Saturday, 3 October 2009

En Granton (2)


El autobús entra en una barriada de casas de tres pisos que adolecen de la funcionalidad barata y fea de los edificios de protección oficial. Las fachadas están desconchadas y los jardines se derraman hacia las aceras. Penachos de hierba surgen en las grietas del cemento, como si los campos fértiles, que hace doscientos años dotaron a esta zona de una agricultura floreciente, pugnasen por salir a la superficie otra vez. En los jardines no hay bancos, la gente se sienta en las escaleras que bajan de la puerta de los portales, flanqueados todos ellos por un par de contenedores de basura. El único adorno se ve en las ventanas. Casi todas exhiben, en sus repisas interiores, figuras de porcelana o un jarrón con flores de plástico, una muestra de la ostentación de todo a cien de la clase trabajadora. De vez en cuando, se ve un hueco en la dentadura podrida de las calles. En la década de los ochenta, Granton sufrió tasas de paro tan elevadas que muchos vecinos se vieron obligados a emigrar, dejando atrás edificios enteros abandonados que el Ayuntamiento acabaría por derribar. Algunos de los edificios abandonados, todavía en pie, tienen las ventanas cegadas con tablones de madera.
Me apeo y no puedo evitar sentir una cierta inquietud al ver el autobús alejarse. Miro a mi alrededor. Un hombre fuma sentado en las escaleras de un portal. En una esquina, un grupo de adolescentes en chándal charla alrededor de un cochecito de bebé. Uno de los chicos, con la cara tapada por la visera de una gorra de béisbol, sujeta a un pitbull de la correa. Una mujer avanza por el asfalto en una silla de ruedas eléctrica sin ser molestada por el tráfico. Los pocos vehículos que se ven están aparcados, como los caballos cansados y polvorientos del salvaje oeste. Camino hacia las únicas tiendas de la zona, que están apelotonadas al final de la calle: un Fish & Chips, un kiosco, una casa de apuestas y un restaurante de comida rápida china. En el kiosco compro una bolsa de patatitas y una botella de Irn-Bru. ¿No eres de por aquí, verdad?, me pregunta la tendera. No, soy español, respondo. Le pregunto si ella es del barrio. Sí, aquí nací, me dice, con cierta desconfianza.
En la calle, un hombre con un perro escuálido sentado entre sus piernas, me mira de lado. ¿Periodista?, me pregunta. Me encojo de hombros para ver si me da más pistas. Te vi interrogando a la tendera, si quieres saber algo de este agujero de mierda, soy tu hombre. Sin negar ni asentir, comienzo a andar y le dejo que me siga. Bob, dice, y me tiende una mano delgada. Sus dedos, como su bigote gris, están manchados de nicotina. Tras las presentaciones, Bob se queda un poco aturdido, y se agacha para acariciar a su perra. Va conmigo a todas partes, dice, no es mi sombra, es mi alma. Atravesamos Granton Square y bajamos hacia el mar. A nuestra derecha queda un desguace en el que las montañas de chatarra ofrecen el único colorido de la zona. Al fondo, un cartel publicitario de Marks&Spencer anuncia lencería masculina. En él, el cuerpo perfecto de un modelo al que no se le ve la cabeza, parece sugerir que ése, con cierto esfuerzo, o con dinero, podrías ser tú.
Llegamos al puerto y ante nosotros se elevan varios edificios de pisos modernos.
- Esta es la idea que tiene el Ayuntamiento de regenerar la zona: plantar pisos de lujo al borde del mar. Dime, ¿qué beneficio supone eso para el barrio?
Bob se queda parado, mirándome con ojos inquisitivos, que brillan de enfado. Luego señala a un cuatro por cuatro que gira en la rotonda, conducido por una mujer y con un niño sentado en una silla en el asiento trasero, y que desaparece a través de la puerta mecánica de uno de los edificios modernos.
- ¿Ves? – me grita Bob, golpeándome el brazo con la mano- No necesitan ni apearse del coche. Vienen en sus coches, que son como tanques, con la maleta llena de cosas que han comprado en el Marks&Spencer, aprietan el botón y se meten en el edificio y beben vino sentados frente a las ventanas que dan al mar.
- A ver, ¿a ti te gusta aquello? – Bob señala la gigantesca estructura metálica y circular de la estación de gas en desuso, que domina la vista al oeste-.
Como siempre que se dirige a mí, me parece que su pregunta tiene trampa. Así que, tras pensármelo un poco, murmuro: sí.
- A mí me parece un insulto a la mirada. Eso me parece. Aun así, no quiero que la demuelan, ¿sabes por qué? Porque necesitamos un recordatorio de la gente de Granton que ha trabajado como un perro durante años. ¿Sabes que en aquí se inauguró el primer ferry para trenes del mundo? ¿Te imaginas la actividad del puerto en aquella época? ¿Sabes que una de las fábricas de coches más antiguas del Reino Unido, está detrás de esa esquina?
Bob abre la lata de cerveza que ha sacado de una bolsa de plástico y le pega un sorbo. Luego la deja sobre el murete del paseo marítimo y se lía un cigarrillo.
- Ahora ya hay parados de tercera generación en este barrio- me dice-. ¿Qué pueden esperar los jóvenes? Esto –dice, levantando la lata de cerveza- y esto –y sacude el cigarrillo todavía apagado-.
Luego, nos quedamos callados. Por encima de nosotros una bandada de gansos forma una uve imperfecta entre graznidos furiosos y cruza el estuario hacia el norte.

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