Monday, 1 September 2008

Another Place


Llegamos a la playa de Crosby con la última luz del día. Después de atravesar el paisaje apocalíptico de las afueras de Liverpool, poblado de fábricas, viviendas y bares portuarios abandonados, entramos en ese sueño inexplicable, rico en metáforas, que es la instalación de Antony Gormley titulada "Another Place", una obra de arte que es una playa de 3 km de largo y 100 estatuas. La primera la vemos desde el camino que lleva a la arena. Es la figura oscura, afilada por la distancia, de un hombre que está de pie y desnudo. De espaldas a nosotros, parece contemplar el mar, y su postura sugiere tal ensimismamiento que es imposible no preguntarse qué pensamientos le estará robando el horizonte. Las 100 estatuas son en realidad la misma, porque fueron hechas por Gormley a partir de un molde de su propio cuerpo. Pero son a la vez distintas porque, al ser de hierro fundido, todas envejecen, aunque cada una a su manera. Las hay que tienen algas enredadas en los pies, sobre otras crecen vegetación o pequeños moluscos. El agua, el salitre y el viento dejan una marca singular en cada una de ellas. Todas las figuras son del mismo tamaño pero, como no están juntas, su tamaño mengua con la distancia en el espacio vacío y plano de la playa. Al verlas diseminadas, parece que se trata de una extraña reunión, como si algo las hubiera atraído hasta el borde del agua, pero están tan separadas unas de otras que no se hacen compañía: su repetición produce más bien un efecto de suma de soledades. O la suma de un mismo pensamiento o anhelo. Aunque el cuerpo sólido de estos personajes fantasmales está firmemente anclado a la playa, su misterio reside en su orientación hacia ese otro lugar del que parecen esperar una señal. Ese otro lugar que no sabemos si temen o desean, si es un lugar de pérdida o de esperanza. Lo que vemos tienen tal carga poética, está tan abierto a interpretaciones que nos quedamos en silencio.
Cada estatua está sola, pero en diálogo con el mar. El tiempo de esa relación la marcan las mareas, ese ritmo que es más real, más corpóreo que el de los relojes. Ahora la marea está baja y los cuerpos de las estatuas están fuera del agua, pero cuando la marea suba se irán sumergiendo y sólo podemos imaginar el dramatismo y la poderosa belleza de contemplarlas con el agua a la cintura, al cuello, hasta que terminen por desaparecer, impasibles, bajo el mar.
Mirando a las estatuas pienso en el espacio que ocupa mi propio cuerpo en la inmensidad del universo. Pienso en mi soledad, en mi vulnerabilidad y también en la muerte. Pero este no es lugar para lo tremebundo. Es un lugar para la melancolía más mágica. En un acto casi reflejo, le doy la mano a una estatua. Su contacto es cálido, extrañamente carnal. Miramos juntos al horizonte. Siento la brisa que viene del mar en la piel y el fulgor de un inexplicable consuelo. La estatua y yo nos acompañamos y envejecemos juntos un ratito. Entre el mar y el cielo, el día se muere, pero no la sensación de maravilla.

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