Wednesday 25 February 2009

Recuerdos apócrifos

Lo recordaba perfectamente: la luz en los árboles, la alegría contagiosa del cielo despejado, el silencio de St. Leonard’s y nuestra conversación apasionada. Sin embargo, al atravesar el parque y enfilar el estrecho sendero, Ryan pareció desconcertado. “Es que nunca antes había pasado por aquí”, me dijo. Yo lo negué rotundamente. “¿No te acuerdas?”, le dije. “Debió de ser uno de los primeros paseos que dimos juntos. Lo recuerdo perfectamente. Hacía un día muy bonito, soleado, y todo estaba en silencio, un silencio como de domingo.” Él movió la cabeza de lado a lado, con la tranquilidad de quien se sabe en lo cierto. “Que sí”, insistí, “me acuerdo hasta de lo que hablamos al pasar por aquí, me dijiste que en ese local antes había un café y acabamos hablando del té rojo y del té verde”. Mi amigo tampoco recordaba esa conversación. “Hasta hice fotos”, declaré, “te saqué una ahí, de pie frente a ese muro”.
Esa noche, al llegar a casa, encendí el ordenador y busqué las fotos. Sí, eran tal y como las recordaba: la luz dorada sobre los árboles, el cielo sin una nube, el silencio casi palpable de la calle vacía. Pero Ryan no estaba por ninguna parte. Cuando miré la fecha de la carpeta supe por qué: las había sacado exactamente dos semanas antes de que nos conociéramos.

No es la primera vez que me pasa. Mi memoria (sobre todo la de mi infancia) está llena de recuerdos apócrifos. Recuerdo lugares en los que nunca he estado, gente a la que nunca he conocido, cosas que no he visto. La memoria es un funcionario torpe. En su empeño ciego de acumulación, de búsqueda de patrones y de sentido, a veces derrama el tintero sobre el folio en el que escribe. Y ahí nos queda un borrón de forma caprichosa e indeleble. Un recuerdo de lo que nunca sucedió que, aun tras desenmascararlo, persiste.

Monday 16 February 2009

Espejo Oscuro


Ningún objeto me parece más inquietante que un espejo. En algún momento de nuestra infancia alguien nos coloca delante de uno y nos dice: mira, ¡eres tú! Y entonces debemos aprender a identificarnos con ese extraño que repite nuestros gestos sobre la superficie pulida y fría. Recuerdo una noche, hace muchos años, que llegué a casa borracho, con esa ebriedad fanática y primeriza de la adolescencia. Fascinado por ese nuevo estado me quedé parado delante del espejo del baño. Me contemplé un rato largo y, de pronto, mi cara comenzó a cambiar hasta que me di cuenta de que aquel impostor no podía, de ningún modo, ser yo. Desde entonces me miro en los espejos con recelo, consciente de que el reflejo no es del todo exacto, de que el que me mira desde el otro lado tiene un brillo irónico en los ojos y la sonrisa levemente torcida. Consciente de que mi reflejo sabe algo que yo desconozco. El yo que vive en los espejos es mi lado oscuro. Muy acertadamente, Gonzalo Suárez, en su película “Mi nombre es sombra”, hace salir a Mr Hyde de un espejo. Los espejos son un portal hacia los abismos del alma de los que en ellos se reconocen. Son el reverso de “El retrato de Dorian Gray”: en ellos envejecemos y nos hacemos viles mientras nos sentimos, por dentro, todavía inocentes y jóvenes.
Los cuentos de hadas, que ahora estoy leyendo vorazmente y con creciente fascinación, están llenos de espejos: desde el espejito-espejito de la madrastra de Blancanieves hasta el espejo rajado que cubre el suelo de la cámara de la Reina de las Nieves, el maravilloso (en todos los sentidos) relato de Hans Christian Andersen. De hecho, muchos cuentos de hadas (por ejemplo “Hansel y Gretel”) tienen una estructura que se conoce como “el espejo oscuro”, por la cual los protagonistas entran en un mundo paralelo, semejante al que habitan normalmente pero en el que predominan las fuerzas oscuras a las que deberán derrotar antes de volver a “este” lado. Una escritora a la que también le fascinaban los espejos, hasta el punto de incluirlos en varios de sus “Siete cuentos góticos”, fue Isak Dinesen. El protagonista de “Las carreteras de Pisa” se mira en el espejo para ver la verdad sobre sí mismo pero, a la vez, recuerda con pavor la terrible experiencia de verse deformado y multiplicado hasta el infinito en uno de esos halls llenos de espejos. En “El mono”, en cambio, un espejo actúa como un objeto de brujería ante el que se desnudan tres doncellas en la noche de Walpurgis. Esa escena me hizo recordar la película “La hora bruja” donde Paco Rabal se desnuda a medianoche frente a un espejo iluminado con dos velas para ver su propio entierro.
Magia, brujería o verdad, más vale andarse con cuidado no vaya a ser que nos veamos de pronto suplantados por nuestro propio reflejo.

Thursday 5 February 2009

Bombón: El perro


Alfred Hitchcock solía decir que si metes un niño o un animal en una película corres el riesgo de arruinarla o de perder los nervios. Aun así, Hitchcock decidió arriesgarse e incluyó a esas criaturas volubles, impacientes y temperamentales en alguna de sus películas convencido, probablemente, de su enorme poder para conmovernos y afilar el filo del suspense. Está claro que los perros pueden funcionar a la perfección como elementos narrativos en el cine pero también es cierto que la mayoría de las películas “con perro” nos presentan una visión de los canes estereotipada y empalagosa. Los perros del cine son monos, ágiles, listos hasta lo indecible, leales hasta la muerte y cariñosos hasta la nausea. Por eso es una delicia encontrarse con una película como “El perro” de Carlos Sorin, donde vemos a un perro de carne y hueso, sin las babas de la comicidad o del sentimentalismo. La película nos cuenta la historia de Coco Venegas, un hombre de mediana edad que se encuentra en el paro tras el cierre de la gasolinera en la que trabaja. La vida no le va muy bien, pero él se enfrenta a su mala racha con una mirada limpia, donde caben la vulnerabilidad y la ironía, y una sonrisa tímida. Coco recibe un perro de una mujer a la que ayuda y casi sin darse cuenta se ve haciendo las cuentas de la lechera. Gracias al perro (Bombón, le dicen, es un magnífico ejemplar de dogo argentino) quizás pueda hacer dinero y salir del bache. Uno de los grandes aciertos de la película es lo hábilmente que muestra como Bombón, además de heredar los genes que determinan su raza, hereda también las ideas preconcebidas que la gente tiene sobre la misma: es un perro de guarda, es un perro de caza, es un perro agresivo, satisface unas ciertas características morfológicas que merecen ser premiadas en una exposición canina. Todo el mundo, menos Coco, que no sabe nada de perros, parece tener una firme opinión sobre quién es Bombón y qué se debe esperar de él. Bombón y Coco Venegas son personajes antitéticos: mientras al primero le viene definido su status en la sociedad por su raza, al segundo le cuesta hacerse un hueco en una sociedad que lo condena a cierta marginalidad precisamente por su indefinición: desempleado, intentando ganarse la vida vendiendo cuchillos tallados a mano, padre descolocado, marido ausente, demasiado viejo para ser joven… La aventura de Coco y Bombón nace de su inconformismo ante los roles que a ambos se les ha asignado sin preguntarles. Sorin nos cuenta todo esto con una sencillez desarmante y, precisamente por ello, su mensaje rebelde y liberador nos cala más hondo. Esta película no es sólo un canto a la amistad entre perros y humanos sino también un recordatorio de que los perros (y las personas) son siempre mucho más de lo que creemos, cuando les dejamos ser lo que realmente son.