Wednesday, 25 February 2009

Recuerdos apócrifos

Lo recordaba perfectamente: la luz en los árboles, la alegría contagiosa del cielo despejado, el silencio de St. Leonard’s y nuestra conversación apasionada. Sin embargo, al atravesar el parque y enfilar el estrecho sendero, Ryan pareció desconcertado. “Es que nunca antes había pasado por aquí”, me dijo. Yo lo negué rotundamente. “¿No te acuerdas?”, le dije. “Debió de ser uno de los primeros paseos que dimos juntos. Lo recuerdo perfectamente. Hacía un día muy bonito, soleado, y todo estaba en silencio, un silencio como de domingo.” Él movió la cabeza de lado a lado, con la tranquilidad de quien se sabe en lo cierto. “Que sí”, insistí, “me acuerdo hasta de lo que hablamos al pasar por aquí, me dijiste que en ese local antes había un café y acabamos hablando del té rojo y del té verde”. Mi amigo tampoco recordaba esa conversación. “Hasta hice fotos”, declaré, “te saqué una ahí, de pie frente a ese muro”.
Esa noche, al llegar a casa, encendí el ordenador y busqué las fotos. Sí, eran tal y como las recordaba: la luz dorada sobre los árboles, el cielo sin una nube, el silencio casi palpable de la calle vacía. Pero Ryan no estaba por ninguna parte. Cuando miré la fecha de la carpeta supe por qué: las había sacado exactamente dos semanas antes de que nos conociéramos.

No es la primera vez que me pasa. Mi memoria (sobre todo la de mi infancia) está llena de recuerdos apócrifos. Recuerdo lugares en los que nunca he estado, gente a la que nunca he conocido, cosas que no he visto. La memoria es un funcionario torpe. En su empeño ciego de acumulación, de búsqueda de patrones y de sentido, a veces derrama el tintero sobre el folio en el que escribe. Y ahí nos queda un borrón de forma caprichosa e indeleble. Un recuerdo de lo que nunca sucedió que, aun tras desenmascararlo, persiste.

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