Lo primero que hace es mirarte con esos ojos oscuros y cálidos y, después, su boca se abre en una sonrisa interminable, blanca y llena de dientes. Su cuerpo robusto, terrenal, está embutido en varias capas de camisetas y jerséis que limitan sus movimientos, y un gorro de lana cubre su cabello, aunque algunos rizos rebeldes y negrísimos se escapan por detrás de las orejas. Hay algo en ella que te invita a abrazarla, aunque nunca lo he hecho porque siempre está dentro de su caseta. Ruby ya no me pregunta qué quiero, me pregunta cómo estoy y qué tal esto o lo otro, mientras golpea el cazo de la cafetera, lo rellena de café y vuelve a enroscarlo. Mientras el café gotea en el vaso de cartón, se vuelve hacia mí y seguimos charlando. Al resto de la gente en la cola no le importa la espera. Todos estamos allí más por ella que por el café y tenemos el acuerdo tácito de que nuestro par de minutos diario con Ruby es sagrado. Nunca he escuchado de qué habla Ruby con los demás. Conmigo ha hablado, para empezar, del tiempo y de la música que sale del equipo que protege de la lluvia con una bolsa de plástico (hay días que necesita poner a Elvis Presley). Pero, poco a poco, he sabido también de sus avatares al organizar el primer “Ladyfest”, un festival feminista y rumbero, o de las aventuras de la variopinta fauna humana con la que comparte piso. Ruby tiene una forma de hablar que hace que sus palabras te lleguen suaves y templadas, como si fuesen caramelos que hubiese saboreado antes en su boca. Casi sin darme cuenta he ido haciéndome una idea de su azarosa y complicada vida. Ruby nació en Canadá pero su familia es originaria de la India y cruzó el charco con su hermano menor cuando la atmósfera ultra-religiosa de su casa se hizo irrespirable. Su heroína es una abuela feminista y jamaicana a la que perdió casi al mismo tiempo que yo perdí a mi abuelo. Eso nos unió. Y nuestra pasión por la escritura. Ruby se levanta todos los días a las cinco de la mañana para escribir en su diario. Cuando le pregunto qué ha escrito hoy, se ríe con una voz volcánica. He escrito sobre mi padre, dice, estuvo aquí la semana pasada, hacía 12 años que no nos veíamos, ahora vive en Nueva York. Y así me entero de que Ruby se nos va porque ha decidido probar suerte en la Gran Manzana con su familia reencontrada. En sus palabras no hay el más leve atisbo de pesar o de melancolía. Ella no es de las que echa de menos nada, sino de las que siempre se echan para adelante. No creo que se dé cuenta de lo duro que va a ser para mí empezar el día sin su sonrisa ni su charla chispeante. Ni falta que le hace. Seguro que ya han empezado a hacer cola para ella al otro lado del Atlántico. ¡Qué te vaya bien, Ruby!
Saturday 13 December 2008
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