Monday 29 June 2009

Mike


Por la noche, mi vecino Mike y yo nos vamos a la cama a la misma hora, aunque él no lo sabe. Ya suelo estar metido entre las sábanas, leyendo, con mi gato Judas a los pies, cuando oigo sus pasos en la habitación del piso de arriba. Desde hace unas semanas, Mike se ha quedado solo. La mujer que vivía con él se ha marchado. Lo sé porque ha desaparecido su coche de la calle y ya no la veo tender la ropa en el jardín de atrás. Y sobre todo porque, por las noches, mientras leo en la cama, no oigo su risa desinhibida y cantarina, mezclada con la más ronca y tímida de Mike. Parecían pasárselo muy bien juntos. Ahora, Mike ha dejado de segar el césped y de sacar la basura los jueves por la noche. Todo lo que sé de él es que se va a la cama con pasos lentos, a eso de las doce.
Esta mañana, de camino a la estación de tren, me encontré con él. Mike es un hombre corpulento, de unos sesenta años. Lleva el cabello espeso peinado hacia atrás y tiene la barba entrecana y una nariz deformada, como un tubérculo. Sus ojos, azules y nublados, son pequeños y siempre están enrojecidos, como con falta de sueño. Mike tiene la cara de quien ha trabajado muchos años a turnos y ha bebido, a temporadas, más de la cuenta. Y tiene voz de fumador, aunque nunca le he visto fumar. Le pregunté qué tal estaba y me dijo que bien. Y no me atreví a preguntarle nada directamente. Luego, me contó que había pasado unos días visitando a su primo. Mi primo es como tú, me dijo, un loco de los animales. Tenía esta perra a la que adoraba. Cuando llegué a su casa estaba disgustado. Acababan de ir al veterinario porque a la perra le fallaban las patas de atrás, algo en las caderas. El veterinario sugirió que usaran un arnés con ruedas, para que la perra se pudiera mover. Fíjate qué locura. Mi primo optó por la eutanasia. Cavamos una tumba para ella en el jardín. La enterró con sus muñecos de goma y, cuando empezamos a echar tierra encima, los muñecos chirriaron y era como si la perra gimiera. Y mi primo se fue y tuve que acabar de enterrarla yo solo.
En la última palabra la voz de Mike se quebró un poco. Rellené el silencio diciendo lo triste que es que se te muera un animal con el que llevas viviendo un tiempo y luego, al ver el tren entrando en la estación, me despedí apresuradamente y salí corriendo.
En el tren, me senté en el lado de la ventanilla y pude ver a Mike, todavía donde le había dejado. Estaba inmóvil, como si no supiera qué hacer con su cuerpo. Luego, lentamente, comenzó a caminar calle abajo.

Saturday 20 June 2009

De los animales y su risa


Me he pasado los últimos cinco años estudiando el dolor en los animales y no me cabe duda alguna de que los animales sufren de una forma semejante a nosotros. En esto, la mayoría de los científicos me darían la razón, con deshonrosas excepciones. Más difícil es convencerles de que los animales experimentan esas emociones que están en el otro plato de la balanza, sentimientos como la alegría, el placer o la felicidad. La sola mención de estas palabras aplicadas a los animales hace que los científicos se revuelvan incómodos. El estudio de las emociones en los animales se ve complicado por factores conceptuales y prácticos – ¿cómo podemos evaluar lo que es subjetivo por definición? –, pero también debido a los prejuicios: uno no puede estudiar lo que cree que no existe o lo que piensa que no se puede medir-. Charles Darwin en su libro “La expresión de las emociones en los animales y en el hombre” (1872), afirma que las diferencias en las emociones experimentadas por el ser humano y los animales son de grado, pero no de tipo, sugiriendo un continuo evolutivo entre ellos y nosotros. Pero, aunque cualquiera que haya pasado un tiempo observando atentamente a su gato o a su perro no durará de su rica vida emocional, legitimizar las emociones científicamente es arena de otro costal. Se engaña quien crea que la ciencia va siempre por delante.
No obstante, un estudio reciente llevado a cabo en grandes simios ha evaluado una de las expresiones más obvias de la alegría: la risa. Y parece que no nos reímos solos.
Marina Davila-Ross y su equipo se pasaron unos meses haciendo cosquillas a bonobos, chimpancés, gorilas y orangutanes y grabando sus risas para compararlas con las de tres bebés humanos. Los resultados muestran tanto diferencias como semejanzas entre las especies estudiadas. Los bonobos, por ejemplo, son capaces de emitir vocalizaciones más cortas y más rápidas que el resto de los primates no-humanos. Su mayor control de la respiración y las cuerdas vocales es muy parecido al nuestro. Dicho sea, en un aparte, que parece ser que la risa, debido al ejercicio de control vocal que supone, tuvo un papel muy importante en el desarrollo del atributo humano por antonomasia: el lenguaje verbal. Antes de poder hablar, nos reíamos. Parece claro que la función de la risa es la comunicación de una cierta conexión social. Jaak Panksepp, uno de los líderes mundiales en el estudio de las emociones ha estudiado la risa en las ratas de laboratorio. Sí, las ratas también ríen. Panksepp cuenta lo mucho que le ha costado encontrar financiación para sus estudios y publicar sus resultados, debido a los prejuicios de la comunidad científica. Este científico descubrió que cuando las ratas juegan emiten unos ultrasonidos de 50kHz y se pregunto qué pasaría si se les hiciera cosquillas. Y, eureka, las ratas rieron. En cuanto a la función de esa risa, Panksepp cree que es establecer un vínculo social positivo. Al ofrecer a las ratas una mano que les había hecho cosquillas y otra que solamente las había acariciado, elegían aquella que les había hecho reír.
Tanto los detractores como los defensores de la capacidad de los animales de sentir emociones utilizan argumentos evolutivos. Los primeros dicen que sólo el ser humano es lo suficientemente “evolucionado” como para tener emociones, mientras que los últimos dicen que las emociones no pueden haber salido de la nada, con lo cual tienen que estar presentes, aunque no sea de la misma forma, en los animales.
A mí, la verdad, ya me cansa que se mire a los animales como proyectos imperfectos e inacabados y a sus capacidades como a las piezas del Lego con las que se terminaría por construir esa obra maestra de la evolución que es el ser humano. Me parece que, sea lo que sea lo que los animales sienten, es importante para ellos, porque es su única verdad. Su risa significa para ellos lo mismo que la nuestra para nosotros.
Lo alucinante es, y eso parece habérseles escapado a los sesudos científicos, que podemos reírnos juntos.

Monday 8 June 2009

Sleep Furiously


Para todos los que creemos que la salida de este embrollo global en el que estamos metidos pasa por volver al campo, a la agricultura y a la ganadería de pequeña escala, a una vida más simple y autosuficiente, la película documental “Sleep Furiously” es una prueba emocionante de lo mucho que podríamos perder con la desaparición de esos pueblos adormilados que casi no salen ni en los mapas. La furia del título, es la furia de los habitantes de Trefeurig, en Gales. Es una furia sin ruido, la furia de las hojas en los árboles y la del implacable ritmo de las estaciones, que la película sigue a lo largo de un año. Es la furia de los que sienten amenazadas su forma de vida y su cultura. El pueblo, que ya se ha quedado sin tienda y sin parada de autobús, ahora se enfrenta a la desaparición del único centro que les da un cierto sentido de comunidad: la escuela. La película comienza en sus aulas, donde los pocos niños del pueblo modelan figuras con arcilla y aprenden canciones en galés. En este pueblo nació Gideon Koppel, el director de la película, cuyos padres se refugiaron aquí tras huir de la Alemania nazi. Y su conocimiento y su amor por el paisaje y el paisanaje se reflejan en cada poética imagen de la película. Koppel coloca la cámara en las cocinas y nos llega el olor a leche cruda y a pastel de manzana. Tiene la paciencia de los campesinos a la hora de mostrarnos el balanceo de la hierba, el movimiento de las ovejas en los prados, los recuerdos de las ancianas del pueblo. Tiene, también, la sensibilidad para mostrarnos no sólo la preocupación en los ojos de la gente sino también su humor y su esperanza (simbolizada en el nacimiento de un ternero y en el parto de una cerda, sobre la paja, alumbrados con una linterna y ayudados por manos humanas). El hilo conductor de la acción es una biblioteca móvil, cargada de muchos más libros de lo que parece desde fuera. A este furgón lleno de palabras y pensamientos, se suben los habitantes del pueblo como quien atraca en la mismísima Isla del Tesoro. Y el hombre que la conduce y aconseja lecturas va charlando con ellos, tejiendo una narración, llena de humanidad, entre las casas. Otra metáfora sobre la conexión y su fragilidad.
Antes de la última escena de la película, rodada en una granja abandonada, leemos el siguiente epigrama, cargado de rabia reprimida: “Es sólo cuando veo acabarse las cosas que encuentro el coraje para hablar. El coraje, pero no las palabras.”
Ojalá encontremos pronto las palabras y los medios para devolverle la vida y la razón de ser a esos pueblos que guardan, sin saberlo, el secreto de nuestro futuro.

Saturday 6 June 2009

Morar. Fuego, plata y turquesa.


El tren atraviesa páramos desolados en los que el silencio que no escuchamos lo vemos en la niebla. Más adelante, las montañas, tan cercanas que dan vértigo, nos parecen hechas de un manto de terciopelo con el que se ha cubierto el esqueleto de animales gigantescos. Y, al fin, en el horizonte de nuestra ventanilla, aparece el mar. Un estallido de brillos espejeados y, al fondo, el perfil accidentado de las Hébridas: Rum, Skye, Eigg. Nos bajamos en Morar, un pequeño pueblo en el que al menos hay un hotel en el que podremos cenar por la noche. De camino al Bed&Breakfast, que está a una hora a pie del pueblo, nos sorprende el atardecer. El cielo se ensangrienta y parece que el sol, al descender, le ha prendido fuego a los árboles y a los brezales. Tanta belleza sólo para nosotros. Nos quedamos callados y escuchamos el sonido distante, suave, de la bajamar y, de vez en cuando, el balido de una oveja o las dos notas melancólicas del cuco. Un grupo de tres corzos atraviesa veloz la carretera y las vías del tren, como si caminaran sobre ascuas. Se detienen un instante a mirarnos, en sus ojos un mensaje que no es del todo hostil, y desaparecen entre los matorrales. Seguimos la carretera zigzagueante hasta llegar a la playa. La arena brilla con un resplandor lunar que parece acentuarse a medida que se espesa la oscuridad. A la mañana siguiente, volvemos a las playas de arenas plateadas. Tras atravesar las dunas en las que crece una hierba rala y resistente, nos encontramos frente a un mar de aguas turquesas. El agua nos invita con la misma fuerza con la que nos rechazará cuando nos decidamos a dejar la ropa sobre la arena y a correr contra las olas dando gritos de pura alegría y de frío. El baño no dura mucho, pero sí durará su efecto benéfico. Tiritando y un poco mareado, siento que el agua y el aire me han devuelto el cuerpo. Mis huesos, mi piel y mi carne, parecen haber echado alas que se extienden húmedas al sol, como las recién estrenadas de un insecto, disfrutando de la felicidad de saberse vivos para la belleza del mundo.



Fotos de Ryan McQuade