Cuando no sé qué hacer con los sentimientos intoxicantes, camino. La angustia, la tristeza, la soledad, la rabia, las combato caminando. La intensidad de lo que siento se podría medir en pasos, en millas, en kilómetros andados. Estos días de duelo los encaro a pie, porque no hay mejor forma de aprender a convivir con un fantasma que llevártelo de paseo. Mi abuelo y yo solíamos pasear juntos a menudo, por los caminos polvorientos de Riosequino o por el muelle y la playa de Gijón. El nunca vino a visitarme a Escocia y, ahora que es demasiado tarde, le siento acompañarme por el estrecho sendero que bordea la costa. Es jueves y hace frío. El camino está desierto. Tras subir el repecho que asciende bajo las vías, me detengo a contemplar los dos puentes entre los que vivo. Es esa hora del día en la que el tiempo queda suspendido y el cielo poco a poco se oscurece. Esa hora melancólica en la que la gente enciende las luces o pone la tele o suspira al cerrar las cortinas. Yo no. Hoy camino y dejo que la tristeza y los recuerdos se envuelvan en el misterio y la belleza de este rincón del mundo. Una garza sobrevuela el acantilado. Las luces de la plataforma donde atracan los petroleros se encienden y un barco se aleja lentamente. Una bolsa de plástico aletea desesperada entre las ramas de un árbol. Un mirlo se baña en un charco y, al verme, decide no asustarse. Un poco más adelante, un zorro cruza el camino y él sí, se asusta y se esconde. En mi cabeza hablo con mi abuelo de estas cosas, pero cuando llego a la playa me quedo en silencio. Las luces de las casas en la bahía, las luces de Edimburgo al otro lado de la ría, ni me confortan ni me duelen. Esta es mi soledad elegida. Mi consuelo es la belleza del mundo, la magia de lo que me sale al paso cuando camino, el mar y esa voz que no volveré a oír que me dicen sigue, vive.
Thursday 28 February 2008
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