Empecé mi colección hará unos tres años. Durante una visita de mi amigo Juan fuimos a la isla de Crammond, un islote diminuto al que se puede pasar caminando cuando la marea está baja. No hay nada en la isla, aparte de la vegetación salvaje, unas playas desatendidas y los ruinosos edificios de un asentamiento del ejército. Pero es uno de esos lugares que hacen volar la imaginación, uno de esos lugares que uno sueña con hacer suyos cuando es niño porque permiten ascender los juegos a la categoría de aventuras y poblarlos de fantasías en los momentos propicios de antes del sueño.
Fue en la playa de esta isla donde encontré un pedazo de madera carcomida, pulido por las mareas, que me llamó la atención por su forma, que encajaba perfectamente en el hueco de mi mano. De hecho, al cerrar la mano sobre este trozo de madera de aspecto más mineral que vegetal, me di cuenta de su poder de talismán y supe que ya no iba a soltarlo. Desde entonces vive encima de mi mesita, siempre al alcance de la mano, como una tabla de salvación por si de pronto naufrago en una noche oscura. Con el tiempo he ido encontrado otros pedazos de madera en las playas pero el pedacito de driftwood (que así se llaman en inglés, una de mis palabras preferidas en esta lengua) de Crammond sigue siendo mi preferido.
Uno piensa que los objetos del mundo natural (las piedras, las conchas, las hojas otoñales) son siempre inocentes, pero nada que tenga una historia propia realmente lo es, y por eso hay objetos tan sugerentes que no podemos evitar proyectar sobre ellos atributos de sabiduría o de seguridad. Muchas veces me he preguntado por qué en las playas, más que en ningún otro sitio, se ve gente que busca en la arena tesoros o botellas con mensaje. Quizás sea porque en la orilla del mar, como en todas las fronteras, abundan los significados y las metáforas, y una concha remite a algo vivo que permanece tras la muerte, y un trozo de madera nos habla del árbol que fue pero también del poder transformador del mar, que pule cristales, oxida latas, desgasta neumáticos y los deja a nuestros pies como un perro juguetón. El poder del trozo de madera en mi mano consiste en recordarme que el tiempo y la vida nos zarandean y nos pulen, nos dan forma y nos convierten, si oponemos sólo la resistencia justa, en esculturas magníficas.
Fue en la playa de esta isla donde encontré un pedazo de madera carcomida, pulido por las mareas, que me llamó la atención por su forma, que encajaba perfectamente en el hueco de mi mano. De hecho, al cerrar la mano sobre este trozo de madera de aspecto más mineral que vegetal, me di cuenta de su poder de talismán y supe que ya no iba a soltarlo. Desde entonces vive encima de mi mesita, siempre al alcance de la mano, como una tabla de salvación por si de pronto naufrago en una noche oscura. Con el tiempo he ido encontrado otros pedazos de madera en las playas pero el pedacito de driftwood (que así se llaman en inglés, una de mis palabras preferidas en esta lengua) de Crammond sigue siendo mi preferido.
Uno piensa que los objetos del mundo natural (las piedras, las conchas, las hojas otoñales) son siempre inocentes, pero nada que tenga una historia propia realmente lo es, y por eso hay objetos tan sugerentes que no podemos evitar proyectar sobre ellos atributos de sabiduría o de seguridad. Muchas veces me he preguntado por qué en las playas, más que en ningún otro sitio, se ve gente que busca en la arena tesoros o botellas con mensaje. Quizás sea porque en la orilla del mar, como en todas las fronteras, abundan los significados y las metáforas, y una concha remite a algo vivo que permanece tras la muerte, y un trozo de madera nos habla del árbol que fue pero también del poder transformador del mar, que pule cristales, oxida latas, desgasta neumáticos y los deja a nuestros pies como un perro juguetón. El poder del trozo de madera en mi mano consiste en recordarme que el tiempo y la vida nos zarandean y nos pulen, nos dan forma y nos convierten, si oponemos sólo la resistencia justa, en esculturas magníficas.
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