Saturday 15 November 2008

Los silencios de Glencoe

El viernes por la noche salimos en coche hacia Glencoe. Me sorprende lo fácil que es dejar atrás la ciudad y escapar del ritmo imparable del calendario y el reloj, aunque sólo sea por un par de días. Estamos tan acostumbrados a nuestra rutina de hormiguitas que se nos olvida que la jaula está abierta. Al placer de escapar de lo conocido se une esta noche el de conducir por carreteras secundarias, tortuosas y enmarcadas entre árboles. Llueve ferozmente y con la lluvia caen remolinos de hojas que cubren la carretera como una alfombra. Tardamos más en llegar de lo que habíamos planeado, pero no nos importa. Al salir del coche descubrimos las sombras de los árboles, densas y móviles, contra el perfil de las montañas, apenas iluminado por la luna. Escuchamos el silencio. Es un silencio vegetal, vivo como una respiración suave. El silencio de los árboles parece entrar en la habitación del Bed&Breakfast cuando Ryan se dispone a leer “Los hijos de Lir”, una leyenda tradicional irlandesa que es una de sus favoritas y que hoy me lee en voz baja del libro que le regaló su abuela. Los árboles y yo escuchamos sin parpadear la hermosa historia de los cuatro hermanos a los que su malvada madrastra convierte en cisnes y condena a vagar por el mar inhóspito durante 600 años. Es un cuento muy triste, pero ninguna historia es demasiado triste cuando está tan bien contada.
Por la mañana nos encontramos la sorpresa del paisaje. Me gusta llegar a los lugares de noche y salir a la calle al día siguiente sin saber qué me espera, como a quien le ponen delante un mundo por estrenar. Hoy nos recibe el paisaje de otoño más opulento que se pueda imaginar. Parece como si uno de esos gigantes mitológicos que abundan por estas tierras hubiera derramado jarras de caramelo y miel sobre los árboles y los brezales. El día invita a caminar, así que nos perdemos en un bosque de abedules y abetos. Entre los árboles recuperamos su silencio recogido, profundo pero expectante, como si los árboles se llevasen el dedo a los labios para que no se pierda el salto de un pájaro, la caída de una hoja o el crujido de una rama. Es un silencio que te inspira a buscar palabras. No es casualidad que tantas historias nazcan y se desarrollen en el interior de un bosque. El silencio del bosque es muy distinto del de las montañas o del agua. El silencio de las montañas es el silencio del tiempo. Ese silencio solemne e imponente que tiene que ver con su antigüedad y su altura, y con el dramatismo de su origen. En el silencio de estas montañas hay un eco la erupción del volcán que dio lugar a la caldera de Glencoe hace 400 millones de años y del roce de los glaciares que arañaron las laderas del valle. Escuchando a las montañas uno siente el sobrecogimiento de un silencio inabarcable porque es demasiado lento y demasiado largo para nuestros oídos.
Al salir del bosque nos topamos con un pequeño lago que cubre el fondo de este valle. Descubrimos el tercer silencio: el silencio del agua. La superficie inmóvil del agua es un inmenso espejo: en ella se reflejan el silencio del cielo, de los árboles y las montañas. Pero el silencio del agua es un silencio engañoso: no sólo refleja, también absorbe. Es el silencio del silencio. Su acallamiento líquido invita a la meditación y hace que sedimente la experiencia. Te lava por dentro y te devuelve a tí mismo. Escuchando el silencio del agua, uno se da cuenta de la falta que le hacía. En nuestro último día en Glencoe, el silencio del agua cae sobre las cumbres. Las primeras nieves enharinan el perfil de las rocas, resaltando su apariencia de hojaldre. El paisaje se hace más impactante y misterioso. La nieve acentúa el color oxidado de los brezales, la hierba parece más parda, el agua más fría, la desolación y la serenidad se entremezclan. El paisaje te pregunta. Al poco de emprender el viaje de regreso, apagamos la música. Es increíble lo rápido que uno se aficiona al silencio. Atravesando, bajo el aguanieve y entre la niebla, el impresionante páramo de Rannoch, una extensión plana de aguas poco profundas, turberas y árboles torcidos por el viento, siento que el silencio del paisaje se ha ido colando dentro de mí. O, más bien, es como si el silencio del exterior me descubriera un silencio interior que ya estaba ahí pero que, con todo el barullo de la vida, había dejado de escuchar. Es un silencio luminoso y sereno, lleno de misterio y posibilidades. Y sin decir nada, me lo traigo a casa, dando las gracias a los silencios de Glencoe.

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