Wednesday, 25 March 2009

El cielo de Madrid


Este fin de semana me fui a recibir la primavera a Madrid. Volver a Madrid es reencontrarme con la ciudad de mis sueños, uno de los escenarios donde empecé a vivir. Por aquel entonces era joven y pueblerino (en el mejor sentido de la palabra) y mis visitas a Madrid me llenaban de expectación. Dejaba el campo y la capital de provincias para aventurarme en la jungla de asfalto, el lugar donde todo era posible. El cielo de Madrid, con sus ángeles hermosos y terribles, se convirtió en el horizonte de mis sueños, y me emborrachaba con esa vertiginosa abundancia de posibilidades que me asaltaba en los cines, en los parques, en las librerías y los bares. Perdido en el anonimato de la gran ciudad, aprendí que para ser yo mismo tenía que jugar antes a ser muchos otros, como quien se prueba distintos trajes hasta descubrir el que le hace sentirse más cómodo. En Madrid, sentía la presencia benéfica, aunque invisible, de todos esos escritores, cineastas, poetas malditos y aventureros a los que me admiraba y me parecía que su influjo me empujaba a desdoblarme en ese otro yo al que me resistía a dar tregua. En Madrid me pasaron muchas cosas. Aprendí, en mis incansables caminatas a solas por sus calles, a observar desde el desarraigo, a extraer de sus gentes perlas de sueños, nudos de cansancio y lágrimas de soledad. Historias que no escribí pero que, en mi cabeza, me convertían en escritor. En Madrid, también, la vida me atacó por la espalda, y sondeé el cielo y los abismos de la amistad. Noches de humo y conversaciones febriles y reconocimientos. Amaneceres de luz gris y abrazos emocionados frente a los portales. Azoteas de deseos inciertos. Palabras insuficientes para sentimientos nuevos. Cafés de vida por derrochar. Amigos que vinieron y se fueron, como un temporal, dejándome más sabio y más solo, con las raíces al aire. Amigos que vinieron y se quedaron, hasta siempre jamás, haciendo mis cimientos más sólidos. Volver a Madrid es volver a la ciudad de mis sueños. Y aunque prometí, y no cumplí, que un día vendría a Madrid para quedarme, sus ángeles no me lo echan en cara. Porque bien saben que el cielo de Madrid me lo llevo siempre puesto.


Saturday, 7 March 2009

En Compañía de Lobos


Los cuentos de hadas nos enseñan a temerle al lobo feroz. Sin embargo, a mí nunca me ha parecido tan malo el lobo de Caperucita. Los malos del cuento para mí siempre han sido otros. Para empezar: ¿qué clase de madre manda a una niña sola bosque adentro, sabiendo que merodean los lobos? y, si tan preocupada está por la pobre abuela, ¿por qué no va ella a visitarla, en vez de cargarle el mochuelo a Caperucita? Y el padre, ¿dónde narices está ese padre al que ni siquiera se menciona? Ajajá, diría Bruno Bettelheim: el padre es el lobo, el lado oscuro del padre, mientras que el leñador es el lado bueno de la figura paterna. Ya se sabe, los psicoanalistas siempre a vueltas con los padres y los penes, masticándonos la vida y, de paso, estropeándonos las historias.
Es verdad que, en los cuentos tradicionales, los animales simbolizan determinados atributos característicos del ser humano. Nos sirven de espejo en el que mirarnos sin darnos demasiado miedo. Y al pobre lobo le ha tocado cargar con nuestra peor parte ya que, en estas historias, suele ser el “malo” por antonomasia: cruel, traicionero y libidinoso. Es de suponer que la demonización del lobo se debe a que éste ha sido el principal depredador de nuestro ganado. Un competidor que muchas veces nos ha vencido. Hay, en nuestra relación con el lobo, un cierto tinte bíblico. Cuando San Francisco habla del “hermano lobo”, ¿estaría pensando en Caín y Abel? Pero, ¿quién es quién? La única vez que he visto un lobo en libertad, era un ejemplar flacucho y asustadizo, que caminaba como de puntillas por los pastizales. En cambio, sus persecutores eran feroces. Recuerdo el miedo que me daban las batidas del lobo y ese hombre que iba de pueblo en pueblo con el cadáver de uno atado macabramente a la baca del coche para recibir los vítores de los vecinos. Así lo hemos llevado al borde de la extinción, aunque ahora parece que las poblaciones de lobos se están recuperando y ya se oyen otra vez los gritos furiosos y fratricidas de ganaderos y cazadores.
Pero, volviendo a las historias, parece que desde las fábulas de Esopo esa ambigüedad en nuestras relaciones con el lobo está ahí. Aunque este animal es el malo en muchas de sus fábulas, hay una que le da la vuelta a la tortilla. Se titula “El lobo y los pastores cenando” y dice así:
“Un lobo que pasaba cerca de un palenque, vio allí a unos pastores que cenaban las carnes de un cordero. Acercándose, les dijo:
-¡Qué escándalo habría ya si fuera yo quien estuviera haciendo lo que ustedes hacen!”
Alguien a quien se le daba muy bien coger una historia conocida y darle la vuelta era Angela Carter, la escritora británica más fantástica, feminista y posmoderna. En sus relatos con lobo, dentro del volumen “The Bloody Chamber”, la frontera entre hombres y lobos ha desaparecido y, en su lugar, los lobohombres son criaturas, quizás peligrosas, pero si acaso debido sólo a su poder de seducción, mientras que los hombres a secas son mezquinos, brutales y supersticiosos.

Wednesday, 25 February 2009

Recuerdos apócrifos

Lo recordaba perfectamente: la luz en los árboles, la alegría contagiosa del cielo despejado, el silencio de St. Leonard’s y nuestra conversación apasionada. Sin embargo, al atravesar el parque y enfilar el estrecho sendero, Ryan pareció desconcertado. “Es que nunca antes había pasado por aquí”, me dijo. Yo lo negué rotundamente. “¿No te acuerdas?”, le dije. “Debió de ser uno de los primeros paseos que dimos juntos. Lo recuerdo perfectamente. Hacía un día muy bonito, soleado, y todo estaba en silencio, un silencio como de domingo.” Él movió la cabeza de lado a lado, con la tranquilidad de quien se sabe en lo cierto. “Que sí”, insistí, “me acuerdo hasta de lo que hablamos al pasar por aquí, me dijiste que en ese local antes había un café y acabamos hablando del té rojo y del té verde”. Mi amigo tampoco recordaba esa conversación. “Hasta hice fotos”, declaré, “te saqué una ahí, de pie frente a ese muro”.
Esa noche, al llegar a casa, encendí el ordenador y busqué las fotos. Sí, eran tal y como las recordaba: la luz dorada sobre los árboles, el cielo sin una nube, el silencio casi palpable de la calle vacía. Pero Ryan no estaba por ninguna parte. Cuando miré la fecha de la carpeta supe por qué: las había sacado exactamente dos semanas antes de que nos conociéramos.

No es la primera vez que me pasa. Mi memoria (sobre todo la de mi infancia) está llena de recuerdos apócrifos. Recuerdo lugares en los que nunca he estado, gente a la que nunca he conocido, cosas que no he visto. La memoria es un funcionario torpe. En su empeño ciego de acumulación, de búsqueda de patrones y de sentido, a veces derrama el tintero sobre el folio en el que escribe. Y ahí nos queda un borrón de forma caprichosa e indeleble. Un recuerdo de lo que nunca sucedió que, aun tras desenmascararlo, persiste.

Monday, 16 February 2009

Espejo Oscuro


Ningún objeto me parece más inquietante que un espejo. En algún momento de nuestra infancia alguien nos coloca delante de uno y nos dice: mira, ¡eres tú! Y entonces debemos aprender a identificarnos con ese extraño que repite nuestros gestos sobre la superficie pulida y fría. Recuerdo una noche, hace muchos años, que llegué a casa borracho, con esa ebriedad fanática y primeriza de la adolescencia. Fascinado por ese nuevo estado me quedé parado delante del espejo del baño. Me contemplé un rato largo y, de pronto, mi cara comenzó a cambiar hasta que me di cuenta de que aquel impostor no podía, de ningún modo, ser yo. Desde entonces me miro en los espejos con recelo, consciente de que el reflejo no es del todo exacto, de que el que me mira desde el otro lado tiene un brillo irónico en los ojos y la sonrisa levemente torcida. Consciente de que mi reflejo sabe algo que yo desconozco. El yo que vive en los espejos es mi lado oscuro. Muy acertadamente, Gonzalo Suárez, en su película “Mi nombre es sombra”, hace salir a Mr Hyde de un espejo. Los espejos son un portal hacia los abismos del alma de los que en ellos se reconocen. Son el reverso de “El retrato de Dorian Gray”: en ellos envejecemos y nos hacemos viles mientras nos sentimos, por dentro, todavía inocentes y jóvenes.
Los cuentos de hadas, que ahora estoy leyendo vorazmente y con creciente fascinación, están llenos de espejos: desde el espejito-espejito de la madrastra de Blancanieves hasta el espejo rajado que cubre el suelo de la cámara de la Reina de las Nieves, el maravilloso (en todos los sentidos) relato de Hans Christian Andersen. De hecho, muchos cuentos de hadas (por ejemplo “Hansel y Gretel”) tienen una estructura que se conoce como “el espejo oscuro”, por la cual los protagonistas entran en un mundo paralelo, semejante al que habitan normalmente pero en el que predominan las fuerzas oscuras a las que deberán derrotar antes de volver a “este” lado. Una escritora a la que también le fascinaban los espejos, hasta el punto de incluirlos en varios de sus “Siete cuentos góticos”, fue Isak Dinesen. El protagonista de “Las carreteras de Pisa” se mira en el espejo para ver la verdad sobre sí mismo pero, a la vez, recuerda con pavor la terrible experiencia de verse deformado y multiplicado hasta el infinito en uno de esos halls llenos de espejos. En “El mono”, en cambio, un espejo actúa como un objeto de brujería ante el que se desnudan tres doncellas en la noche de Walpurgis. Esa escena me hizo recordar la película “La hora bruja” donde Paco Rabal se desnuda a medianoche frente a un espejo iluminado con dos velas para ver su propio entierro.
Magia, brujería o verdad, más vale andarse con cuidado no vaya a ser que nos veamos de pronto suplantados por nuestro propio reflejo.

Thursday, 5 February 2009

Bombón: El perro


Alfred Hitchcock solía decir que si metes un niño o un animal en una película corres el riesgo de arruinarla o de perder los nervios. Aun así, Hitchcock decidió arriesgarse e incluyó a esas criaturas volubles, impacientes y temperamentales en alguna de sus películas convencido, probablemente, de su enorme poder para conmovernos y afilar el filo del suspense. Está claro que los perros pueden funcionar a la perfección como elementos narrativos en el cine pero también es cierto que la mayoría de las películas “con perro” nos presentan una visión de los canes estereotipada y empalagosa. Los perros del cine son monos, ágiles, listos hasta lo indecible, leales hasta la muerte y cariñosos hasta la nausea. Por eso es una delicia encontrarse con una película como “El perro” de Carlos Sorin, donde vemos a un perro de carne y hueso, sin las babas de la comicidad o del sentimentalismo. La película nos cuenta la historia de Coco Venegas, un hombre de mediana edad que se encuentra en el paro tras el cierre de la gasolinera en la que trabaja. La vida no le va muy bien, pero él se enfrenta a su mala racha con una mirada limpia, donde caben la vulnerabilidad y la ironía, y una sonrisa tímida. Coco recibe un perro de una mujer a la que ayuda y casi sin darse cuenta se ve haciendo las cuentas de la lechera. Gracias al perro (Bombón, le dicen, es un magnífico ejemplar de dogo argentino) quizás pueda hacer dinero y salir del bache. Uno de los grandes aciertos de la película es lo hábilmente que muestra como Bombón, además de heredar los genes que determinan su raza, hereda también las ideas preconcebidas que la gente tiene sobre la misma: es un perro de guarda, es un perro de caza, es un perro agresivo, satisface unas ciertas características morfológicas que merecen ser premiadas en una exposición canina. Todo el mundo, menos Coco, que no sabe nada de perros, parece tener una firme opinión sobre quién es Bombón y qué se debe esperar de él. Bombón y Coco Venegas son personajes antitéticos: mientras al primero le viene definido su status en la sociedad por su raza, al segundo le cuesta hacerse un hueco en una sociedad que lo condena a cierta marginalidad precisamente por su indefinición: desempleado, intentando ganarse la vida vendiendo cuchillos tallados a mano, padre descolocado, marido ausente, demasiado viejo para ser joven… La aventura de Coco y Bombón nace de su inconformismo ante los roles que a ambos se les ha asignado sin preguntarles. Sorin nos cuenta todo esto con una sencillez desarmante y, precisamente por ello, su mensaje rebelde y liberador nos cala más hondo. Esta película no es sólo un canto a la amistad entre perros y humanos sino también un recordatorio de que los perros (y las personas) son siempre mucho más de lo que creemos, cuando les dejamos ser lo que realmente son.

Friday, 23 January 2009

Islas


No hay accidente geográfico que espolee más nuestra imaginación que la isla. En las islas se esconden tanto tesoros como esa verdad sobre nosotros mismos que se alcanza sólo al medirnos cuerpo a cuerpo con la naturaleza. Las islas, independientemente de su tamaño, siempre contienen un mundo. En el delicioso “El libro del verano”, Tove Jansson nos cuenta la historia de los meses que pasan en una diminuta isla del Golfo de Finlandia, Sofía, su padre y su octogenaria abuela. Nieta y abuela exploran la isla de palmo a palmo, descubriendo una vasta riqueza que resume las luces y las sombras de lo que es la vida y la muerte. Tove Jansson se inspiró en los veranos que pasó junto a su familia en una isla real que, al revisitar ya de adulta, le pareció decepcionante pequeña. Las que no decepcionan nunca son las islas de la imaginación, en las que habitan, además, criaturas extrañas, mágicas y a veces terroríficas que abarcan desde el niño-que-nunca-crece y sus piratas y sirenas, hasta los experimentos del doctor Moreau, pasando por los liliputienses o por las desvaídas y repetitivas figuras que pueblan la isla de esa maravillosa novela que es “La invención de Morel” de Adolfo Bioy Casares. También está la isla de “La piel fría” de Albert Sánchez Piñol, una de las mejores novelas de ciencia ficción publicadas en nuestro país, una hábil mezcla de la novela decimonónica de aventuras con el terror a lo Lovecraft, además de un guiño al Conrad de “El corazón de las tinieblas”. “La piel fría” nos cuenta la historia de dos hombres que se encuentran solos en una isla asediada por unas extrañas criaturas submarinas. El miedo a la inteligencia de los “otros” se mide aquí con una reflexión sobre qué es realmente ser humano. Y puestos a filosofar, las islas también resultan útiles. Ahí está, por ejemplo, la Utopía de Tomás Moro que Quevedo tradujo, con mucha literalidad y no poca mala leche, como “No hay tal lugar”.
Un poco de todo lo anterior se encuentra en la obra del escocés Charles Avery, él mismo nacido en una isla, la de Mull. Este artista ha dedicado todo su esfuerzo creativo a describir una isla (sin nombre) que existe sólo en su imaginación. A base de textos, que documentan sus numerosas visitas a la isla, dibujos, pinturas y esculturas, Avery a la vez que nos muestra la geografía, la cultura y los seres que pueblan la isla, nos avisa también de la poca fiabilidad de su “testimonio” y nos invita a descubrirla (ojalá pudiéramos) con nuestros propios ojos. Las obras de este autor tienen algo del espíritu coleccionista de los naturalistas victorianos, pero sazonado con mucha ironía y una imaginación feroz. La cartografía de ese mundo imposible recoge términos tan resonantes como “el océano analítico”, “el mar de la claridad” o esa línea polar llamada “el axioma de Descartes” que marca el comienzo de un bosque que se repite a sí mismo hasta el infinito. No obstante, para mí lo mejor es el bestiario de criaturas que viven en la isla. Mi favorita es el ratónpiedra, parte animal y parte roedor, cuyo corazón late sólo una vez cada mil años y que es un paradójico ser hecho de fragilidad y dureza. Están también los alephs (que al crecer desarrollan otra cabeza en su trompa), los noumenons (a los que nadie nunca ha visto pero en los que todo el mundo cree) y los ridables (un cruce de avestruz, llama y perro) y otras criaturas de naturaleza indefinida y mutante de cuyo nombre no puedo acordarme.
La isla de Charles Avery te deja con la boca abierta y con ganas de más porque nos recuerda que las islas son el escenario perfecto para dejar a sus anchas a nuestros miedos y nuestros sueños, quizás porque al estar rodeadas de agua y alejadas de nuestro mundo conocido no nos preocupa demasiado que se desmanden. Así que nada mejor para una fría tarde de domingo que cultivar nuestra propia isla.

Thursday, 15 January 2009

Donna Haraway (2)

Donna Haraway tiene dos perros y ellos son en gran medida los responsables de que esta científica/socióloga/feminista haya dejado de lado a los cyborgs que la hicieron famosa a finales de los ochenta. Su librito “El manifiesto de las especies de compañía: perros, humanos y alteridad significativa” da cuenta de su experiencia personal con los canes. Como todo manifiesto, el suyo es un llamamiento político, propone un salto de la teoría a la acción. A muchos les dará la risa pensar que vamos a cambiar el mundo a través de entender mejor nuestra relación con los perros, pero el libro de la Haraway está lleno de ideas fascinantes que convendría no desestimar. Las “especies de compañía” a las que se refiere el título de su obra no incluyen sólo a perros y gatos, etc. sino también al propio ser humano, ya que como ella dice con una llaneza pasmosa “para que haya compañía hacen falta dos”. La Haraway ataca desde la raíz nuestras preconcepciones. Por ejemplo, desmonta ese mito creacionista según el cual el perro es el producto de la domesticación del lobo llevada a cabo por el hombre. Ahora sabemos que el lobo y el perro se separaron genéticamente hace más de 100.000 años (una época en la que nuestros ancestros difícilmente podrían ser llamados “humanos”). Por eso, más que hablar de domesticación deberíamos hablar de un proceso de co-evolución que se puso en marcha cuando dos especies se asociaron para beneficio de ambas, “domesticándose” mutuamente. Así, los perros aprendieron a interpretar el lenguaje corporal y el estado mental del ser humano mucho más eficazmente que cualquier especie más cercana a nosotros evolutivamente (y hay estudios recientes que demuestran esto con una asombrosa claridad), mientras que el ser humano adquirió habilidades sociales (por ejemplo, relacionadas con la cooperación) que son más propias de los cánidos que de nuestros primos los primates. Hasta tal punto están nuestras historias entremezcladas que no parece tan descabellada la idea del escritor Horace Walpole de sustituir el concepto de “humanidad” por el de “perromanidad”.
La Haraway nos habla de la “alteridad significativa” para referirse a esos “otros” (ya sean animales de compañía o no) con los que compartimos diferencias irreconciliables y un futuro incierto. Un futuro que depende, en gran medida, de nuestra habilidad para entendernos con ellos y aprender a amarlos (a la Haraway no le tiembla el pulso al escribir la palabra amor), no desde la cursi perspectiva que los convierte en humanoides infantilizados y estúpidamente incondicionales sino desde el respeto hacia lo que verdaderamente son y hacia nuestra historia común.