Uno de los conceptos básicos de las neurociencias es el de habituación, que se refiere a la disminución de la respuesta de una neurona a un estímulo cuando éste perdura en el tiempo. Ponemos la mano en la mesa y sentimos su superficie lisa pero, al rato, la dejamos de percibir. Algo parecido nos pasa cuando no nos damos cuenta de algo simplemente porque lo damos por sentado. Percibimos el mundo a través de cinco sentidos, ¿pero somos conscientes de todos ellos? Es de sobra sabido que vivimos en la era de la imagen. Pasamos la mayor parte de nuestro tiempo con los ojos pegados a la pantalla del ordenador o del televisor. Buena parte de nuestras respuestas emocionales nacen al confrontar una imagen. Como mucho, reclutamos el sentido del oído, para atender a palabras o música, pero, los otros tres sentidos, permanecen en un segundo plano. O eso nos parece, hasta que los perdemos.
A causa de un catarro especialmente virulento he perdido el olfato durante unos días y sólo así me he dado cuenta de la relevancia de este sentido. Para empezar, la comida no me sabe a nada. Mis papilas gustativas aún reconocen la sal del plato de lentejas, pero sin el aroma terroso de las legumbres, del pimentón dulce y el laurel, no puedo disfrutar de este plato que siempre me ha traído a la mente la felicidad de la cocina de mi abuela. Todo lo que como estos días es tan insípido como el cartón, hasta el punto de que he perdido el apetito.
El sentido del olfato es un prodigio de sofisticación biológica. El epitelio olfatorio de nuestra cavidad nasal está tapizado por los cilios de 100 millones de neuronas, que atrapan las moléculas volátiles responsables de los aromas. La membrana de los cilios contiene receptores (hay hasta mil distintos) capaces de detectar determinados olores y de responder de manera gradual a ellos, de tal manera que, gracias a la afinación de esta parte del sistema nervioso, los mamíferos somos capaz de detectar hasta diez mil olores distintos. Por ejemplo, y por citar alguno de los que he echado de menos esta semana: el de las hojas mezcladas con la tierra húmeda de los parques, el del primer café de la mañana, el de los abrazos (cada amigo tiene su olor especial, íntimamente asociado a mi particular afecto hacia cada uno de ellos) o el olor de hogar que me recibe al llegar a casa (ese olor íntimo e intransferible, aunque sea el resultado de la mezcla de olores tan prosaicos como el de la humedad, el detergente, las velas, o el de la última comida cocinada) sin el cual me siento extrañamente desarraigado.
El sentido del olfato es probablemente uno de los más antiguos, evolutivamente. La información conducida por las neuronas olfatorias a lo largo de sus axones, que constituyen el primero de los nervios craneales, va directamente a la corteza cerebral, sin pasar, como sucede con los otros sentidos, por el tálamo. La importancia de este sentido es obvia cuando consideramos su papel primordial en dos de las actividades básicas de todo animal: la alimentación y el sexo. No me sorprende leer en el testimonio de una mujer aquejada de anosmia que la relación con su esposo se deterioró considerablemente. Al no poder olerlo, se sentía distanciada de él. Para ella supuso también un trauma no poder percibir el olor de su hijo adolescente, esa combinación de olor a zapatillas de deporte, exceso de desodorante, ropa sucia, libros de texto y chicle.
La corteza olfatoria está conectada con el hipocampo y la amígdala, los centros de la memoria y de las emociones, respectivamente. Nada es más evocador que un olor, de ahí el poder de la magdalena de Proust. Sin que medie el intelecto, un olor puede despertarnos emociones intensas, o devolvernos a estados de ánimo enterrados en la memoria. La capacidad de este sentido para guiarnos ha permeado el lenguaje y, así, alabamos a alguien diciendo que tiene “buen olfato para los negocios” o decimos que algo nos “huele mal” cuando desconfiamos de una situación, aunque no sepamos explicar nuestras razones.
Ahora que no reconozco mi propio olor en la almohada caigo en la cuenta del enorme regalo que es la complejidad de nuestro sistema nervioso, de la apabullante cantidad de matices que nuestro cuerpo registra sin que la mayor parte del tiempo nos apercibamos de ello. Y no veo el momento de recuperar el olfato. Creo que lo voy a celebrar haciendo pan (echo de menos el olor de la masa cociéndose en el horno), que comeré acompañándolo de queso añejo y vino tinto, en una mesa alumbrada con velas de cera. Y, luego, enterraré un rato largo la nariz en el cuello amado, regocijándome en ese aroma tan singular como indescriptible, que es como el equivalente humano del pan.
Por estas tierras tienen un dicho que dice que no nos olvidemos de pararnos a oler las rosas. Pues eso.