Monday 22 March 2010

Todos los fuegos, el fuego


La primavera ha llegado oficialmente y hay quien siente la necesidad de celebrarlo, después de un invierno tan crudo. Brian, un amigo de unos amigos, organizó el sábado una gran hoguera, a cuyo calor nos calentamos. Brian aprovecha la voracidad del fuego para exorcizar fantasmas, como el de su padre, muerto hace unos meses, cuyo sillón ardió fantasmalmente en las alturas de la pila de madera, papeles y árboles de navidad ¿De dónde nos viene esta fascinación por el fuego? Al contemplar las llamas junto a una docena de personas me hice esta pregunta y ponderé, ociosamente, cuántas horas habrá pasado la humanidad con la mirada cautivada por el fuego ¿Cuántas decisiones se habrán tomado a la luz de una fogata, cuántas reflexiones se habrán hecho frente a una chimenea? Miramos el fuego y parece que sus llamas iluminan resquicios de nosotros mismos o que abren una puerta al misterio. Al fuego siempre se lo mira con ojos interrogantes, como a un oráculo. Observando a la gente reunida en torno al fuego comprobé que, a pesar de estar en sociedad, todos nos quedamos, en algún momento, absortos y en silencio frente a la hoguera, olvidando de pronto la conversación y la compañía, con los ojos fijos en las llamas, hipnotizados, como quien contempla un abismo. Y, como dijo Nietzche, cuando uno mira al abismo, el abismo acaba mirándolo a uno. Quién sabe qué pequeña verdad le susurraron las chispas de luz y las oscilantes llamas a cada uno. De eso no hablamos. Para ello, tendríamos que admitir que, frente al fuego, todos estamos solos.


Foto: Ever Dundas

Friday 12 March 2010

Un hombre y su perro


Me los encontraba casi a diario, camino de la estación. Al verme subir las escaleras sin aliento, se hacían a un lado, el hombre y su perro, mirándome con ojos lejanos en los que brillaba una chispa de ironía. No te apures, el tren viene con retraso, me decía el hombre, como si intentase compensar mi prisa con su ociosidad de jubilado. Luego, ya desde el andén, los veía caminar trabajosamente, en penosa sincronización artrítica. A veces, el perro se detenía y el hombre le pasaba la mano por la cabeza, dándole ánimos. Todas las mañanas iban juntos a comprar el periódico. A la puerta de la tienda el hombre ataba al perro, que le esperaba sin tumbarse por no sufrir el dolor de levantarse. Después, emprendían el lento camino de vuelta. El perro llevaba el periódico en la boca con el orgullo incuestionable de quien hace bien su trabajo; un orgullo que iluminaba la cara de su dueño cada vez que alguien le dedicaba una sonrisa o se paraba a acariciarlo.
Esta mañana, descubrí al hombre caminando solo. Sus pasos eran más vacilantes, como si hubiese perdido el amarre de su sombra, y su mirada más lejana que de costumbre. A la puerta de la tienda, las manos le traicionaron en un amago de gesto acostumbrado, y se quedó mirando a una mujer que se acercaba con un perro. El hombre saludó a la mujer y pasó la mano por la cabeza y el lomo del animal. Ahora, dijo, lo veo en los ojos de todos los perros.