Todo el mundo ya sabe el terror que me inspiran los espejos. Otra fobia semejante y relacionada con ella, por lo que tiene de reproducción y falseamiento de la propia imagen, es la que me producen las fotografías de mí. Una noche de insomnio en la habitación de un Bed&Breakfast en la isla de Arran jugué a asustarme a base de fotografiar mi reflejo en el espejo que cubría una pared de lado a lado, y el miedo me duró semanas. Lo que el espejo transpone, la fotografía lo transubstancia, y uno se pierde en un laberinto de yoes en el que es imposible saber quién es quién. En una de las fotografías, mis dos caras están tan juntas que las narices están a punto de tocarse, el espejo ha desaparecido y es imposible diferenciarme a mí de mi reflejo, aunque uno de los dos, terrorífica incertidumbre, es alguien que yo no quiero ser.
Las fotografías de Francesca Woodman, que estos días podemos ver en dos galerías de Edimburgo, exploran desinhibidamente ese territorio onírico, misterioso e inquietante de la intimidad de uno y su sombra. Casi todas sus obras son autorretratos. En muchas de ellas está desnuda, ataviada con ropas extrañas o convertida en el espectro que se revela al capturar el movimiento en una exposición prolongada. Sus fotografías son extrañamente atemporales, casi desprovistas de referencias. El fondo es, a menudo, un muro desconchado o una pared en la que el papel se ha despegado y entre cuyos pliegues se esconde el cuerpo de la artista. Hay cierta voluntad de metamorfosis o de desaparición en estas fotografías, como si Francesca Woodman estuviera fotografiando un momento clave y frágil, una disolución en ese mundo externo, incierto y melancólico. La artista detrás de la cámara parece estar decorando con su desasosiego el espejo en el que va a obligar a vivir, atrapado para siempre, a su propio reflejo. Francesca Woodman se quitó la vida con tan sólo 22 años. Sus fotografías misteriosas, sugerentes y magnéticas, nos siguen turbando con el enigma trágico de su cuerpo y su rostro, que parecen a punto de decirnos algo tan importante para ella como para nosotros.
Las fotografías de Francesca Woodman, que estos días podemos ver en dos galerías de Edimburgo, exploran desinhibidamente ese territorio onírico, misterioso e inquietante de la intimidad de uno y su sombra. Casi todas sus obras son autorretratos. En muchas de ellas está desnuda, ataviada con ropas extrañas o convertida en el espectro que se revela al capturar el movimiento en una exposición prolongada. Sus fotografías son extrañamente atemporales, casi desprovistas de referencias. El fondo es, a menudo, un muro desconchado o una pared en la que el papel se ha despegado y entre cuyos pliegues se esconde el cuerpo de la artista. Hay cierta voluntad de metamorfosis o de desaparición en estas fotografías, como si Francesca Woodman estuviera fotografiando un momento clave y frágil, una disolución en ese mundo externo, incierto y melancólico. La artista detrás de la cámara parece estar decorando con su desasosiego el espejo en el que va a obligar a vivir, atrapado para siempre, a su propio reflejo. Francesca Woodman se quitó la vida con tan sólo 22 años. Sus fotografías misteriosas, sugerentes y magnéticas, nos siguen turbando con el enigma trágico de su cuerpo y su rostro, que parecen a punto de decirnos algo tan importante para ella como para nosotros.
No comments:
Post a Comment