Aquella mañana de verano, como tantas otras, Ever y yo habíamos quedado para desayunar en “Made in Italy”, un café del Grassmarket, esa plaza que es visita obligada para los turistas ávidos de las historias truculentas que abundan en esta ciudad. Era muy pronto, hacía sol pero estaba fresco, así que nuestro lugar preferido, el pequeño mostrador adosado al ventanal de la cafetería, nos pareció el mejor lugar del mundo para comer cruasanes, beber café y ponernos al día. Recuerdo que nos reímos mucho. Cuando estamos juntos, Ever y yo somos como una mecha para el otro. Y nuestra forma preferida de explotar es riéndonos. Ever es de esas personas que todo lo vive como si se tratase de una aventura. “¿A qué no sabes qué he visto hoy?”, me dijo. Y, claro, yo ya sabía la respuesta. Por alguna misteriosa razón, a Ever le salen garzas al paso cada dos por tres. Toda su persona es un imán para la magia. Sin embargo, aquella mañana de verano acabó con una nota triste. Estábamos mirando por la ventana y entonces hice un comentario sobre lo hermosa que se veía la luz del sol en las hojas de los enormes chopos de la plaza. “Oh, mister N", se lamentó Ever, "el Ayuntamiento ha decidido talarlos. Es deprimente. Realmente no tienen ningún motivo para hacerlo. Dicen que están enfermos, pero ¿acaso lo parecen? Dicen que son viejos, que no van a vivir más de veinte años ¡Veinte años! Dicen que son un peligro, que sus ramas pueden matar a alguien si viene un vendaval ¿Sabes lo que creo? Que quienquiera que haya diseñado la remodelación de la plaza, construyó una maqueta sin árboles. Y ahora, sólo porque está escrito en un jodido plan, tienen que hacerlo.” Ever estaba preocupada pero no me dejé llevar por el pesimismo porque me contó, también, que se había unido a un grupo de vecinos (“con todo esto, estoy conociendo a la gente del barrio”), que habían pedido la opinión de expertos independientes y que se estaban quejando a todas horas al Ayuntamiento. Sin embargo, la sinrazón (o esa máquina absurda de la burocracia) ha ganado. Esta semana han llegado las grúas y los hombres con sus trajes reflectantes. Los árboles casi centenarios no se han movido. Con su dignidad de gigantes benévolos les han permitido trepar a sus copas. No se han sobresaltado ni gemido cuando las sierras eléctricas les han ido cortando las ramas. Poco a poco, los hombres los han desmontado (como cualquiera de esas obras que el hombre laborioso construye y destruye con tanto frenesí como poco juicio). Después, los han troceado y se los han llevado en camiones.
Cuando la llamé por teléfono, Ever me ha dijo que no quiere quedar a desayunar mañana en el “Made in Italy". Y no me extraña. El espacio vacío donde antes estaban los árboles está desolado, como si los árboles hubiesen dejado allí su sombra. La plaza ha perdido las redes con las que atrapar el sol, ha perdido la belleza de sus almas verdes. Y ahora tendremos que aprender a mirar hacia otro lado.
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