En la sala comunal del edificio donde trabajo la gente se reúne para tomar café, comer o charlar un rato. Es un espacio abierto, amplio y luminoso, con vistas a un parque. En los ventanales la gente ha ido poniendo plantas y, después, se ha ido olvidando de ellas. Poco a poco las vemos marchitarse sin que ninguno intentemos evitarlo (es increíble como en esas zonas comunes de la convivencia se aplica el refrán de “unos por otros, la casa sin barrer”). El caso es que, de unas semanas para acá, las plantas han empezado a mejorar y han recuperado su verdor. Hemos respirado aliviados. En el fondo su decadencia nos ponía tristes, aunque no hubiésemos hecho nada para remediarla, y su renovada vitalidad hace que estemos más felices y relajados durante la pausa del café.
Esta mañana, he bajado a comer un poco a deshora y me he encontrado con el amigo de las plantas. Un chico alto, vestido de negro y con pinta de leer ciencia-ficción, estaba regándolas, quitando las hojas marchitas, acariciándolas con los dedos. Estaba tan entregado a su tarea que no se dio cuenta de mi presencia. Decidí dejarlo solo porque me dio la sensación de que preferiría que su labor quedara en el anonimato. Así que me fui pensando en lo necesaria que es la gente que cuida de las cosas, los seres y las personas que están en los rincones, las cosas, los seres y las personas que están ahí y la gente ve y deja de ver, que necesitan atención pero no la reciben porque nos dejamos llevar por la dejadez que produce el pertenecer a una comunidad.
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