Cuando voy de viaje, prefiero llegar a mi destino de noche y dejar que la primera impresión del lugar se moldeé con la imprecisión de la oscuridad y el onirismo de las luces nocturnas. Pero nunca había sido este efecto tan poderoso como al llegar a Venecia al anochecer. Nada te puede preparar para la sensación que produce recorrer el Gran Canal de noche. Es como recorrer una herida abierta, la frontera fluida entre la belleza y la desolación, teñida por las luces oleaginosas que se reflejan en las aguas del canal y el reflejo de éstas sobre los palazzos grandiosos y somnolientos, detrás de cuyas fachadas a uno no le sorprendería si hubiese sólo un vacío. Porque la primera impresión que produce Venecia, al menos así, embozada de nocturnidad, es la de un escenario grandioso, casi increíble, en el que todo cuanto suceda ha de ser puro teatro. Una poderosa sensación de irrealidad se apodera de uno ante su magnífica belleza, y el chapoteo obsceno de las aguas contra los muros de los palacios nos advierte que la ciudad podría con facilidad ser el proscenio ideal para las pesadillas más inquietantes.
Las calles de Venecia son un laberinto en el que hay que perderse para desentrañar sus secretos. Como buenos turistas, nos perdimos al poco de desembarcar en Ca’D’Oro, a pesar del mapa callejero, que se iba a revelar inútil en los próximos días. Nos perderíamos una y otra vez, para encontrarnos, de pronto, en un campo por el que pasábamos a diario, sin saber cómo. Hacia el final de nuestra estancia creímos haber dominado la laberíntica disposición de las calles pero, de vez en cuando, nuestra presunción era desmentida cuando, tras doblar una esquina, nos hallábamos de pronto en una calle desconocida.
Una mañana decidimos levantarnos al alba para pasear por Venecia a una hora que suponíamos libre de turistas. W.D. Howells en su magnífico libro “Vidas Venecianas” cuenta que Venecia nunca le produjo una impresión más profunda que cuando recorrió sus calles al amanecer. Con la primera luz del día (una luz sucia, de neblina raída) caminamos desde Canareggio hasta San Marcos y la decrepitud de la ciudad se nos hizo más evidente que a pleno sol. Paseando por los canales, a esas horas, tuve la vergonzosa sensación de haber sacado de la cama a una anciana aristócrata, que me miraba perpleja, senil y sin maquillaje. Los desconchones en las paredes y la podredumbre en la madera eran como las manchas de la edad en un rostro otrora esplendoroso pero ahora venido a menos. Había, no obstante, un matiz de vitalidad invencible, que emanaba del frescor de las paredes y del olor jabonoso de los canales y la ropa tendida entre las fachadas. Venecia seguía viva. De ello daban constancia los barrenderos, que barrían las calles con enormes escobones de otro tiempo y dejaban arrimados contra las paredes pequeños montones de basura, y los lugareños que paseaban sus perros antes de que las jaurías de turistas tomasen la ciudad como si fuera suya. En los cafés, los parroquianos bebían deprisa cafés diminutos y se despedían de los camareros con premura.
Cuando llegamos a San Marcos la plaza estaba casi desierta. Un grupo de hombres colocaban las pasarelas que cruzan desde la torre del Orologio hasta el palacio ducal, para que los turistas no se mojen los pies con el Acqua alta. Uno de ellos cantaba “no tengo dinero” con desparpajo vocinglero. En las terrazas de los cafés, las mesas y las sillas, primorosamente dispuestas, estaban desocupadas. Los barrenderos barrían con la desgana del final de su jornada y se paraban de tanto en tanto para charlar y hacer aspavientos. Los primeros turistas se parapetaban ya detrás de sus cámaras para capturar los primeros rayos de sol sobre los mosaicos y los reflejos del mármol y el oro en la prodigiosa basílica. Pero nosotros nos dimos prisa en darles la espalda con la arrogancia de quien se cree, no turista, sino dotado de la dignidad del viajero.
Las calles de Venecia son un laberinto en el que hay que perderse para desentrañar sus secretos. Como buenos turistas, nos perdimos al poco de desembarcar en Ca’D’Oro, a pesar del mapa callejero, que se iba a revelar inútil en los próximos días. Nos perderíamos una y otra vez, para encontrarnos, de pronto, en un campo por el que pasábamos a diario, sin saber cómo. Hacia el final de nuestra estancia creímos haber dominado la laberíntica disposición de las calles pero, de vez en cuando, nuestra presunción era desmentida cuando, tras doblar una esquina, nos hallábamos de pronto en una calle desconocida.
Una mañana decidimos levantarnos al alba para pasear por Venecia a una hora que suponíamos libre de turistas. W.D. Howells en su magnífico libro “Vidas Venecianas” cuenta que Venecia nunca le produjo una impresión más profunda que cuando recorrió sus calles al amanecer. Con la primera luz del día (una luz sucia, de neblina raída) caminamos desde Canareggio hasta San Marcos y la decrepitud de la ciudad se nos hizo más evidente que a pleno sol. Paseando por los canales, a esas horas, tuve la vergonzosa sensación de haber sacado de la cama a una anciana aristócrata, que me miraba perpleja, senil y sin maquillaje. Los desconchones en las paredes y la podredumbre en la madera eran como las manchas de la edad en un rostro otrora esplendoroso pero ahora venido a menos. Había, no obstante, un matiz de vitalidad invencible, que emanaba del frescor de las paredes y del olor jabonoso de los canales y la ropa tendida entre las fachadas. Venecia seguía viva. De ello daban constancia los barrenderos, que barrían las calles con enormes escobones de otro tiempo y dejaban arrimados contra las paredes pequeños montones de basura, y los lugareños que paseaban sus perros antes de que las jaurías de turistas tomasen la ciudad como si fuera suya. En los cafés, los parroquianos bebían deprisa cafés diminutos y se despedían de los camareros con premura.
Cuando llegamos a San Marcos la plaza estaba casi desierta. Un grupo de hombres colocaban las pasarelas que cruzan desde la torre del Orologio hasta el palacio ducal, para que los turistas no se mojen los pies con el Acqua alta. Uno de ellos cantaba “no tengo dinero” con desparpajo vocinglero. En las terrazas de los cafés, las mesas y las sillas, primorosamente dispuestas, estaban desocupadas. Los barrenderos barrían con la desgana del final de su jornada y se paraban de tanto en tanto para charlar y hacer aspavientos. Los primeros turistas se parapetaban ya detrás de sus cámaras para capturar los primeros rayos de sol sobre los mosaicos y los reflejos del mármol y el oro en la prodigiosa basílica. Pero nosotros nos dimos prisa en darles la espalda con la arrogancia de quien se cree, no turista, sino dotado de la dignidad del viajero.