Saturday, 26 September 2009

En Granton (1)


Después de dos días de sol, un amago de lo que aquí llaman el “verano indio”, hoy ha amanecido nublado y frío. En la parada de autobús, un par de mujeres hablan del tiempo con la desgana de quien sabe que sus quejas quedarán desatendidas. El autobús, al menos, llega puntual, y mis compañeras se callan, sin otra excusa para quejarse. A su lado, un hombre mayor, vestido con un abrigo cubierto de lamparones y el pelo blanco peinado hacia atrás, le pega tres caladas voraces a su cigarrillo liado y luego otra más, antes de tirarlo para subir al autobús. Todos los asientos de la parte baja están ocupados, así que subo las escaleras y me siento al lado de la ventanilla. Al frente, encima del cristal, una pantalla muestra imágenes del interior del autobús desde distintos ángulos. Debajo, un cartel anuncia: “sistema de circuito cerrado en funcionamiento para su propia seguridad”. Nadie habla y el único sonido es el de la música a todo volumen de los iPODs. Un hombre con barba de tres días y ropa de faena manchada de pintura mira por la ventanilla, aunque sus ojos parecen resbalar por las calles mojadas sin fijarse en nada. El autobús enfila London Road, donde las hojas de los árboles han empezado a amarillear. El otoño ha llegado, sobre todo, quizá, porque es lunes.
En George Street, una de las calles céntricas de Edimburgo, de grandiosa arquitectura georgiana, se bajan la mayoría de los pasajeros. Es la parada donde suelo apearme, pero hoy decido continuar la ruta. Las terrazas de los bares de lujo están vacías y en las tiendas de diseño, a estas horas de la mañana, aún no se ve ningún cliente. El autobús gira hacia Queensferry Road y, en las paradas de esta calle, se sube mucha gente. Observando a mis compañeros de viaje se me ocurre que, si algo tenemos en común, es que todos llevamos mochilas o bolsos. Quizás, a la vez que las sociedades nómadas desaparecen de la faz de la tierra, un nuevo tipo de cazadores-recolectores ha surgido en las ciudades. Mujeres y hombres que recorren las calles, a pie o en transporte público, llevando en las manos o a las espaldas los frutos de su necesidad y su búsqueda: alimento y bebida pero, también, libros, teléfonos, agendas, cepillos de dientes y alguna ganga comprada en las rebajas. Con la casa a cuestas, la de verdad es apenas el lugar donde pasar la noche.
Al cruzar el puente de Dean pierdo el hilo de mis pensamientos. La ciudad se extiende a ambos lados en un conglomerado de piedra y árboles. Al este, se vislumbra el mar, al que la ciudad le da la espalda sin miramientos. La belleza de Edimburgo, incluso en un día como hoy, es incuestionable. Pasado el puente, a la derecha, Buckingham Terrace es una de esas terrazas semicirculares, protegida detrás de un macizo de árboles, en cuyas mansiones vive la clase pudiente. Los amplios ventanales, con las cortinas descorridas, dejan ver interiores suntuosos, chimeneas de marcos ornados, tapices y muebles añejos. Aparcados frente a las mansiones, los coches caros brillan como la capa de los pura sangre en las carreras de Ascot.
Más adelante, el autobús vira a la derecha, en lo que parece un giro caprichoso, pero que quizás obedezca a un calculado propósito de mostrar a quien tenga ojos las vísceras de la ciudad. Dejamos atrás el cementerio de Comely Bank y los modernos edificios del hospital general para descender por Crew Road, una calle en la que comienzan los suburbios, donde abundan los bungaloes diminutos de jardines tan cuidados que parecen los de una maqueta.
Tras atravesar un polígono industrial en el que las naves y los edificios de cristal opacos están rodeados por alambreras electrificadas, el autobús entra en el destino secreto de mi viaje: los para mí desconocidos barrios de Pilton y Granton, famosos por sus altas tasas de criminalidad. Las casas de Pilton, todas iguales, reflejan la arquitectura gris, financiada por el gobierno después de la Segunda Guerra Mundial. Las calles están casi vacías. En el colegio de Royston, un enorme edificio de ladrillos, rodeado por una valla alta, no se ven niños porque hoy no hay escuela. En los muros hay carteles advirtiendo de las cámaras de seguridad. Más adelante, en el patio de otro colegio hay un desvencijado barco de madera para que se suban los niños, que me recuerda a los que se quedaron varados en el Aral. En estas calles no hay tiendas ni bares. Sí se ven varias iglesias, de todas las denominaciones imaginables: presbiterianas, católicas, adventistas del séptimo día, del ejército de salvación… Mientras algunas de ellas están construidas en piedra, otras tienen aspecto prefabricado, como si las hubieran traído en un camión.

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