a los ojos.

Quiero saber cómo estás.

RAINER W. FASSBINDER



Mira, ha entrado mayo,

Ha extendido su párpado azul sobre el puerto.

Ven, hace tiempo que no sé de ti,

Se te ve tembloroso, como esos gatitos que ahogamos

siendo niños.

Ven, y hablaremos de las cosas de siempre,

Del valor que tiene ser amable,

De la necesidad de arreglárselas con las dudas,

De cómo llenar los huecos que tenemos dentro.

Ven, siente en tu rostro la mañana,

Cuando estamos tristes, todo nos parece oscuro;

Cuando estamos fuertes, el mundo se desmigaja.

Cada uno de nosotros guarda algo desconocido de las

vidas ajenas,

Sea un secreto, un error o un gesto.

Ven y pondremos verdes a los vencedores,

Saltaremos desde el puente riéndonos de nosotros

mismos.

Contemplaremos en silencio las grúas del puerto,

Porque estar juntos en silencio es

La mejor prueba de la amistad.

Vente conmigo, quiero cambiar de país,

Dejar este cuerpo mío a un lado

Y meterme contigo en una concha,

Con nuestra pequeñez, como los bígaros.

Ven, te espero,

Continuaremos la historia interrumpida hace un año,

Como si no tuvieran un círculo más

los abedules blancos de la rivera.




No me he resistido a colgar este poema entre mis puentes, como si fuese un mensaje en una botella para mis amigos. Es una gozada cuando uno encuentra su voz en las palabras de otros. Es una gozada cuando dos corazones (o tres o cuatro) comparten una misma concha.
Este poema está publicado en el libro “Mientras tanto dame la mano” (Visor).

Sunday 10 May 2009

Pandemias


Ha vuelto el miedo a las pandemias, con todo el horror apocalíptico de las plagas bíblicas, y otra vez comprobamos que, en vez de la investigación y la reflexión encaminadas a revelar los factores desencadenantes de la epidemia, pueden más el pánico, que tan ventajoso resulta para los medios de comunicación, y las medidas precipitadas y absurdas, que muestran las intenciones dudosas y paternalistas de los gobiernos (el “secuestro” de ciudadanos mexicanos en China, la matanza de cerdos en Egipto, los paquetes de pañuelos repartidos por las mesas del edificio donde trabajo y esos carteles hilarantes aconsejándonos que nos tapemos la cara al estornudar: “coughs and sneezes spread diseases”).
La relación entre los sistemas de ganadería intensiva, en los que millares de animales viven hacinados, mutilados, atiborrados de antibióticos y en un estado de estrés crónico que daña su sistema inmunológico, y la aparición de estos virus, es clara. Estas granjas-fábrica son el caldo de cultivo perfecto para que los virus se recombinen y muten hasta dar lugar a cepas especialmente virulentas.
Es lo que la periodista Felicity Lawrence llama nuestra “deuda tóxica”. Los esquemas del capitalismo, obsesionados con la generación de beneficios, cuando se aplican a la producción de carne, no sólo suponen el sufrimiento continuo de millones de animales sino que también causan un impacto tremendo sobre el medioambiente y originan estas epidemias potencialmente tan peligrosas.
Este asunto de las pandemias me ha recordado la epidemia de ceguera “blanca” que Saramago describe con una lucidez escalofriante en su genial “Ensayo sobre la ceguera”. No es la ceguera de los que no ven sino (y esta es mi propia interpretación) la de los que no preguntan, la de los que, por pura comodidad, no quieren saber.
Vamos al supermercado y nos atonta la variedad de lo que allí vemos. Un pollo cuesta una libra y nos parece estupendo (decidimos ignorar que la vida de ese pollo duró apenas poco más de treinta días, que nunca vio la luz del sol, que sus huesos eran tan frágiles y el peso de sus muslos y su pechuga tan desproporcionado que sus patas han podido fracturarse). No nos preguntamos de dónde viene la chuleta de cerdo, cómo son las granjas donde se producen, cuál es el sueldo, las condiciones en las que trabajan los empleados de granjas, mataderos o salas de despiece. No nos preguntamos cuáles son las consecuencias de comer demasiada carne. No nos preguntamos si los cerdos que nos comemos fueron felices. A quien dude de la capacidad de ser felices de los cerdos (que, por cierto, demuestran unas habilidades cognitivas muy superiores a las de nuestros amados perros), quizás le convenza más su capacidad para el sufrimiento que, creo, es obvia en la foto que tomó una de mis profesoras.
Es esta epidemia de ignorancia e irresponsabilidad en la que nos ha sumido la sociedad de consumo, y que tan ventajosa es para las estructuras del capitalismo, la que de verdad nos debería preocupar. Hagamos preguntas, busquemos respuestas y actuemos consecuentemente. Quizás no sea todavía demasiado tarde.

Sunday 3 May 2009

Francesca Woodman


Todo el mundo ya sabe el terror que me inspiran los espejos. Otra fobia semejante y relacionada con ella, por lo que tiene de reproducción y falseamiento de la propia imagen, es la que me producen las fotografías de mí. Una noche de insomnio en la habitación de un Bed&Breakfast en la isla de Arran jugué a asustarme a base de fotografiar mi reflejo en el espejo que cubría una pared de lado a lado, y el miedo me duró semanas. Lo que el espejo transpone, la fotografía lo transubstancia, y uno se pierde en un laberinto de yoes en el que es imposible saber quién es quién. En una de las fotografías, mis dos caras están tan juntas que las narices están a punto de tocarse, el espejo ha desaparecido y es imposible diferenciarme a mí de mi reflejo, aunque uno de los dos, terrorífica incertidumbre, es alguien que yo no quiero ser.
Las fotografías de Francesca Woodman, que estos días podemos ver en dos galerías de Edimburgo, exploran desinhibidamente ese territorio onírico, misterioso e inquietante de la intimidad de uno y su sombra. Casi todas sus obras son autorretratos. En muchas de ellas está desnuda, ataviada con ropas extrañas o convertida en el espectro que se revela al capturar el movimiento en una exposición prolongada. Sus fotografías son extrañamente atemporales, casi desprovistas de referencias. El fondo es, a menudo, un muro desconchado o una pared en la que el papel se ha despegado y entre cuyos pliegues se esconde el cuerpo de la artista. Hay cierta voluntad de metamorfosis o de desaparición en estas fotografías, como si Francesca Woodman estuviera fotografiando un momento clave y frágil, una disolución en ese mundo externo, incierto y melancólico. La artista detrás de la cámara parece estar decorando con su desasosiego el espejo en el que va a obligar a vivir, atrapado para siempre, a su propio reflejo. Francesca Woodman se quitó la vida con tan sólo 22 años. Sus fotografías misteriosas, sugerentes y magnéticas, nos siguen turbando con el enigma trágico de su cuerpo y su rostro, que parecen a punto de decirnos algo tan importante para ella como para nosotros.

Sunday 26 April 2009

Otras aguas


A la artista Roni Horn, como he podido ver el fin de semana pasado en una exposición de la Modern Tate en Londres, le interesa mucho el agua. El agua es el fluido de la vida. El medio en el que nació la vida y en el que la vida se sostiene. Un recurso -horrible palabra- amenazado por el derroche y la contaminación. A la artista americana le interesa el agua como elemento problemático, indefinible. Si nos atenemos a los adjetivos que utiliza el diccionario de la RAE para calificarla, nos hacemos una idea de lo que Horn quiere decir ¿Acaso es el agua del mar, de los ríos y lagos, inodora, insípida e incolora? Ciertamente no. Es esa cualidad escurridiza y mutable del agua la que Roni Horn utiliza hábilmente como metáfora en su arte. El agua que fluye y transforma, esa mezcla de lo material y lo misterioso. Las religiones del mundo han sabido aprovecharse de esto y así tenemos, por ejemplo, bautizos y cremaciones en los ríos. El agua nos atrae poderosamente. Nuestros ojos parecen descansar cuando se encuentran con una masa de agua. Los antiguos griegos creían que el sentido de la vista se originaba por las partículas que desprendían los objetos y que alcanzaban los ojos a través de un camino de agua. El agua es, a menudo, la materialización de la luz. El mar espejea, los lagos reflejan los colores del paisaje y en los ríos saltan los brillos del sol. Pero el agua es también hermana de la oscuridad y es este aspecto menos manoseado, más inquietante, el que explora “Another water” de Roni Horn. Durante un otoño, Roni Horn fotografió el Támesis. Al pie de las fotos, leemos en una serie de notas las reflexiones de la artista. “¿Te das cuenta de qué pocas veces el agua parece agua?”, dice. Lo que vemos no es transparente ni incoloro, sino negro como el petróleo, verde oscuro, quizás marrón. La superficie oscura de las aguas del río no nos deja profundizar en él. Hay algo inquietante en ese abismo opaco, que sin embargo nos fascina y nos deja hipnotizados. Quizás por eso el Támesis es la última frontera de muchos suicidas que acuden a él como a un Estigia sin Caronte. Sus aguas ofrecen esa transformación definitiva que es la pérdida de la identidad. Agua somos y en agua nos convertiremos, en ese río de Heráclito en el que nunca nos bañaremos otra vez.
De camino hacia Waterloo por el South Bank, uno de mis paseos preferidos del mundo, contemplo las aguas del Támesis con otros ojos. En mi cabeza resuenan las palabras de Roni Horn: “el agua es siempre una experiencia íntima; tu relación con el agua es tu relación contigo mismo”.

Sunday 12 April 2009

El pan nuestro


La casa huele a pan recién hecho y es, como el olor de la tierra removida del huerto, un aroma que trae consigo una felicidad sana y simple. Nadie, cuando somos niños, nos enseña a ser felices, pero deberían enseñarnos, al menos, a hacer pan y a plantar un huerto. Pienso que nos ayudaría mucho, en tiempos de crisis. De todo tipo de crisis. Haciendo pan uno aprende a valorar la sencillez de sus ingredientes. Lo primero que pensé la primera vez que decidí hacer pan fue: ¿es eso todo, harina, sal, levadura y agua? Y es verdad, para hacer pan (y pan delicioso) no se necesita más, igual que tampoco se necesita mucho para estar contento o para hacer la vida vivible. No me importa parecer ingenuo. Si hay una salida del laberinto en el que estamos metidos es por el camino de la simplicidad. Usamos poco las manos y demasiado la cabeza. Tenemos demasiadas ideas de futuro en la mente y estamos siempre en ese más allá. Amasando el pan nos detenemos en la sensualidad del presente. Es un placer sentir la humedad y la consistencia de la masa en las palmas de las manos. Luego hay que dejar la masa reposar. Y aprendemos a ser pacientes. La masa sube sólo si no la miramos. El milagro de los panes está en la levadura. La fermentación sucede, aunque no la veamos, como tampoco vemos la química del amor o por qué nos emociona una canción, un cuadro o una frase perfecta, pero todas estas cosas nos esponjan, nos hacen subir. Hacer pan, como cultivar verduras en el huerto, nos acerca al placer de nuestras capacidades y nos recuerda la sencillez de lo que verdaderamente necesitamos. Siempre me sorprende la belleza del pan al sacarlo del horno. Y sí, lo hemos hecho nosotros.

Wednesday 1 April 2009

Room 237


Por fin he entrado en la habitación 237. Durante años, “El resplandor” me ha dado demasiado miedo y me resistía a su llamada. Redrum. Redrum. Redrum. Siempre me pasa lo mismo con las películas de terror. Por un lado siento esa pulsión que me atrae hacia ellas y, por otro, el rechazo a ese miedo que se te pega al cuerpo como alquitrán y ya no te deja. Con las películas de terror pasa una cosa que no pasa con las de otros géneros: en ellas es tan importante lo que sucede fuera de la pantalla como lo que sucede dentro. Viéndolas, saltamos, gritamos, se nos acelera el pulso y la respiración y, lo más importante, se revuelve esa serpiente que tenemos agazapada en el centro del cerebro. Y recordamos algo que habíamos aprendido de niños: que la semilla que apenas protege nuestra cáscara está hecha de puro miedo. Cuando era niño, yo sentía un miedo patológico a la oscuridad de mi cuarto, esa oscuridad que coagulaba en todas las posibles caras del terror debajo de la cama, allí donde los adultos sólo veían bolas de pelusa y zapatos. Y ahora, mirando hacia atrás, me doy cuenta de que lo que más miedo me daba era mi propio miedo; esa sensación de que los miedos irracionales te llevan a perder el control y pueden acabar por sumergirte en un pozo (como el del péndulo) de locura. Si estoy hablando de cuando era niño es porque, viendo la película de Kubrick (que se ha convertido en una de mis favoritas), me he reencontrado con ese que yo era hace unos cuantos años. Para mí, lo mejor de la película no es Jack Nicholson (a quien siempre encuentro demasiado histriónico), ni Shelley Duvall (aunque sus ojos de vaca, a punto de salírsele de la cara, son probablemente los que mejor han sabido mostrar terror en la historia del cine), ni la implacable (e impecable) dirección de Kubrick (con esa forma suya de colocar la cámara a la espalda de los personajes, que parece que se les va a echar encima y tragárselos de un bocado). No, para mí lo mejor es el niño, Danny, que es, con diferencia, el personaje más complejo y más escalofriante. Danny es un niño asustadizo y traumatizado, hipersensible hasta el punto de percibir la presencia de fantasmas o acontecimientos del futuro. Lo inquietante es que, para lidiar con todas estas cosas, Danny se ha inventado un amigo invisible, Tony, que es irascible, autoritario y feroz, y que habla con una voz gutural que hiela la sangre. ¿Por qué se inventa Danny un amigo tan desagradable? No lo sé, todo lo que puedo decir es que yo también tuve un amigo invisible que se me fue de las manos, pero esa es otra historia. Imagino que la respuesta tiene que ver con la inquietud que nos produce no saber lo que un niño sabe o piensa e ignorar qué efectos desastrosos pueden tener en él acontecimientos que aún no es capaz de racionalizar. Pero, por si estábamos a punto de infravalorar las capacidades infantiles, Kubrick, hacia el final de la película, se saca de la manga la que para mí es una de las imágenes más poéticas y poderosas que he visto jamás en la gran pantalla. Danny corre a través del laberinto del jardín del hotel mientras su padre le persigue con la consabida hacha. Agotado de correr por la nieve, de pronto se detiene y, apenas manteniendo el equilibrio, vuelve sobre sus pasos, marcha atrás, colocando los pies cuidadosamente sobre sus huellas, para despistar al asesino. Y yo no sé si es una metáfora intencionada o no, pero en estos tiempos en los que tantas cosas avanzan a ciegas, irracionalmente, blandiendo hachas como Jack Nicholson, es emocionante ver un símbolo del triunfo de la fragilidad y la inteligencia, caminando marcha atrás sobre la nieve, en precario equilibrio.

Wednesday 25 March 2009

El cielo de Madrid


Este fin de semana me fui a recibir la primavera a Madrid. Volver a Madrid es reencontrarme con la ciudad de mis sueños, uno de los escenarios donde empecé a vivir. Por aquel entonces era joven y pueblerino (en el mejor sentido de la palabra) y mis visitas a Madrid me llenaban de expectación. Dejaba el campo y la capital de provincias para aventurarme en la jungla de asfalto, el lugar donde todo era posible. El cielo de Madrid, con sus ángeles hermosos y terribles, se convirtió en el horizonte de mis sueños, y me emborrachaba con esa vertiginosa abundancia de posibilidades que me asaltaba en los cines, en los parques, en las librerías y los bares. Perdido en el anonimato de la gran ciudad, aprendí que para ser yo mismo tenía que jugar antes a ser muchos otros, como quien se prueba distintos trajes hasta descubrir el que le hace sentirse más cómodo. En Madrid, sentía la presencia benéfica, aunque invisible, de todos esos escritores, cineastas, poetas malditos y aventureros a los que me admiraba y me parecía que su influjo me empujaba a desdoblarme en ese otro yo al que me resistía a dar tregua. En Madrid me pasaron muchas cosas. Aprendí, en mis incansables caminatas a solas por sus calles, a observar desde el desarraigo, a extraer de sus gentes perlas de sueños, nudos de cansancio y lágrimas de soledad. Historias que no escribí pero que, en mi cabeza, me convertían en escritor. En Madrid, también, la vida me atacó por la espalda, y sondeé el cielo y los abismos de la amistad. Noches de humo y conversaciones febriles y reconocimientos. Amaneceres de luz gris y abrazos emocionados frente a los portales. Azoteas de deseos inciertos. Palabras insuficientes para sentimientos nuevos. Cafés de vida por derrochar. Amigos que vinieron y se fueron, como un temporal, dejándome más sabio y más solo, con las raíces al aire. Amigos que vinieron y se quedaron, hasta siempre jamás, haciendo mis cimientos más sólidos. Volver a Madrid es volver a la ciudad de mis sueños. Y aunque prometí, y no cumplí, que un día vendría a Madrid para quedarme, sus ángeles no me lo echan en cara. Porque bien saben que el cielo de Madrid me lo llevo siempre puesto.


Saturday 7 March 2009

En Compañía de Lobos


Los cuentos de hadas nos enseñan a temerle al lobo feroz. Sin embargo, a mí nunca me ha parecido tan malo el lobo de Caperucita. Los malos del cuento para mí siempre han sido otros. Para empezar: ¿qué clase de madre manda a una niña sola bosque adentro, sabiendo que merodean los lobos? y, si tan preocupada está por la pobre abuela, ¿por qué no va ella a visitarla, en vez de cargarle el mochuelo a Caperucita? Y el padre, ¿dónde narices está ese padre al que ni siquiera se menciona? Ajajá, diría Bruno Bettelheim: el padre es el lobo, el lado oscuro del padre, mientras que el leñador es el lado bueno de la figura paterna. Ya se sabe, los psicoanalistas siempre a vueltas con los padres y los penes, masticándonos la vida y, de paso, estropeándonos las historias.
Es verdad que, en los cuentos tradicionales, los animales simbolizan determinados atributos característicos del ser humano. Nos sirven de espejo en el que mirarnos sin darnos demasiado miedo. Y al pobre lobo le ha tocado cargar con nuestra peor parte ya que, en estas historias, suele ser el “malo” por antonomasia: cruel, traicionero y libidinoso. Es de suponer que la demonización del lobo se debe a que éste ha sido el principal depredador de nuestro ganado. Un competidor que muchas veces nos ha vencido. Hay, en nuestra relación con el lobo, un cierto tinte bíblico. Cuando San Francisco habla del “hermano lobo”, ¿estaría pensando en Caín y Abel? Pero, ¿quién es quién? La única vez que he visto un lobo en libertad, era un ejemplar flacucho y asustadizo, que caminaba como de puntillas por los pastizales. En cambio, sus persecutores eran feroces. Recuerdo el miedo que me daban las batidas del lobo y ese hombre que iba de pueblo en pueblo con el cadáver de uno atado macabramente a la baca del coche para recibir los vítores de los vecinos. Así lo hemos llevado al borde de la extinción, aunque ahora parece que las poblaciones de lobos se están recuperando y ya se oyen otra vez los gritos furiosos y fratricidas de ganaderos y cazadores.
Pero, volviendo a las historias, parece que desde las fábulas de Esopo esa ambigüedad en nuestras relaciones con el lobo está ahí. Aunque este animal es el malo en muchas de sus fábulas, hay una que le da la vuelta a la tortilla. Se titula “El lobo y los pastores cenando” y dice así:
“Un lobo que pasaba cerca de un palenque, vio allí a unos pastores que cenaban las carnes de un cordero. Acercándose, les dijo:
-¡Qué escándalo habría ya si fuera yo quien estuviera haciendo lo que ustedes hacen!”
Alguien a quien se le daba muy bien coger una historia conocida y darle la vuelta era Angela Carter, la escritora británica más fantástica, feminista y posmoderna. En sus relatos con lobo, dentro del volumen “The Bloody Chamber”, la frontera entre hombres y lobos ha desaparecido y, en su lugar, los lobohombres son criaturas, quizás peligrosas, pero si acaso debido sólo a su poder de seducción, mientras que los hombres a secas son mezquinos, brutales y supersticiosos.

Wednesday 25 February 2009

Recuerdos apócrifos

Lo recordaba perfectamente: la luz en los árboles, la alegría contagiosa del cielo despejado, el silencio de St. Leonard’s y nuestra conversación apasionada. Sin embargo, al atravesar el parque y enfilar el estrecho sendero, Ryan pareció desconcertado. “Es que nunca antes había pasado por aquí”, me dijo. Yo lo negué rotundamente. “¿No te acuerdas?”, le dije. “Debió de ser uno de los primeros paseos que dimos juntos. Lo recuerdo perfectamente. Hacía un día muy bonito, soleado, y todo estaba en silencio, un silencio como de domingo.” Él movió la cabeza de lado a lado, con la tranquilidad de quien se sabe en lo cierto. “Que sí”, insistí, “me acuerdo hasta de lo que hablamos al pasar por aquí, me dijiste que en ese local antes había un café y acabamos hablando del té rojo y del té verde”. Mi amigo tampoco recordaba esa conversación. “Hasta hice fotos”, declaré, “te saqué una ahí, de pie frente a ese muro”.
Esa noche, al llegar a casa, encendí el ordenador y busqué las fotos. Sí, eran tal y como las recordaba: la luz dorada sobre los árboles, el cielo sin una nube, el silencio casi palpable de la calle vacía. Pero Ryan no estaba por ninguna parte. Cuando miré la fecha de la carpeta supe por qué: las había sacado exactamente dos semanas antes de que nos conociéramos.

No es la primera vez que me pasa. Mi memoria (sobre todo la de mi infancia) está llena de recuerdos apócrifos. Recuerdo lugares en los que nunca he estado, gente a la que nunca he conocido, cosas que no he visto. La memoria es un funcionario torpe. En su empeño ciego de acumulación, de búsqueda de patrones y de sentido, a veces derrama el tintero sobre el folio en el que escribe. Y ahí nos queda un borrón de forma caprichosa e indeleble. Un recuerdo de lo que nunca sucedió que, aun tras desenmascararlo, persiste.

Monday 16 February 2009

Espejo Oscuro


Ningún objeto me parece más inquietante que un espejo. En algún momento de nuestra infancia alguien nos coloca delante de uno y nos dice: mira, ¡eres tú! Y entonces debemos aprender a identificarnos con ese extraño que repite nuestros gestos sobre la superficie pulida y fría. Recuerdo una noche, hace muchos años, que llegué a casa borracho, con esa ebriedad fanática y primeriza de la adolescencia. Fascinado por ese nuevo estado me quedé parado delante del espejo del baño. Me contemplé un rato largo y, de pronto, mi cara comenzó a cambiar hasta que me di cuenta de que aquel impostor no podía, de ningún modo, ser yo. Desde entonces me miro en los espejos con recelo, consciente de que el reflejo no es del todo exacto, de que el que me mira desde el otro lado tiene un brillo irónico en los ojos y la sonrisa levemente torcida. Consciente de que mi reflejo sabe algo que yo desconozco. El yo que vive en los espejos es mi lado oscuro. Muy acertadamente, Gonzalo Suárez, en su película “Mi nombre es sombra”, hace salir a Mr Hyde de un espejo. Los espejos son un portal hacia los abismos del alma de los que en ellos se reconocen. Son el reverso de “El retrato de Dorian Gray”: en ellos envejecemos y nos hacemos viles mientras nos sentimos, por dentro, todavía inocentes y jóvenes.
Los cuentos de hadas, que ahora estoy leyendo vorazmente y con creciente fascinación, están llenos de espejos: desde el espejito-espejito de la madrastra de Blancanieves hasta el espejo rajado que cubre el suelo de la cámara de la Reina de las Nieves, el maravilloso (en todos los sentidos) relato de Hans Christian Andersen. De hecho, muchos cuentos de hadas (por ejemplo “Hansel y Gretel”) tienen una estructura que se conoce como “el espejo oscuro”, por la cual los protagonistas entran en un mundo paralelo, semejante al que habitan normalmente pero en el que predominan las fuerzas oscuras a las que deberán derrotar antes de volver a “este” lado. Una escritora a la que también le fascinaban los espejos, hasta el punto de incluirlos en varios de sus “Siete cuentos góticos”, fue Isak Dinesen. El protagonista de “Las carreteras de Pisa” se mira en el espejo para ver la verdad sobre sí mismo pero, a la vez, recuerda con pavor la terrible experiencia de verse deformado y multiplicado hasta el infinito en uno de esos halls llenos de espejos. En “El mono”, en cambio, un espejo actúa como un objeto de brujería ante el que se desnudan tres doncellas en la noche de Walpurgis. Esa escena me hizo recordar la película “La hora bruja” donde Paco Rabal se desnuda a medianoche frente a un espejo iluminado con dos velas para ver su propio entierro.
Magia, brujería o verdad, más vale andarse con cuidado no vaya a ser que nos veamos de pronto suplantados por nuestro propio reflejo.

Thursday 5 February 2009

Bombón: El perro


Alfred Hitchcock solía decir que si metes un niño o un animal en una película corres el riesgo de arruinarla o de perder los nervios. Aun así, Hitchcock decidió arriesgarse e incluyó a esas criaturas volubles, impacientes y temperamentales en alguna de sus películas convencido, probablemente, de su enorme poder para conmovernos y afilar el filo del suspense. Está claro que los perros pueden funcionar a la perfección como elementos narrativos en el cine pero también es cierto que la mayoría de las películas “con perro” nos presentan una visión de los canes estereotipada y empalagosa. Los perros del cine son monos, ágiles, listos hasta lo indecible, leales hasta la muerte y cariñosos hasta la nausea. Por eso es una delicia encontrarse con una película como “El perro” de Carlos Sorin, donde vemos a un perro de carne y hueso, sin las babas de la comicidad o del sentimentalismo. La película nos cuenta la historia de Coco Venegas, un hombre de mediana edad que se encuentra en el paro tras el cierre de la gasolinera en la que trabaja. La vida no le va muy bien, pero él se enfrenta a su mala racha con una mirada limpia, donde caben la vulnerabilidad y la ironía, y una sonrisa tímida. Coco recibe un perro de una mujer a la que ayuda y casi sin darse cuenta se ve haciendo las cuentas de la lechera. Gracias al perro (Bombón, le dicen, es un magnífico ejemplar de dogo argentino) quizás pueda hacer dinero y salir del bache. Uno de los grandes aciertos de la película es lo hábilmente que muestra como Bombón, además de heredar los genes que determinan su raza, hereda también las ideas preconcebidas que la gente tiene sobre la misma: es un perro de guarda, es un perro de caza, es un perro agresivo, satisface unas ciertas características morfológicas que merecen ser premiadas en una exposición canina. Todo el mundo, menos Coco, que no sabe nada de perros, parece tener una firme opinión sobre quién es Bombón y qué se debe esperar de él. Bombón y Coco Venegas son personajes antitéticos: mientras al primero le viene definido su status en la sociedad por su raza, al segundo le cuesta hacerse un hueco en una sociedad que lo condena a cierta marginalidad precisamente por su indefinición: desempleado, intentando ganarse la vida vendiendo cuchillos tallados a mano, padre descolocado, marido ausente, demasiado viejo para ser joven… La aventura de Coco y Bombón nace de su inconformismo ante los roles que a ambos se les ha asignado sin preguntarles. Sorin nos cuenta todo esto con una sencillez desarmante y, precisamente por ello, su mensaje rebelde y liberador nos cala más hondo. Esta película no es sólo un canto a la amistad entre perros y humanos sino también un recordatorio de que los perros (y las personas) son siempre mucho más de lo que creemos, cuando les dejamos ser lo que realmente son.

Friday 23 January 2009

Islas


No hay accidente geográfico que espolee más nuestra imaginación que la isla. En las islas se esconden tanto tesoros como esa verdad sobre nosotros mismos que se alcanza sólo al medirnos cuerpo a cuerpo con la naturaleza. Las islas, independientemente de su tamaño, siempre contienen un mundo. En el delicioso “El libro del verano”, Tove Jansson nos cuenta la historia de los meses que pasan en una diminuta isla del Golfo de Finlandia, Sofía, su padre y su octogenaria abuela. Nieta y abuela exploran la isla de palmo a palmo, descubriendo una vasta riqueza que resume las luces y las sombras de lo que es la vida y la muerte. Tove Jansson se inspiró en los veranos que pasó junto a su familia en una isla real que, al revisitar ya de adulta, le pareció decepcionante pequeña. Las que no decepcionan nunca son las islas de la imaginación, en las que habitan, además, criaturas extrañas, mágicas y a veces terroríficas que abarcan desde el niño-que-nunca-crece y sus piratas y sirenas, hasta los experimentos del doctor Moreau, pasando por los liliputienses o por las desvaídas y repetitivas figuras que pueblan la isla de esa maravillosa novela que es “La invención de Morel” de Adolfo Bioy Casares. También está la isla de “La piel fría” de Albert Sánchez Piñol, una de las mejores novelas de ciencia ficción publicadas en nuestro país, una hábil mezcla de la novela decimonónica de aventuras con el terror a lo Lovecraft, además de un guiño al Conrad de “El corazón de las tinieblas”. “La piel fría” nos cuenta la historia de dos hombres que se encuentran solos en una isla asediada por unas extrañas criaturas submarinas. El miedo a la inteligencia de los “otros” se mide aquí con una reflexión sobre qué es realmente ser humano. Y puestos a filosofar, las islas también resultan útiles. Ahí está, por ejemplo, la Utopía de Tomás Moro que Quevedo tradujo, con mucha literalidad y no poca mala leche, como “No hay tal lugar”.
Un poco de todo lo anterior se encuentra en la obra del escocés Charles Avery, él mismo nacido en una isla, la de Mull. Este artista ha dedicado todo su esfuerzo creativo a describir una isla (sin nombre) que existe sólo en su imaginación. A base de textos, que documentan sus numerosas visitas a la isla, dibujos, pinturas y esculturas, Avery a la vez que nos muestra la geografía, la cultura y los seres que pueblan la isla, nos avisa también de la poca fiabilidad de su “testimonio” y nos invita a descubrirla (ojalá pudiéramos) con nuestros propios ojos. Las obras de este autor tienen algo del espíritu coleccionista de los naturalistas victorianos, pero sazonado con mucha ironía y una imaginación feroz. La cartografía de ese mundo imposible recoge términos tan resonantes como “el océano analítico”, “el mar de la claridad” o esa línea polar llamada “el axioma de Descartes” que marca el comienzo de un bosque que se repite a sí mismo hasta el infinito. No obstante, para mí lo mejor es el bestiario de criaturas que viven en la isla. Mi favorita es el ratónpiedra, parte animal y parte roedor, cuyo corazón late sólo una vez cada mil años y que es un paradójico ser hecho de fragilidad y dureza. Están también los alephs (que al crecer desarrollan otra cabeza en su trompa), los noumenons (a los que nadie nunca ha visto pero en los que todo el mundo cree) y los ridables (un cruce de avestruz, llama y perro) y otras criaturas de naturaleza indefinida y mutante de cuyo nombre no puedo acordarme.
La isla de Charles Avery te deja con la boca abierta y con ganas de más porque nos recuerda que las islas son el escenario perfecto para dejar a sus anchas a nuestros miedos y nuestros sueños, quizás porque al estar rodeadas de agua y alejadas de nuestro mundo conocido no nos preocupa demasiado que se desmanden. Así que nada mejor para una fría tarde de domingo que cultivar nuestra propia isla.

Thursday 15 January 2009

Donna Haraway (2)

Donna Haraway tiene dos perros y ellos son en gran medida los responsables de que esta científica/socióloga/feminista haya dejado de lado a los cyborgs que la hicieron famosa a finales de los ochenta. Su librito “El manifiesto de las especies de compañía: perros, humanos y alteridad significativa” da cuenta de su experiencia personal con los canes. Como todo manifiesto, el suyo es un llamamiento político, propone un salto de la teoría a la acción. A muchos les dará la risa pensar que vamos a cambiar el mundo a través de entender mejor nuestra relación con los perros, pero el libro de la Haraway está lleno de ideas fascinantes que convendría no desestimar. Las “especies de compañía” a las que se refiere el título de su obra no incluyen sólo a perros y gatos, etc. sino también al propio ser humano, ya que como ella dice con una llaneza pasmosa “para que haya compañía hacen falta dos”. La Haraway ataca desde la raíz nuestras preconcepciones. Por ejemplo, desmonta ese mito creacionista según el cual el perro es el producto de la domesticación del lobo llevada a cabo por el hombre. Ahora sabemos que el lobo y el perro se separaron genéticamente hace más de 100.000 años (una época en la que nuestros ancestros difícilmente podrían ser llamados “humanos”). Por eso, más que hablar de domesticación deberíamos hablar de un proceso de co-evolución que se puso en marcha cuando dos especies se asociaron para beneficio de ambas, “domesticándose” mutuamente. Así, los perros aprendieron a interpretar el lenguaje corporal y el estado mental del ser humano mucho más eficazmente que cualquier especie más cercana a nosotros evolutivamente (y hay estudios recientes que demuestran esto con una asombrosa claridad), mientras que el ser humano adquirió habilidades sociales (por ejemplo, relacionadas con la cooperación) que son más propias de los cánidos que de nuestros primos los primates. Hasta tal punto están nuestras historias entremezcladas que no parece tan descabellada la idea del escritor Horace Walpole de sustituir el concepto de “humanidad” por el de “perromanidad”.
La Haraway nos habla de la “alteridad significativa” para referirse a esos “otros” (ya sean animales de compañía o no) con los que compartimos diferencias irreconciliables y un futuro incierto. Un futuro que depende, en gran medida, de nuestra habilidad para entendernos con ellos y aprender a amarlos (a la Haraway no le tiembla el pulso al escribir la palabra amor), no desde la cursi perspectiva que los convierte en humanoides infantilizados y estúpidamente incondicionales sino desde el respeto hacia lo que verdaderamente son y hacia nuestra historia común.

Thursday 8 January 2009

Donna Haraway (1)

Imaginad ese cuerpo, que ocupa un espacio definido, en el que habita la voz que dice “yo”. Ese grupo de células, tejidos y órganos, siempre en cambio, con el que nos paseamos por la vida. Ese envoltorio y contenido mortal que es lo único más o menos fijo que poseemos. Pues bien, Donna Haraway, la mujer que con sus escritos le prendió fuego a mi pensamiento estas navidades, nos pregunta: ¿sabéis cuantas de esas células tienen un genoma humano? Y la respuesta llega, despertando la incredulidad: un 10%. Ese 10% es lo único a lo que realmente podemos con toda seguridad llamar “yo”, ya que el resto lo constituyen organismos, principalmente bacterias que, como sabemos, en su mayoría no sólo son beneficiosas para nosotros, sino necesarias. En realidad yo no soy yo, sino yo y mis bacterias. Los microbios que me habitan digieren alimentos que, de otra forma, serian indigestibles, sintetizan vitaminas y trabajan mano a mano con mi sistema inmune para mantenerme sano. Esto es tan importante que los científicos más avispados ya están pensado en decodificar el genoma de los microorganismos que nos habitan, el llamado microbioma humano.
El famoso “yo soy otro” de Rimbaud tiene, así, una nueva lectura, quizás menos poética y existencialista, pero más vital e igual de fascinante. Quizás el concepto de especie se nos está quedando un poco anticuado. Quizás sea mejor hablar de “superorganismos” –puestos a tener que tirar de las malditas etiquetas- y asumir abiertamente, nombrándola con un neologismo, esa relación de interdependencia con otras especies. A lo mejor, ese podría ser un primer paso con el que cuestionar la supuesta primacía de nuestra especie, una forma de ver desde un ángulo más inclusivo y esperanzador nuestro papel y nuestra responsabilidad hacia los otros seres vivos con los que compartimos el planeta. La Haraway, destructora de dicotomías limitantes, se pregunta por qué hablamos de “Historia” cuando nos referimos al pasado del ser humano y de “Evolución” cuando hablamos del de “otras” especies. Y propone el chispeante concepto de “naturoculturas”. En las naturoculturas, ellos y nosotros nos hacemos compañía, estamos entremezclados en nuestras historias y nuestros flujos vitales. Y lo que importa no es lo que es (ese mítico y cuestionable “yo”) sino las relaciones que emergen.
El agente Mulder tenía razón, no estamos solos, pero se equivocó en una cosa: la verdad no está sólo ahí fuera sino también aquí dentro.