En cierta ocasión un compañero del trabajo me recriminó que leyera novelas. “Yo solo leo no ficción”, me dijo, “¿qué sentido tiene leer algo que no es verdad?” No sé si me dolió más su insulto a la novela o su estrecho concepto de la “verdad”. No pude hacer otra cosa que callarme, porque ¿cómo podría haberle hecho entender que las novelas que leí durante mi adolescencia y parte de mi juventud, me habían salvado la vida?
Creo que uno no necesita razones para leer más allá del puro placer de la lectura, pero he agradecido, en estos tiempos de bestsellers inocuos para leer en el autobús y olvidar en cuanto se llega a la última página, una defensa tan visceral y entusiasta del poder de la literatura como la que hace Azar Nafisi en su libro (de no ficción) “Leer Lolita en Teherán”.
Nafisi fue profesora de literatura en varias universidades de Teherán y en su libro relata sus experiencias durante la represión cultural que sucedió a la subida al poder del Ayatolá Homeini. Para ella, las novelas y la vida están tan entrelazadas que su texto es un híbrido entre libro de memorias y crítica literaria.
Una de sus tesis más interesantes es la que propone que la novela es un género democrático. Analizando las obras de Nabokov, Scott Fitzgerald, Henry James y Jane Austen, Nafisi demuestra que estos autores dieron cabida en sus novelas a una multiplicidad de voces, visiones opuestas y diálogos, y que es este espíritu democrático (y su “dudosa” moralidad) lo que hizo que fueran consideradas subversivas por el régimen islamista. Los totalitarismos, dice Nafisi, ignoran la diferencia entre imaginación y realidad, y sus guardianes leen las novelas literalmente, concluyendo que Lolita es una defensa de la pederastia y Madame Bovary del adulterio. Pero uno no lee Moby Dick para aprender a cazar ballenas. Lo lee por el placer de leerlo, para vivir nuevas experiencias y meterse en la piel de sus personajes, porque leyendo, en definitiva, uno se acerca más a eso que mi compañero de trabajo llamaba con reverencia la verdad.
La autora iraní hace un comentario muy acertado acerca de los villanos en las novelas. Tanto Humbert, como los ricachones de Scott Fitzgerald o los personajes más antipáticos de Austen tienen una característica en común: la falta de empatía. Curiosamente, es a la capacidad de empatizar del lector (que no es otra cosa que un ejercicio de imaginación generosa) a la que apela la novela. Una novela que se precie no nos enseñará lo que ya sabemos, ni nos reafirmará en nuestras posturas, sino que enfrentará nuestra inteligencia y nuestro sentido estético a lo nuevo y a lo diferente.
Creo que uno no necesita razones para leer más allá del puro placer de la lectura, pero he agradecido, en estos tiempos de bestsellers inocuos para leer en el autobús y olvidar en cuanto se llega a la última página, una defensa tan visceral y entusiasta del poder de la literatura como la que hace Azar Nafisi en su libro (de no ficción) “Leer Lolita en Teherán”.
Nafisi fue profesora de literatura en varias universidades de Teherán y en su libro relata sus experiencias durante la represión cultural que sucedió a la subida al poder del Ayatolá Homeini. Para ella, las novelas y la vida están tan entrelazadas que su texto es un híbrido entre libro de memorias y crítica literaria.
Una de sus tesis más interesantes es la que propone que la novela es un género democrático. Analizando las obras de Nabokov, Scott Fitzgerald, Henry James y Jane Austen, Nafisi demuestra que estos autores dieron cabida en sus novelas a una multiplicidad de voces, visiones opuestas y diálogos, y que es este espíritu democrático (y su “dudosa” moralidad) lo que hizo que fueran consideradas subversivas por el régimen islamista. Los totalitarismos, dice Nafisi, ignoran la diferencia entre imaginación y realidad, y sus guardianes leen las novelas literalmente, concluyendo que Lolita es una defensa de la pederastia y Madame Bovary del adulterio. Pero uno no lee Moby Dick para aprender a cazar ballenas. Lo lee por el placer de leerlo, para vivir nuevas experiencias y meterse en la piel de sus personajes, porque leyendo, en definitiva, uno se acerca más a eso que mi compañero de trabajo llamaba con reverencia la verdad.
La autora iraní hace un comentario muy acertado acerca de los villanos en las novelas. Tanto Humbert, como los ricachones de Scott Fitzgerald o los personajes más antipáticos de Austen tienen una característica en común: la falta de empatía. Curiosamente, es a la capacidad de empatizar del lector (que no es otra cosa que un ejercicio de imaginación generosa) a la que apela la novela. Una novela que se precie no nos enseñará lo que ya sabemos, ni nos reafirmará en nuestras posturas, sino que enfrentará nuestra inteligencia y nuestro sentido estético a lo nuevo y a lo diferente.
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