Tuesday 29 April 2008

Urracas

En este edificio la gente casi nunca mira por las ventanas. Todos están demasiado pendientes de las de sus ordenadores o de los monitores y aparatos en los laboratorios. Aquí la luz es blanca, fluorescente, monótona. Afuera, en cambio, la luz es dorada y tímida, típica de la primavera cautelosa de estas tierras del norte. En el patio interior hay un abedul al que casi nunca nadie mira: está brotando. Y, entre sus ramas, sucede algo tan natural y fascinante, tan alejado de las pantallas, los monitores y los tubos de ensayo, que es como un milagro, porque nos hace mirar.
-Mirad –dice alguien- están construyendo un nido.
Y cuatro pares de ojos que no suelen mirar por la ventana de su oficina se fijan en la pareja de urracas que colocan un par de ramitas en su nuevo nido. Los nidos están ahí, y los ves o no, pero, ¿cuántas veces tenemos oportunidad de observar la destreza de un pico?
-¡Qué hábiles! ¿Habéis visto cómo le ha dado la vuelta a la rama, cómo la ha metido en el entramado?
Fascinados, esperamos a que las aves vuelvan con nuevas ramas para seguir comentando su destreza. Las cosas de este edificio dejan de importarnos, aunque sea sólo por un rato. Nos dejamos llevar por la maravilla del mundo natural que también puebla las ciudades, como bien sabía el genial Marcovaldo de Italo Calvino. Decía Flaubert que basta con mirar una cosa fijamente para que se vuelva interesante. El problema es que la atención no es precisamente un valor en alza. Estamos demasiado acostumbrados a lamer la superficie de las cosas, a devorar imágenes que fluyen a velocidad supersónica. Tenemos tanta prisa en llegar que ya no contemplamos el paisaje ¿Quién conserva en su interior ese “templo” –de ahí la etimología de contemplar- en el que sentarse a mirar las cosas tranquilamente? ¿Cuándo fue la última vez que miramos atentamente a un árbol? ¿Cuándo tratamos de entender con los ojos una puesta de sol o el sueño de un gato?
Sólo a base de atención podemos hacer que las cosas de este mundo existan y nos hablen. Necesitamos recuperar esa mirada que se fija porque así haremos que las cosas (el árbol, el río, las urracas) se vuelvan interesantes y nos importe que se salven.

Wednesday 2 April 2008

Los libros y el trueque


En esta sociedad capitalista en la que todo tiene un precio y todo se compra o se vende, cualquier experiencia de trueque es refrescante porque supone una revalorización (al menos sentimental) del objeto de intercambio y un corte de mangas a esa ética del capitalismo por la que todo vale lo que cuesta. Si el objeto del trueque es, encima, algo tan valioso e invaluable como un libro, la fiesta está asegurada. Eso es lo que pasó ayer, durante unas horas, en Adam House, uno de los hermosos edificios de la Universidad de Edimburgo. Las reglas del juego eran tan sencillas como estimulantes: cada participante traía un libro, introducía en él un marcapáginas en el que había escrito un comentario, lo dejaba en una mesa y se llevaba otro (el que más le apeteciera) a cambio. La atmósfera, amenizada y templada por un par de violinistas y un puesto de café, animaba a ojear sin prisas los libros apilados en las mesas, a leer el comentario (las palabras manuscritas entre las palabras impresas) que acompañaba a cada libro, a veces encareciendo su lectura (“este libro hizo que un viaje a Londres fuese el más corto e intenso que jamás he hecho”) o desafiándonos a hacerlo (“no lo pude acabar, y mira que lo intenté, con todo lo que decían las criticas, pero a lo mejor a ti sí que te gusta”) Los mensajes anónimos y sinceros que adornaban cada libro hacían un extraño papel de intermediarios. Siempre me han gustado los libros de segunda mano, los libros que tienen un pasado, que han sido leídos por otros ojos y, como ayer se hizo muy evidente, que han sido disfrutados o detestados por otra gente. Cada libro es un mundo y cada libro tiene su lector ideal, pero tiene que salir ahí afuera, al mundo, y encontrar a sus posibles destinatarios. Tarea nada fácil, teniendo en cuenta que son ellos los que lo eligen a él y no viceversa. Los libros no tienen manos que tender, así que tienden sus títulos, el diseño de su portada, el nombre de su autor o, como hoy, la breve reseña de un lector, cosas pequeñas comparadas con lo que pueden llegar a contener entre sus tapas .
Al final, después de mucho pensármelo, decidí llevarme una colección de cuentos de Alice Munro. Me lo metí debajo del brazo y salí a la calle, a la lluvia y al vendaval, y al tedio del trabajo, y me acordé de lo que decía Kafka: “un libro es un hacha que nos sirve para romper el mar helado a nuestro alrededor”. Y eso no se paga con dinero.