En este edificio la gente casi nunca mira por las ventanas. Todos están demasiado pendientes de las de sus ordenadores o de los monitores y aparatos en los laboratorios. Aquí la luz es blanca, fluorescente, monótona. Afuera, en cambio, la luz es dorada y tímida, típica de la primavera cautelosa de estas tierras del norte. En el patio interior hay un abedul al que casi nunca nadie mira: está brotando. Y, entre sus ramas, sucede algo tan natural y fascinante, tan alejado de las pantallas, los monitores y los tubos de ensayo, que es como un milagro, porque nos hace mirar.
-Mirad –dice alguien- están construyendo un nido.
Y cuatro pares de ojos que no suelen mirar por la ventana de su oficina se fijan en la pareja de urracas que colocan un par de ramitas en su nuevo nido. Los nidos están ahí, y los ves o no, pero, ¿cuántas veces tenemos oportunidad de observar la destreza de un pico?
-¡Qué hábiles! ¿Habéis visto cómo le ha dado la vuelta a la rama, cómo la ha metido en el entramado?
Fascinados, esperamos a que las aves vuelvan con nuevas ramas para seguir comentando su destreza. Las cosas de este edificio dejan de importarnos, aunque sea sólo por un rato. Nos dejamos llevar por la maravilla del mundo natural que también puebla las ciudades, como bien sabía el genial Marcovaldo de Italo Calvino. Decía Flaubert que basta con mirar una cosa fijamente para que se vuelva interesante. El problema es que la atención no es precisamente un valor en alza. Estamos demasiado acostumbrados a lamer la superficie de las cosas, a devorar imágenes que fluyen a velocidad supersónica. Tenemos tanta prisa en llegar que ya no contemplamos el paisaje ¿Quién conserva en su interior ese “templo” –de ahí la etimología de contemplar- en el que sentarse a mirar las cosas tranquilamente? ¿Cuándo fue la última vez que miramos atentamente a un árbol? ¿Cuándo tratamos de entender con los ojos una puesta de sol o el sueño de un gato?
Sólo a base de atención podemos hacer que las cosas de este mundo existan y nos hablen. Necesitamos recuperar esa mirada que se fija porque así haremos que las cosas (el árbol, el río, las urracas) se vuelvan interesantes y nos importe que se salven.
-Mirad –dice alguien- están construyendo un nido.
Y cuatro pares de ojos que no suelen mirar por la ventana de su oficina se fijan en la pareja de urracas que colocan un par de ramitas en su nuevo nido. Los nidos están ahí, y los ves o no, pero, ¿cuántas veces tenemos oportunidad de observar la destreza de un pico?
-¡Qué hábiles! ¿Habéis visto cómo le ha dado la vuelta a la rama, cómo la ha metido en el entramado?
Fascinados, esperamos a que las aves vuelvan con nuevas ramas para seguir comentando su destreza. Las cosas de este edificio dejan de importarnos, aunque sea sólo por un rato. Nos dejamos llevar por la maravilla del mundo natural que también puebla las ciudades, como bien sabía el genial Marcovaldo de Italo Calvino. Decía Flaubert que basta con mirar una cosa fijamente para que se vuelva interesante. El problema es que la atención no es precisamente un valor en alza. Estamos demasiado acostumbrados a lamer la superficie de las cosas, a devorar imágenes que fluyen a velocidad supersónica. Tenemos tanta prisa en llegar que ya no contemplamos el paisaje ¿Quién conserva en su interior ese “templo” –de ahí la etimología de contemplar- en el que sentarse a mirar las cosas tranquilamente? ¿Cuándo fue la última vez que miramos atentamente a un árbol? ¿Cuándo tratamos de entender con los ojos una puesta de sol o el sueño de un gato?
Sólo a base de atención podemos hacer que las cosas de este mundo existan y nos hablen. Necesitamos recuperar esa mirada que se fija porque así haremos que las cosas (el árbol, el río, las urracas) se vuelvan interesantes y nos importe que se salven.
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