Wednesday 1 April 2009

Room 237


Por fin he entrado en la habitación 237. Durante años, “El resplandor” me ha dado demasiado miedo y me resistía a su llamada. Redrum. Redrum. Redrum. Siempre me pasa lo mismo con las películas de terror. Por un lado siento esa pulsión que me atrae hacia ellas y, por otro, el rechazo a ese miedo que se te pega al cuerpo como alquitrán y ya no te deja. Con las películas de terror pasa una cosa que no pasa con las de otros géneros: en ellas es tan importante lo que sucede fuera de la pantalla como lo que sucede dentro. Viéndolas, saltamos, gritamos, se nos acelera el pulso y la respiración y, lo más importante, se revuelve esa serpiente que tenemos agazapada en el centro del cerebro. Y recordamos algo que habíamos aprendido de niños: que la semilla que apenas protege nuestra cáscara está hecha de puro miedo. Cuando era niño, yo sentía un miedo patológico a la oscuridad de mi cuarto, esa oscuridad que coagulaba en todas las posibles caras del terror debajo de la cama, allí donde los adultos sólo veían bolas de pelusa y zapatos. Y ahora, mirando hacia atrás, me doy cuenta de que lo que más miedo me daba era mi propio miedo; esa sensación de que los miedos irracionales te llevan a perder el control y pueden acabar por sumergirte en un pozo (como el del péndulo) de locura. Si estoy hablando de cuando era niño es porque, viendo la película de Kubrick (que se ha convertido en una de mis favoritas), me he reencontrado con ese que yo era hace unos cuantos años. Para mí, lo mejor de la película no es Jack Nicholson (a quien siempre encuentro demasiado histriónico), ni Shelley Duvall (aunque sus ojos de vaca, a punto de salírsele de la cara, son probablemente los que mejor han sabido mostrar terror en la historia del cine), ni la implacable (e impecable) dirección de Kubrick (con esa forma suya de colocar la cámara a la espalda de los personajes, que parece que se les va a echar encima y tragárselos de un bocado). No, para mí lo mejor es el niño, Danny, que es, con diferencia, el personaje más complejo y más escalofriante. Danny es un niño asustadizo y traumatizado, hipersensible hasta el punto de percibir la presencia de fantasmas o acontecimientos del futuro. Lo inquietante es que, para lidiar con todas estas cosas, Danny se ha inventado un amigo invisible, Tony, que es irascible, autoritario y feroz, y que habla con una voz gutural que hiela la sangre. ¿Por qué se inventa Danny un amigo tan desagradable? No lo sé, todo lo que puedo decir es que yo también tuve un amigo invisible que se me fue de las manos, pero esa es otra historia. Imagino que la respuesta tiene que ver con la inquietud que nos produce no saber lo que un niño sabe o piensa e ignorar qué efectos desastrosos pueden tener en él acontecimientos que aún no es capaz de racionalizar. Pero, por si estábamos a punto de infravalorar las capacidades infantiles, Kubrick, hacia el final de la película, se saca de la manga la que para mí es una de las imágenes más poéticas y poderosas que he visto jamás en la gran pantalla. Danny corre a través del laberinto del jardín del hotel mientras su padre le persigue con la consabida hacha. Agotado de correr por la nieve, de pronto se detiene y, apenas manteniendo el equilibrio, vuelve sobre sus pasos, marcha atrás, colocando los pies cuidadosamente sobre sus huellas, para despistar al asesino. Y yo no sé si es una metáfora intencionada o no, pero en estos tiempos en los que tantas cosas avanzan a ciegas, irracionalmente, blandiendo hachas como Jack Nicholson, es emocionante ver un símbolo del triunfo de la fragilidad y la inteligencia, caminando marcha atrás sobre la nieve, en precario equilibrio.

1 comment:

Dulce said...

Me dan ganas de ver Room 237 porque la verdad es que El Resplandor es de las mejores películas de terror que haya visto, la vi en las películas online de hbo y me parece genial, muy extraña y confusa y a la vez aterradora, sería bueno ver de qué se trata el documental.