Saturday 23 May 2009

Ardlui. El muro de piedra


Nuestra primera parada (improvisada, impulsiva) en este viaje en tren por la costa este escocesa es Ardlui, una estación situada en la cabeza del lago Lomond. Ardlui, me dice Ryan, significa algo así como “el alto de los terneros” en gaélico. Y es que por aquí pasaban numerosos rebaños de reses en su camino hacia los mercados del sur, llegando a veces hasta el mismísimo Londres. Hoy todavía se ven ovejas y vacas en estas tierras sin apenas árboles, este paisaje hecho por la mano del hombre y sus ganados y, aún así, tan hermoso. Si algún día Ardlui fue un pueblo, hoy no queda nada de él, aparte de la posada, en la que ahora, en vez de pastores nómadas, se alojan turistas. Adosado al hotel, hay un parque de caravanas y una marina, en la que están amarrados botes y barcos de vela. Le damos la espalda al lago y a los turistas y subimos hacia la colina donde pacen las ovejas. Y ahí descubrimos la joya escondida de Ardlui: un hermoso muro de piedra. El muro no es muy alto, lo suficiente para que no se escapen las ovejas, y sigue el curso de un arroyo, dibujando curvas suaves. Es ese adaptarse a lo que ya estaba ahí, al arroyo, al árbol y al contorno de la pendiente (todo lo contrario a la mentalidad buldózer que prima estos días) lo que lo hace especialmente bello. El muro respeta el paisaje (o al menos eso nos parece, ahora) y lo hace más hospitalario. Mirando el muro, pienso en que alguien, en su día, subió hasta aquí todas estas piedras. Alguien, un artista anónimo, pero no por eso menos artista, sopesó las piedras en sus manos, eligiendo o desechando, y las fue colocando una a una, rellenando huecos, afirmando equilibrios, avanzando su obra lentamente. Alguien que, cuando puso la última piedra, no dio su trabajo por terminado, porque sabía que ahora vendría el Tiempo y lo adornaría con líquenes y musgos, con el brillo de los insectos y el parpadeo de las lagartijas, todas esas plantas y animales para los que el muro es un escondrijo de supervivencia en la desnudez de la pendiente. El Tiempo, también, a través del peso silencioso de la nieve o la furia ciega de un animal tratando de ponerse a salvo de su depredador, se encargaría de derribar alguna piedra. Y el hombre vendría con sus manos a repararlo. Alguien, invisible para nosotros, se ocupa todavía de mantener en pie el muro. Y nos vamos hacia el apeadero del tren, pensando en todas las manos anónimas a lo largo y ancho del mundo que construyen, no en contra de la naturaleza, sino con respeto, acariciándola.

Thursday 14 May 2009

Mayo (un poema de Kirmen Uribe)


Déjame mirarte a los ojos.

Quiero saber cómo estás.

RAINER W. FASSBINDER



Mira, ha entrado mayo,

Ha extendido su párpado azul sobre el puerto.

Ven, hace tiempo que no sé de ti,

Se te ve tembloroso, como esos gatitos que ahogamos

siendo niños.

Ven, y hablaremos de las cosas de siempre,

Del valor que tiene ser amable,

De la necesidad de arreglárselas con las dudas,

De cómo llenar los huecos que tenemos dentro.

Ven, siente en tu rostro la mañana,

Cuando estamos tristes, todo nos parece oscuro;

Cuando estamos fuertes, el mundo se desmigaja.

Cada uno de nosotros guarda algo desconocido de las

vidas ajenas,

Sea un secreto, un error o un gesto.

Ven y pondremos verdes a los vencedores,

Saltaremos desde el puente riéndonos de nosotros

mismos.

Contemplaremos en silencio las grúas del puerto,

Porque estar juntos en silencio es

La mejor prueba de la amistad.

Vente conmigo, quiero cambiar de país,

Dejar este cuerpo mío a un lado

Y meterme contigo en una concha,

Con nuestra pequeñez, como los bígaros.

Ven, te espero,

Continuaremos la historia interrumpida hace un año,

Como si no tuvieran un círculo más

los abedules blancos de la rivera.




No me he resistido a colgar este poema entre mis puentes, como si fuese un mensaje en una botella para mis amigos. Es una gozada cuando uno encuentra su voz en las palabras de otros. Es una gozada cuando dos corazones (o tres o cuatro) comparten una misma concha.
Este poema está publicado en el libro “Mientras tanto dame la mano” (Visor).

Sunday 10 May 2009

Pandemias


Ha vuelto el miedo a las pandemias, con todo el horror apocalíptico de las plagas bíblicas, y otra vez comprobamos que, en vez de la investigación y la reflexión encaminadas a revelar los factores desencadenantes de la epidemia, pueden más el pánico, que tan ventajoso resulta para los medios de comunicación, y las medidas precipitadas y absurdas, que muestran las intenciones dudosas y paternalistas de los gobiernos (el “secuestro” de ciudadanos mexicanos en China, la matanza de cerdos en Egipto, los paquetes de pañuelos repartidos por las mesas del edificio donde trabajo y esos carteles hilarantes aconsejándonos que nos tapemos la cara al estornudar: “coughs and sneezes spread diseases”).
La relación entre los sistemas de ganadería intensiva, en los que millares de animales viven hacinados, mutilados, atiborrados de antibióticos y en un estado de estrés crónico que daña su sistema inmunológico, y la aparición de estos virus, es clara. Estas granjas-fábrica son el caldo de cultivo perfecto para que los virus se recombinen y muten hasta dar lugar a cepas especialmente virulentas.
Es lo que la periodista Felicity Lawrence llama nuestra “deuda tóxica”. Los esquemas del capitalismo, obsesionados con la generación de beneficios, cuando se aplican a la producción de carne, no sólo suponen el sufrimiento continuo de millones de animales sino que también causan un impacto tremendo sobre el medioambiente y originan estas epidemias potencialmente tan peligrosas.
Este asunto de las pandemias me ha recordado la epidemia de ceguera “blanca” que Saramago describe con una lucidez escalofriante en su genial “Ensayo sobre la ceguera”. No es la ceguera de los que no ven sino (y esta es mi propia interpretación) la de los que no preguntan, la de los que, por pura comodidad, no quieren saber.
Vamos al supermercado y nos atonta la variedad de lo que allí vemos. Un pollo cuesta una libra y nos parece estupendo (decidimos ignorar que la vida de ese pollo duró apenas poco más de treinta días, que nunca vio la luz del sol, que sus huesos eran tan frágiles y el peso de sus muslos y su pechuga tan desproporcionado que sus patas han podido fracturarse). No nos preguntamos de dónde viene la chuleta de cerdo, cómo son las granjas donde se producen, cuál es el sueldo, las condiciones en las que trabajan los empleados de granjas, mataderos o salas de despiece. No nos preguntamos cuáles son las consecuencias de comer demasiada carne. No nos preguntamos si los cerdos que nos comemos fueron felices. A quien dude de la capacidad de ser felices de los cerdos (que, por cierto, demuestran unas habilidades cognitivas muy superiores a las de nuestros amados perros), quizás le convenza más su capacidad para el sufrimiento que, creo, es obvia en la foto que tomó una de mis profesoras.
Es esta epidemia de ignorancia e irresponsabilidad en la que nos ha sumido la sociedad de consumo, y que tan ventajosa es para las estructuras del capitalismo, la que de verdad nos debería preocupar. Hagamos preguntas, busquemos respuestas y actuemos consecuentemente. Quizás no sea todavía demasiado tarde.

Sunday 3 May 2009

Francesca Woodman


Todo el mundo ya sabe el terror que me inspiran los espejos. Otra fobia semejante y relacionada con ella, por lo que tiene de reproducción y falseamiento de la propia imagen, es la que me producen las fotografías de mí. Una noche de insomnio en la habitación de un Bed&Breakfast en la isla de Arran jugué a asustarme a base de fotografiar mi reflejo en el espejo que cubría una pared de lado a lado, y el miedo me duró semanas. Lo que el espejo transpone, la fotografía lo transubstancia, y uno se pierde en un laberinto de yoes en el que es imposible saber quién es quién. En una de las fotografías, mis dos caras están tan juntas que las narices están a punto de tocarse, el espejo ha desaparecido y es imposible diferenciarme a mí de mi reflejo, aunque uno de los dos, terrorífica incertidumbre, es alguien que yo no quiero ser.
Las fotografías de Francesca Woodman, que estos días podemos ver en dos galerías de Edimburgo, exploran desinhibidamente ese territorio onírico, misterioso e inquietante de la intimidad de uno y su sombra. Casi todas sus obras son autorretratos. En muchas de ellas está desnuda, ataviada con ropas extrañas o convertida en el espectro que se revela al capturar el movimiento en una exposición prolongada. Sus fotografías son extrañamente atemporales, casi desprovistas de referencias. El fondo es, a menudo, un muro desconchado o una pared en la que el papel se ha despegado y entre cuyos pliegues se esconde el cuerpo de la artista. Hay cierta voluntad de metamorfosis o de desaparición en estas fotografías, como si Francesca Woodman estuviera fotografiando un momento clave y frágil, una disolución en ese mundo externo, incierto y melancólico. La artista detrás de la cámara parece estar decorando con su desasosiego el espejo en el que va a obligar a vivir, atrapado para siempre, a su propio reflejo. Francesca Woodman se quitó la vida con tan sólo 22 años. Sus fotografías misteriosas, sugerentes y magnéticas, nos siguen turbando con el enigma trágico de su cuerpo y su rostro, que parecen a punto de decirnos algo tan importante para ella como para nosotros.