En esta sociedad capitalista en la que todo tiene un precio y todo se compra o se vende, cualquier experiencia de trueque es refrescante porque supone una revalorización (al menos sentimental) del objeto de intercambio y un corte de mangas a esa ética del capitalismo por la que todo vale lo que cuesta. Si el objeto del trueque es, encima, algo tan valioso e invaluable como un libro, la fiesta está asegurada. Eso es lo que pasó ayer, durante unas horas, en Adam House, uno de los hermosos edificios de la Universidad de Edimburgo. Las reglas del juego eran tan sencillas como estimulantes: cada participante traía un libro, introducía en él un marcapáginas en el que había escrito un comentario, lo dejaba en una mesa y se llevaba otro (el que más le apeteciera) a cambio. La atmósfera, amenizada y templada por un par de violinistas y un puesto de café, animaba a ojear sin prisas los libros apilados en las mesas, a leer el comentario (las palabras manuscritas entre las palabras impresas) que acompañaba a cada libro, a veces encareciendo su lectura (“este libro hizo que un viaje a Londres fuese el más corto e intenso que jamás he hecho”) o desafiándonos a hacerlo (“no lo pude acabar, y mira que lo intenté, con todo lo que decían las criticas, pero a lo mejor a ti sí que te gusta”) Los mensajes anónimos y sinceros que adornaban cada libro hacían un extraño papel de intermediarios. Siempre me han gustado los libros de segunda mano, los libros que tienen un pasado, que han sido leídos por otros ojos y, como ayer se hizo muy evidente, que han sido disfrutados o detestados por otra gente. Cada libro es un mundo y cada libro tiene su lector ideal, pero tiene que salir ahí afuera, al mundo, y encontrar a sus posibles destinatarios. Tarea nada fácil, teniendo en cuenta que son ellos los que lo eligen a él y no viceversa. Los libros no tienen manos que tender, así que tienden sus títulos, el diseño de su portada, el nombre de su autor o, como hoy, la breve reseña de un lector, cosas pequeñas comparadas con lo que pueden llegar a contener entre sus tapas .
Al final, después de mucho pensármelo, decidí llevarme una colección de cuentos de Alice Munro. Me lo metí debajo del brazo y salí a la calle, a la lluvia y al vendaval, y al tedio del trabajo, y me acordé de lo que decía Kafka: “un libro es un hacha que nos sirve para romper el mar helado a nuestro alrededor”. Y eso no se paga con dinero.
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