Saturday 6 December 2008

Luna

Esta semana se ha estrenado en Canadá la película “Saving Luna”, un documental que relata la historia de una orca llamada Luna y los conflictos que creó su empeño en interactuar con el ser humano. No es la primera vez que pasa. A menudo, si un cetáceo se separa de su grupo, busca formas alternativas de socializar, de llenar ese hueco, y no es raro que acaben acercándose a la gente. Las necesidades sociales de los cetáceos son bien conocidas. Las orcas, probablemente las más sociales de todas las ballenas, viven en grupos matriarcales basados en estrechas relaciones familiares y de cooperación, reforzadas gracias a un dialecto o repertorio acústico común a todos los individuos del mismo grupo. Lo que resulta sorprendente es que, en su lucha contra la soledad, estos animales se atrevan a romper las barreras de la especie y persigan activamente una relación social gratificante, por no decir amistosa, con el ser humano. Luna (que, a pesar de su nombre, era un macho) se separó de su grupo siendo aún muy joven (tenía dos años), en las inmediaciones de la isla de Vancouver. Pronto, su carácter extremadamente amistoso sembró las aguas y las oficinas de políticos y ecologistas de asombro, incertidumbre y temor. Los biólogos marinos, preocupados por el hecho de que la mayoría de los encuentros entre ballenas solitarias y humanos acaban con el daño o la muerte de las primeras, presionaron a la agencia del gobierno encargada de la conservación de los cetáceos para que actuara antes de que la historia acabara en tragedia. Como medida de prevención para evitar que la gente se acercara a Luna se amenazó con imponer multas de hasta 100.000 dólares. Una mujer que acarició el hocico de Luna fue multada por el extravagante delito de “molestar a una ballena”. Pero lo cierto es que estas medidas resultaron inefectivas por una sencilla razón: Luna no temía las multas del gobierno canadiense. Como cuentan los directores de la película, un 80 por ciento de las interacciones entre Luna y la gente las iniciaba él. Estos encuentros eran un tanto caóticos. Al ver acercarse a la ballena, muchos navegantes se debatían entre la fascinación y el miedo, y las fotografías y vídeos que documentan los encuentros reflejan esa ambigüedad torpe: gente que grita mientras llevan sus manos hasta el hocico de Luna, expresiones de terror, sonrisas incrédulas y, también, lágrimas de emoción. Quizás sea difícil ver qué le aportaba todo esto a la ballena, pero su tenacidad no deja dudas sobre lo importante que debía ser para él este contacto, que al final acabó por costarle la vida. Lo mejor para las ballenas es que las dejemos en paz, que intentemos protegerlas desde la distancia. Pero cuando una ballena se acerca a nosotros buscando compañía, como hizo Luna, queremos dársela. La soledad de Luna es también la nuestra y cualquier posibilidad de establecer un vínculo con otra especie animal nos llena de maravilla. Sólo que entonces descubrimos nuestra torpeza mortal y acabamos convirtiéndonos en un triste remedo del monstruo de Frankenstein, que con su abrazo mata.

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