Desde el hall de la galería de arte nos conducen a una de esas salas de teatro improvisadas que abundan en Edimburgo durante los días del Festival. Es una habitación espaciosa y bien iluminada. En el centro hay dos bancos de madera enfrentados formando un óvalo, donde nos invitan a sentarnos. Tras unos minutos, un hombre al que hasta entonces habíamos creído uno más de los miembros del público, empieza a hablar. Lo que dice es tan mío que me resulta extraño y emocionante oírlo en labios de un desconocido: “Me fui a los bosques porque quería vivir a conciencia”. Son las palabras que David Henry Thoreau escribió para mí (y seguro que para muchos otros) en su libro “Walden”.
El 4 de Julio de 1845, a los 28 años de edad, Thoreau dejó su vida pequeño-burguesa y se fue a vivir a orillas del lago de Walden. Con sus manos, y a solas, construyó una cabaña y aró el terreno donde iba a plantar sus famosas alubias. Vivió allí, a conciencia, durante dos años y dos meses, y luego destiló sus experiencias y reflexiones para darnos uno de los libros más hermosos que se han escrito jamás.
La compañía de teatro “Magnetic North” se ha atrevido a poner en escena el “Walden” y su montaje habría impresionado a Thoreau, porque está llevado a cabo con una austeridad que se sostiene exclusivamente en el poder de convicción del texto y la gran fuerza telúrica del único actor. Me da rabia pensar que esta obra va a pasar desapercibida entre el ruido de obras supuestamente vanguardistas y combativas que en el fondo se quedan en un vacuo exhibicionismo. Porque las ideas propuestas en Walden son más relevantes que nunca en estos tiempos que, más que correr, vuelan. Thoreau fue un firme defensor de la simplicidad como modo de vida. A mediados del siglo XIX ya veía en la progresiva industrialización de los Estados Unidos el nacimiento de una absurda obsesión con el tiempo, la productividad y el materialismo, que sólo podía traer ansiedad y el alejamiento de la “buena vida”. Lejos de conformarse con quedarse en la teoría, Thoreau decidió llevar a la práctica su pensamiento y por eso se fue a vivir a los bosques, por eso acabaría en la cárcel. Walden rezuma la sabiduría del que hunde las manos en la tierra del mundo y de su propia alma. Thoreau amaba la soledad. En inglés hay dos palabras para nombrar la soledad: “solitude”, que es esa soledad gozosa, propicia para la contemplación, el auto-conocimiento y la admiración de la naturaleza; y “loneliness”, que es el sentimiento incapacitante y claustrofóbico que experimentamos generalmente cuando estamos rodeados de gente. Para Thoreau la soledad positiva era tan necesaria como el agua y el alimento; es más, era incapaz de concebir la amistad real sin esa soledad deseada como nutriente.
“Walden” me impactó enormemente la primera vez que lo leí, cuando era un solitario adolescente que quemaba su inquietud caminando por los montes. Fue un alivio encontrar una voz amiga que compartía mi pasión por la naturaleza y por una vida más auténtica y menos lastrada por las convenciones. De Thoreau aprendí que no basta con mirar el mundo natural y admirarlo. El escribió con pasión sobre los hechos de la naturaleza pero sabía que, sin dotarlos de un contexto personal, se quedaba en lo meramente descriptivo. “La percepción de la belleza”, escribió, “es un examen moral”. Contemplando el lago helado, el vuelo del halcón y el sonido de la lluvia, Thoreau miraba hacia fuera y escuchaba el eco de dentro. Así aprendió a vivir.
El 4 de Julio de 1845, a los 28 años de edad, Thoreau dejó su vida pequeño-burguesa y se fue a vivir a orillas del lago de Walden. Con sus manos, y a solas, construyó una cabaña y aró el terreno donde iba a plantar sus famosas alubias. Vivió allí, a conciencia, durante dos años y dos meses, y luego destiló sus experiencias y reflexiones para darnos uno de los libros más hermosos que se han escrito jamás.
La compañía de teatro “Magnetic North” se ha atrevido a poner en escena el “Walden” y su montaje habría impresionado a Thoreau, porque está llevado a cabo con una austeridad que se sostiene exclusivamente en el poder de convicción del texto y la gran fuerza telúrica del único actor. Me da rabia pensar que esta obra va a pasar desapercibida entre el ruido de obras supuestamente vanguardistas y combativas que en el fondo se quedan en un vacuo exhibicionismo. Porque las ideas propuestas en Walden son más relevantes que nunca en estos tiempos que, más que correr, vuelan. Thoreau fue un firme defensor de la simplicidad como modo de vida. A mediados del siglo XIX ya veía en la progresiva industrialización de los Estados Unidos el nacimiento de una absurda obsesión con el tiempo, la productividad y el materialismo, que sólo podía traer ansiedad y el alejamiento de la “buena vida”. Lejos de conformarse con quedarse en la teoría, Thoreau decidió llevar a la práctica su pensamiento y por eso se fue a vivir a los bosques, por eso acabaría en la cárcel. Walden rezuma la sabiduría del que hunde las manos en la tierra del mundo y de su propia alma. Thoreau amaba la soledad. En inglés hay dos palabras para nombrar la soledad: “solitude”, que es esa soledad gozosa, propicia para la contemplación, el auto-conocimiento y la admiración de la naturaleza; y “loneliness”, que es el sentimiento incapacitante y claustrofóbico que experimentamos generalmente cuando estamos rodeados de gente. Para Thoreau la soledad positiva era tan necesaria como el agua y el alimento; es más, era incapaz de concebir la amistad real sin esa soledad deseada como nutriente.
“Walden” me impactó enormemente la primera vez que lo leí, cuando era un solitario adolescente que quemaba su inquietud caminando por los montes. Fue un alivio encontrar una voz amiga que compartía mi pasión por la naturaleza y por una vida más auténtica y menos lastrada por las convenciones. De Thoreau aprendí que no basta con mirar el mundo natural y admirarlo. El escribió con pasión sobre los hechos de la naturaleza pero sabía que, sin dotarlos de un contexto personal, se quedaba en lo meramente descriptivo. “La percepción de la belleza”, escribió, “es un examen moral”. Contemplando el lago helado, el vuelo del halcón y el sonido de la lluvia, Thoreau miraba hacia fuera y escuchaba el eco de dentro. Así aprendió a vivir.
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