Sunday 31 January 2010

El gato de Montaigne


Hace tiempo que sé que pienso mejor cuando estoy en compañía de mi gato. La mirada consciente de Judas me instala en el ahora y tiende puentes hacia el mundo. Así que no me sorprende demasiado enterarme de que el gato de Montaigne jugó un papel importante en la escritura de sus Pensamientos. Parece ser que un día el filósofo se encontraba jugando con su gato y se le ocurrió pensar si el animal le consideraría su compañero de juegos, de la misma forma que hacía él. Montaigne se metió en el pellejo de su gato y descubrió la existencia enriquecedora de otras perspectivas. La valoración de otros puntos de vista es una de las características más atrayentes de sus escritos, que hace de su obra un monumento imperecedero a la tolerancia y a la curiosidad (esa cualidad que Nabokov definió como “la forma más pura de rebelión). El rebelde Montaigne se puso en el papel de, entre otros, su gato o los caníbales, para hacernos ver la falacia de tomar como verdad absoluta lo que no es más que una opinión. “¿Qué sé yo?”, sería una de las más famosas frases del filósofo relativista. Montaigne no dudó a la hora de atribuir la capacidad de pensamiento a los animales. Para él, los animales estaban en un plano de existencia semejante al del ser humano, gozando de similares placeres y sufriendo los mismos dolores. Eso fue algo que su sucesor Descartes no le perdonó. Este hizo de su discrepancia sobre los animales una de las ideas principales de su pensamiento, expresada en la famosa máxima: “Pienso luego existo”. Para Descartes los animales eran meros autómatas, incapaces de pensar y sentir, y por eso no le tembló el pulso a la hora de diseccionar a un perro vivo, a pesar de sus aullidos. Descartes no pudo quitarse de encima las ideas heredadas de la religión judeo-cristiana, por las cuales el ser humano está por encima (y completamente separado) del resto de los animales, a los que Dios puso en la Tierra exclusivamente para nuestro beneficio. Se quedó atascado en un aburrido racionalismo antropocéntrico, sin llegar a experimentar la maravilla de esa gran máxima que no pudo llegar a escribir y que Montaigne podría haber firmado: “Me mira un gato, luego existo”.



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