La primavera ha llegado oficialmente y hay quien siente la necesidad de celebrarlo, después de un invierno tan crudo. Brian, un amigo de unos amigos, organizó el sábado una gran hoguera, a cuyo calor nos calentamos. Brian aprovecha la voracidad del fuego para exorcizar fantasmas, como el de su padre, muerto hace unos meses, cuyo sillón ardió fantasmalmente en las alturas de la pila de madera, papeles y árboles de navidad ¿De dónde nos viene esta fascinación por el fuego? Al contemplar las llamas junto a una docena de personas me hice esta pregunta y ponderé, ociosamente, cuántas horas habrá pasado la humanidad con la mirada cautivada por el fuego ¿Cuántas decisiones se habrán tomado a la luz de una fogata, cuántas reflexiones se habrán hecho frente a una chimenea? Miramos el fuego y parece que sus llamas iluminan resquicios de nosotros mismos o que abren una puerta al misterio. Al fuego siempre se lo mira con ojos interrogantes, como a un oráculo. Observando a la gente reunida en torno al fuego comprobé que, a pesar de estar en sociedad, todos nos quedamos, en algún momento, absortos y en silencio frente a la hoguera, olvidando de pronto la conversación y la compañía, con los ojos fijos en las llamas, hipnotizados, como quien contempla un abismo. Y, como dijo Nietzche, cuando uno mira al abismo, el abismo acaba mirándolo a uno. Quién sabe qué pequeña verdad le susurraron las chispas de luz y las oscilantes llamas a cada uno. De eso no hablamos. Para ello, tendríamos que admitir que, frente al fuego, todos estamos solos.
Foto: Ever Dundas