Monday 18 February 2008

Felicidad

Para mi abuelo, In Memoriam
La foto la encontré olvidada bocabajo en un cajón que nadie ha abierto desde hace mucho tiempo. El papel fotográfico está pegado a una tablilla de ocumen, supongo que para evitar que se arrugue, y su reverso está profanado por unos garabatos infantiles, de esos que hacemos cuando los bolígrafos han dejado de escribir. La foto probablemente no haya estado nunca en un marco, colocada encima de una cómoda o en un aparador, porque la tristeza que afila la mirada de los retratados es demasiado explícita, demasiado desafiante, para exponerla ante los ojos de las visitas, que buscan en las fotografías la certificación de una cierta felicidad, aunque sea fingida o soñada. No resulta fácil mantener la mirada de esos niños y ese hombre que apenas se molestan en disimular su dolor, como si el posar así –con el semblante devastado y los zapatos sucios- hubiese sido una obligación penosa, un trámite impuesto por algún burócrata desaprensivo. Uno imagina la incomodidad, la casi vergüenza del fotógrafo cuando, hace más de setenta años, les robó el alma rota e inmortalizó sus rostros dolientes, tan dolientes que golpean como una acusación. La misma vergüenza culpable que siento yo al rescatar la foto del olvido y que me lleva a reconstruir la historia de su dolor sin preguntar a nadie, con los retazos de lo que he oído a lo largo de los años y con las confesiones espontáneas de una de las retratadas durante estos días inciertos de hospitales y de intimidad melancólica. La foto es una foto de familia. Reconozco sin dificultad a las cuatro niñas, a las que conocí cuando ya entraban en su tercera edad. Estudiando sus rostros desconsolados aprecio la cualidad individual de su dolor, que va desde el abatimiento desolado de Carmen, vestida de luto, hasta la mueca enfurruñada, trágicamente infantil de Leonides, pasando por el gesto contenido pero extrañamente desafiante de Araceli, en medio de aquellas dos. Aunque a ellos nunca los conocí, sé que el hombre sentado es Julián, su padre, y el niño situado a su derecha, con un gesto de desconfianza en el rostro y el tronco inclinado hacia el margen de la foto, como si estuviese preparado para salir corriendo, es su hermano Pepe, el hermano montaraz y adorado que moriría apenas siete años después, con sólo veinte, en cualquiera de los dos bandos -nadie de los que le han sobrevivido recuerda en cuál- durante la guerra Civil. Sé también que esta foto es una foto con fantasma; su presencia es casi palpable en el hueco que los dos hijos mayores han dejado entre ellos, detrás de su padre. Ahí, parecen querer decir, es donde debería haberse colocado su madre, fallecida tan solo un año atrás, tras parir a su noveno hijo que, al igual que otros tres antes, tampoco llegó a sobrevivir. La muerte del ser más querido, esa pérdida que les abocó a una soledad inconsolable, es la verdadera protagonista de esta foto triste. Por mucho que haya intentado figurarme la dureza de la infancia de esa niña que creció para convertirse en mi abuela, no ha sido hasta ver esta foto en la que hace pucheros entre las piernas de su padre que su desgracia se me ha caído encima con toda su carga de desolación. Y, sin embargo, mirando su rostro, sus manos y sus pies diminutos, en la luz de la maravillosa experiencia que ha sido crecer a su lado (y al lado de su marido, mi abuelo Luciano), veo también a la niña imaginativa que prefería la compañía silenciosa de los perros a la tristeza de los hombres, veo a la niña alegre y vital que cantaba encima de la mesa de la cocina y que bailaba en las romerías hasta desgastar las alpargatas. Me sorprende sólo a medias reconocer nítidamente en esa personita frágil a mi abuela Felicidad, a la que en estos días difíciles he visto caminar por los pasillos de la UCI con las mismas piernas arqueadas, con la fragilidad y la fortaleza de los juncos, y siento dolor pero sobre todo orgullo, porque Feli nunca ha dejado de ser niña, de mirar hacia delante, de bailar la vida y de encarnar con valor lo que Vassili Grossman llamó “la furiosa felicidad de vivir”. Y me siento muy afortunado porque esa lección que mis abuelos nunca pretendieron enseñarme y sin embargo aprendí, esa vitalidad feroz, ilumina ahora mis noches oscuras y alimenta mi propia carne.

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