Sunday 30 December 2007

Breve diccionario de unas navidades raras

Abuelo: Poder abrazar a mi abuelo Luciano ha sido lo mejor de estas navidades. El hombre, que el 5 de enero cumplirá 84 años, lleva unos meses “maluco” (como dice él) y mientras espera a que le hagan una angioplastia espera y se desespera, porque él nunca ha sabido estarse quieto y ahora no puede moverse. Al abrazarlo, después de un año sin vernos, mis brazos lo encuentran menguado, débil, aunque sus manos me agarran por la espalda con la fuerza de siempre. Las manos de mi abuelo son como las raíces de un roble, desmesuradas como las de los comedores de patatas de Van Gogh, manos de labriego y de minero con las que se ganó la vida desde los doce años. Nos cuenta y nos recuenta esas historias con el talento que siempre ha tenido para contar (él y mi abuela siempre me han contado cuentos y anécdotas, despertando en mí la pasión por el misterio de las palabras y las historias bien contadas). “Paez mentira como tira la cabeza pa'lo de antes”, dice, mientras nos habla de sus años mozos, del miedo que pasó en Oviedo, a los trece años, cuando le mandaban de noche a robar coronas de flores al cementerio, para revenderlas luego. Y mi abuelo nos hace reír con su picaresca, y con la risa nos damos mejor cuenta del miedo que debió pasar tan de niño, lejos de casa, en un país en guerra, sumido en una oscuridad de cementerio y de pobreza. Y ya quisiera yo que no me faltaran nunca sus historias.

Animales: Llego a Riosequino y recibo, como una bendición, el consuelo de los animales. Los perros aúllan y dan cabriolas en el aire y la burra Gilda me da cabezazos tiernos y mordiscos voraces de tía-abuela. Y lo mejor, el gato Ofe, que me llama desde el tejado de la cuadra y salta a mis brazos cuando me acerco, con una decisión que me emociona. Porque me demuestra que lo que los animales hacen está, una vez más, por encima de nuestras expectativas y aún de nuestra imaginación. ¿Quién iba a pensar que Ofe guardaría una foto mía en algún bolsillo de su mente y que, a pesar de los 7 años que ya hace que no vivimos juntos y de los 12 meses en los que no me ha visto, esa imagen iba a tener tanta fuerza como para hacer que se lanzara al vacío, encomendándose a su recuerdo y a su confianza en mí? Mucho se ha alabado, y con razón, la fidelidad de los animales, pero poco se dice de la fe ciega que tienen en la reciprocidad de nuestro cariño y de su escalofriante ingenuidad ante las veleidades del corazón humano. Nunca paran de enseñarnos cosas, a poco que les escuchemos, los animales.

Dulzaina: Vuelvo al bar donde crecí. En estas mesas de mármol, con patas de máquinas de coser, se trazaron sueños y destinos. Aquí hablamos, Juan y yo, y María, y Cristina, y los demás, de libros y de amores, con pasión adolescente. Aquí nos reímos, con la risa feroz de la juventud, de nuestros fracasos y nuestras payasadas; aquí discutimos acaloradamente, espoleados por el calor de la fe y de la cerveza y los quemadillos, sobre política y cine. Aquí, cobijados bajo el techo de madera, nos enseñamos cicatrices y nos hicimos, si cabe, más amigos todavía. ¡Qué bien que haya cosas que nunca cambien!

Nieve: La nieve cayó, inesperada, la tarde del día de Navidad. La nieve que siempre nos hace mirar hacia arriba, asombrados. La nieve que cae lenta y, a la vez, forma vertiginosos enjambres de copos alrededor de las farolas. Nieve que se posa suavemente sobre la tierra y sobre el hocico de los perros. El silencio de la nevada, que es un silencio de sábanas limpias, de mundo recién estrenado, hace que se duerma mejor y se sueñe con los habitantes de los bosques y de los desvanes, con el río helado que cruje bajo nuestros pies, entre la realidad y el deseo. Duró poco, la nieve.

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