No me mentes la crisis, dice la abuela, en esta casa siempre hemos comido langostinos en Nochevieja y este año no va a ser menos. Mientes, mamá, se dice mientes, dice mi madre. ¿Sabéis que los langostinos sienten dolor? ¡Sois unos asesinos!, grita mi hermana. Es todo culpa del pánfilo de Zapatero, explica el abuelo. Pero sin son congelados, Lucía, y yo no miento. Papá, parece mentira que con todo lo que pasaste durante la dictadura ahora nos salgas con estas. Julito, niño, come que se enfría. Tu padre en lo único que piensa es en su pensión, dice mi padre. Tengamos la fiesta en paz, Miguel. A mí tú no me digas lo que pienso o dejo de pensar. Pues que sepáis que me voy a hacer vegetariana y que me gustan las tías. Mira, yo creo que las cosas van a cambiar con Obama. Haces bien, hija, que a mí tu abuelo siempre me tuvo atada a la pata de la cama. Qué van a cambiar, Maite, manda el poder económico, no el político. Pero mamá, ¿cómo le dices esas cosas a la niña? Es que no le aguanto cuando se pone pedante, ¡y en mi casa! Hija, de verdad, siempre te parece mal todo lo que digo. Si estoy aquí es por su hija, Amancio, que de buena gana me hubiera quedado en mi casa. Abuelo, ¿quieres que te pele las uvas que van a dar ya las campanadas? El próximo año no vengáis y santas pascuas. ¡Los cuartos, los cuartos!
Todos se callan de golpe. Terminan los cuartos y empiezan las campanadas. Engullen las uvas, una a una, y yo me quedo con las mías, pegajosas y calientes, en la mano. El corazón me late más deprisa que el reloj de la Puerta del Sol. El abuelo se mete una uva en la boca y se la zampa echando de golpe la cabeza hacia atrás. La abuela cierra los ojos al tragar. Lucía lucha contra la risa y mamá y papá se pellizcan el uno al otro. Cuando acaban, respiro aliviado. Aunque no los entiendo ni los aguanto, me alegro de que un año más hayan sobrevivido a las campanadas.