Saturday 24 October 2009

En Venecia




Cuando voy de viaje, prefiero llegar a mi destino de noche y dejar que la primera impresión del lugar se moldeé con la imprecisión de la oscuridad y el onirismo de las luces nocturnas. Pero nunca había sido este efecto tan poderoso como al llegar a Venecia al anochecer. Nada te puede preparar para la sensación que produce recorrer el Gran Canal de noche. Es como recorrer una herida abierta, la frontera fluida entre la belleza y la desolación, teñida por las luces oleaginosas que se reflejan en las aguas del canal y el reflejo de éstas sobre los palazzos grandiosos y somnolientos, detrás de cuyas fachadas a uno no le sorprendería si hubiese sólo un vacío. Porque la primera impresión que produce Venecia, al menos así, embozada de nocturnidad, es la de un escenario grandioso, casi increíble, en el que todo cuanto suceda ha de ser puro teatro. Una poderosa sensación de irrealidad se apodera de uno ante su magnífica belleza, y el chapoteo obsceno de las aguas contra los muros de los palacios nos advierte que la ciudad podría con facilidad ser el proscenio ideal para las pesadillas más inquietantes.
Las calles de Venecia son un laberinto en el que hay que perderse para desentrañar sus secretos. Como buenos turistas, nos perdimos al poco de desembarcar en Ca’D’Oro, a pesar del mapa callejero, que se iba a revelar inútil en los próximos días. Nos perderíamos una y otra vez, para encontrarnos, de pronto, en un campo por el que pasábamos a diario, sin saber cómo. Hacia el final de nuestra estancia creímos haber dominado la laberíntica disposición de las calles pero, de vez en cuando, nuestra presunción era desmentida cuando, tras doblar una esquina, nos hallábamos de pronto en una calle desconocida.
Una mañana decidimos levantarnos al alba para pasear por Venecia a una hora que suponíamos libre de turistas. W.D. Howells en su magnífico libro “Vidas Venecianas” cuenta que Venecia nunca le produjo una impresión más profunda que cuando recorrió sus calles al amanecer. Con la primera luz del día (una luz sucia, de neblina raída) caminamos desde Canareggio hasta San Marcos y la decrepitud de la ciudad se nos hizo más evidente que a pleno sol. Paseando por los canales, a esas horas, tuve la vergonzosa sensación de haber sacado de la cama a una anciana aristócrata, que me miraba perpleja, senil y sin maquillaje. Los desconchones en las paredes y la podredumbre en la madera eran como las manchas de la edad en un rostro otrora esplendoroso pero ahora venido a menos. Había, no obstante, un matiz de vitalidad invencible, que emanaba del frescor de las paredes y del olor jabonoso de los canales y la ropa tendida entre las fachadas. Venecia seguía viva. De ello daban constancia los barrenderos, que barrían las calles con enormes escobones de otro tiempo y dejaban arrimados contra las paredes pequeños montones de basura, y los lugareños que paseaban sus perros antes de que las jaurías de turistas tomasen la ciudad como si fuera suya. En los cafés, los parroquianos bebían deprisa cafés diminutos y se despedían de los camareros con premura.
Cuando llegamos a San Marcos la plaza estaba casi desierta. Un grupo de hombres colocaban las pasarelas que cruzan desde la torre del Orologio hasta el palacio ducal, para que los turistas no se mojen los pies con el Acqua alta. Uno de ellos cantaba “no tengo dinero” con desparpajo vocinglero. En las terrazas de los cafés, las mesas y las sillas, primorosamente dispuestas, estaban desocupadas. Los barrenderos barrían con la desgana del final de su jornada y se paraban de tanto en tanto para charlar y hacer aspavientos. Los primeros turistas se parapetaban ya detrás de sus cámaras para capturar los primeros rayos de sol sobre los mosaicos y los reflejos del mármol y el oro en la prodigiosa basílica. Pero nosotros nos dimos prisa en darles la espalda con la arrogancia de quien se cree, no turista, sino dotado de la dignidad del viajero.

Saturday 3 October 2009

En Granton (2)


El autobús entra en una barriada de casas de tres pisos que adolecen de la funcionalidad barata y fea de los edificios de protección oficial. Las fachadas están desconchadas y los jardines se derraman hacia las aceras. Penachos de hierba surgen en las grietas del cemento, como si los campos fértiles, que hace doscientos años dotaron a esta zona de una agricultura floreciente, pugnasen por salir a la superficie otra vez. En los jardines no hay bancos, la gente se sienta en las escaleras que bajan de la puerta de los portales, flanqueados todos ellos por un par de contenedores de basura. El único adorno se ve en las ventanas. Casi todas exhiben, en sus repisas interiores, figuras de porcelana o un jarrón con flores de plástico, una muestra de la ostentación de todo a cien de la clase trabajadora. De vez en cuando, se ve un hueco en la dentadura podrida de las calles. En la década de los ochenta, Granton sufrió tasas de paro tan elevadas que muchos vecinos se vieron obligados a emigrar, dejando atrás edificios enteros abandonados que el Ayuntamiento acabaría por derribar. Algunos de los edificios abandonados, todavía en pie, tienen las ventanas cegadas con tablones de madera.
Me apeo y no puedo evitar sentir una cierta inquietud al ver el autobús alejarse. Miro a mi alrededor. Un hombre fuma sentado en las escaleras de un portal. En una esquina, un grupo de adolescentes en chándal charla alrededor de un cochecito de bebé. Uno de los chicos, con la cara tapada por la visera de una gorra de béisbol, sujeta a un pitbull de la correa. Una mujer avanza por el asfalto en una silla de ruedas eléctrica sin ser molestada por el tráfico. Los pocos vehículos que se ven están aparcados, como los caballos cansados y polvorientos del salvaje oeste. Camino hacia las únicas tiendas de la zona, que están apelotonadas al final de la calle: un Fish & Chips, un kiosco, una casa de apuestas y un restaurante de comida rápida china. En el kiosco compro una bolsa de patatitas y una botella de Irn-Bru. ¿No eres de por aquí, verdad?, me pregunta la tendera. No, soy español, respondo. Le pregunto si ella es del barrio. Sí, aquí nací, me dice, con cierta desconfianza.
En la calle, un hombre con un perro escuálido sentado entre sus piernas, me mira de lado. ¿Periodista?, me pregunta. Me encojo de hombros para ver si me da más pistas. Te vi interrogando a la tendera, si quieres saber algo de este agujero de mierda, soy tu hombre. Sin negar ni asentir, comienzo a andar y le dejo que me siga. Bob, dice, y me tiende una mano delgada. Sus dedos, como su bigote gris, están manchados de nicotina. Tras las presentaciones, Bob se queda un poco aturdido, y se agacha para acariciar a su perra. Va conmigo a todas partes, dice, no es mi sombra, es mi alma. Atravesamos Granton Square y bajamos hacia el mar. A nuestra derecha queda un desguace en el que las montañas de chatarra ofrecen el único colorido de la zona. Al fondo, un cartel publicitario de Marks&Spencer anuncia lencería masculina. En él, el cuerpo perfecto de un modelo al que no se le ve la cabeza, parece sugerir que ése, con cierto esfuerzo, o con dinero, podrías ser tú.
Llegamos al puerto y ante nosotros se elevan varios edificios de pisos modernos.
- Esta es la idea que tiene el Ayuntamiento de regenerar la zona: plantar pisos de lujo al borde del mar. Dime, ¿qué beneficio supone eso para el barrio?
Bob se queda parado, mirándome con ojos inquisitivos, que brillan de enfado. Luego señala a un cuatro por cuatro que gira en la rotonda, conducido por una mujer y con un niño sentado en una silla en el asiento trasero, y que desaparece a través de la puerta mecánica de uno de los edificios modernos.
- ¿Ves? – me grita Bob, golpeándome el brazo con la mano- No necesitan ni apearse del coche. Vienen en sus coches, que son como tanques, con la maleta llena de cosas que han comprado en el Marks&Spencer, aprietan el botón y se meten en el edificio y beben vino sentados frente a las ventanas que dan al mar.
- A ver, ¿a ti te gusta aquello? – Bob señala la gigantesca estructura metálica y circular de la estación de gas en desuso, que domina la vista al oeste-.
Como siempre que se dirige a mí, me parece que su pregunta tiene trampa. Así que, tras pensármelo un poco, murmuro: sí.
- A mí me parece un insulto a la mirada. Eso me parece. Aun así, no quiero que la demuelan, ¿sabes por qué? Porque necesitamos un recordatorio de la gente de Granton que ha trabajado como un perro durante años. ¿Sabes que en aquí se inauguró el primer ferry para trenes del mundo? ¿Te imaginas la actividad del puerto en aquella época? ¿Sabes que una de las fábricas de coches más antiguas del Reino Unido, está detrás de esa esquina?
Bob abre la lata de cerveza que ha sacado de una bolsa de plástico y le pega un sorbo. Luego la deja sobre el murete del paseo marítimo y se lía un cigarrillo.
- Ahora ya hay parados de tercera generación en este barrio- me dice-. ¿Qué pueden esperar los jóvenes? Esto –dice, levantando la lata de cerveza- y esto –y sacude el cigarrillo todavía apagado-.
Luego, nos quedamos callados. Por encima de nosotros una bandada de gansos forma una uve imperfecta entre graznidos furiosos y cruza el estuario hacia el norte.