Sunday 26 April 2009

Otras aguas


A la artista Roni Horn, como he podido ver el fin de semana pasado en una exposición de la Modern Tate en Londres, le interesa mucho el agua. El agua es el fluido de la vida. El medio en el que nació la vida y en el que la vida se sostiene. Un recurso -horrible palabra- amenazado por el derroche y la contaminación. A la artista americana le interesa el agua como elemento problemático, indefinible. Si nos atenemos a los adjetivos que utiliza el diccionario de la RAE para calificarla, nos hacemos una idea de lo que Horn quiere decir ¿Acaso es el agua del mar, de los ríos y lagos, inodora, insípida e incolora? Ciertamente no. Es esa cualidad escurridiza y mutable del agua la que Roni Horn utiliza hábilmente como metáfora en su arte. El agua que fluye y transforma, esa mezcla de lo material y lo misterioso. Las religiones del mundo han sabido aprovecharse de esto y así tenemos, por ejemplo, bautizos y cremaciones en los ríos. El agua nos atrae poderosamente. Nuestros ojos parecen descansar cuando se encuentran con una masa de agua. Los antiguos griegos creían que el sentido de la vista se originaba por las partículas que desprendían los objetos y que alcanzaban los ojos a través de un camino de agua. El agua es, a menudo, la materialización de la luz. El mar espejea, los lagos reflejan los colores del paisaje y en los ríos saltan los brillos del sol. Pero el agua es también hermana de la oscuridad y es este aspecto menos manoseado, más inquietante, el que explora “Another water” de Roni Horn. Durante un otoño, Roni Horn fotografió el Támesis. Al pie de las fotos, leemos en una serie de notas las reflexiones de la artista. “¿Te das cuenta de qué pocas veces el agua parece agua?”, dice. Lo que vemos no es transparente ni incoloro, sino negro como el petróleo, verde oscuro, quizás marrón. La superficie oscura de las aguas del río no nos deja profundizar en él. Hay algo inquietante en ese abismo opaco, que sin embargo nos fascina y nos deja hipnotizados. Quizás por eso el Támesis es la última frontera de muchos suicidas que acuden a él como a un Estigia sin Caronte. Sus aguas ofrecen esa transformación definitiva que es la pérdida de la identidad. Agua somos y en agua nos convertiremos, en ese río de Heráclito en el que nunca nos bañaremos otra vez.
De camino hacia Waterloo por el South Bank, uno de mis paseos preferidos del mundo, contemplo las aguas del Támesis con otros ojos. En mi cabeza resuenan las palabras de Roni Horn: “el agua es siempre una experiencia íntima; tu relación con el agua es tu relación contigo mismo”.

Sunday 12 April 2009

El pan nuestro


La casa huele a pan recién hecho y es, como el olor de la tierra removida del huerto, un aroma que trae consigo una felicidad sana y simple. Nadie, cuando somos niños, nos enseña a ser felices, pero deberían enseñarnos, al menos, a hacer pan y a plantar un huerto. Pienso que nos ayudaría mucho, en tiempos de crisis. De todo tipo de crisis. Haciendo pan uno aprende a valorar la sencillez de sus ingredientes. Lo primero que pensé la primera vez que decidí hacer pan fue: ¿es eso todo, harina, sal, levadura y agua? Y es verdad, para hacer pan (y pan delicioso) no se necesita más, igual que tampoco se necesita mucho para estar contento o para hacer la vida vivible. No me importa parecer ingenuo. Si hay una salida del laberinto en el que estamos metidos es por el camino de la simplicidad. Usamos poco las manos y demasiado la cabeza. Tenemos demasiadas ideas de futuro en la mente y estamos siempre en ese más allá. Amasando el pan nos detenemos en la sensualidad del presente. Es un placer sentir la humedad y la consistencia de la masa en las palmas de las manos. Luego hay que dejar la masa reposar. Y aprendemos a ser pacientes. La masa sube sólo si no la miramos. El milagro de los panes está en la levadura. La fermentación sucede, aunque no la veamos, como tampoco vemos la química del amor o por qué nos emociona una canción, un cuadro o una frase perfecta, pero todas estas cosas nos esponjan, nos hacen subir. Hacer pan, como cultivar verduras en el huerto, nos acerca al placer de nuestras capacidades y nos recuerda la sencillez de lo que verdaderamente necesitamos. Siempre me sorprende la belleza del pan al sacarlo del horno. Y sí, lo hemos hecho nosotros.

Wednesday 1 April 2009

Room 237


Por fin he entrado en la habitación 237. Durante años, “El resplandor” me ha dado demasiado miedo y me resistía a su llamada. Redrum. Redrum. Redrum. Siempre me pasa lo mismo con las películas de terror. Por un lado siento esa pulsión que me atrae hacia ellas y, por otro, el rechazo a ese miedo que se te pega al cuerpo como alquitrán y ya no te deja. Con las películas de terror pasa una cosa que no pasa con las de otros géneros: en ellas es tan importante lo que sucede fuera de la pantalla como lo que sucede dentro. Viéndolas, saltamos, gritamos, se nos acelera el pulso y la respiración y, lo más importante, se revuelve esa serpiente que tenemos agazapada en el centro del cerebro. Y recordamos algo que habíamos aprendido de niños: que la semilla que apenas protege nuestra cáscara está hecha de puro miedo. Cuando era niño, yo sentía un miedo patológico a la oscuridad de mi cuarto, esa oscuridad que coagulaba en todas las posibles caras del terror debajo de la cama, allí donde los adultos sólo veían bolas de pelusa y zapatos. Y ahora, mirando hacia atrás, me doy cuenta de que lo que más miedo me daba era mi propio miedo; esa sensación de que los miedos irracionales te llevan a perder el control y pueden acabar por sumergirte en un pozo (como el del péndulo) de locura. Si estoy hablando de cuando era niño es porque, viendo la película de Kubrick (que se ha convertido en una de mis favoritas), me he reencontrado con ese que yo era hace unos cuantos años. Para mí, lo mejor de la película no es Jack Nicholson (a quien siempre encuentro demasiado histriónico), ni Shelley Duvall (aunque sus ojos de vaca, a punto de salírsele de la cara, son probablemente los que mejor han sabido mostrar terror en la historia del cine), ni la implacable (e impecable) dirección de Kubrick (con esa forma suya de colocar la cámara a la espalda de los personajes, que parece que se les va a echar encima y tragárselos de un bocado). No, para mí lo mejor es el niño, Danny, que es, con diferencia, el personaje más complejo y más escalofriante. Danny es un niño asustadizo y traumatizado, hipersensible hasta el punto de percibir la presencia de fantasmas o acontecimientos del futuro. Lo inquietante es que, para lidiar con todas estas cosas, Danny se ha inventado un amigo invisible, Tony, que es irascible, autoritario y feroz, y que habla con una voz gutural que hiela la sangre. ¿Por qué se inventa Danny un amigo tan desagradable? No lo sé, todo lo que puedo decir es que yo también tuve un amigo invisible que se me fue de las manos, pero esa es otra historia. Imagino que la respuesta tiene que ver con la inquietud que nos produce no saber lo que un niño sabe o piensa e ignorar qué efectos desastrosos pueden tener en él acontecimientos que aún no es capaz de racionalizar. Pero, por si estábamos a punto de infravalorar las capacidades infantiles, Kubrick, hacia el final de la película, se saca de la manga la que para mí es una de las imágenes más poéticas y poderosas que he visto jamás en la gran pantalla. Danny corre a través del laberinto del jardín del hotel mientras su padre le persigue con la consabida hacha. Agotado de correr por la nieve, de pronto se detiene y, apenas manteniendo el equilibrio, vuelve sobre sus pasos, marcha atrás, colocando los pies cuidadosamente sobre sus huellas, para despistar al asesino. Y yo no sé si es una metáfora intencionada o no, pero en estos tiempos en los que tantas cosas avanzan a ciegas, irracionalmente, blandiendo hachas como Jack Nicholson, es emocionante ver un símbolo del triunfo de la fragilidad y la inteligencia, caminando marcha atrás sobre la nieve, en precario equilibrio.