Sunday 10 May 2009

Pandemias


Ha vuelto el miedo a las pandemias, con todo el horror apocalíptico de las plagas bíblicas, y otra vez comprobamos que, en vez de la investigación y la reflexión encaminadas a revelar los factores desencadenantes de la epidemia, pueden más el pánico, que tan ventajoso resulta para los medios de comunicación, y las medidas precipitadas y absurdas, que muestran las intenciones dudosas y paternalistas de los gobiernos (el “secuestro” de ciudadanos mexicanos en China, la matanza de cerdos en Egipto, los paquetes de pañuelos repartidos por las mesas del edificio donde trabajo y esos carteles hilarantes aconsejándonos que nos tapemos la cara al estornudar: “coughs and sneezes spread diseases”).
La relación entre los sistemas de ganadería intensiva, en los que millares de animales viven hacinados, mutilados, atiborrados de antibióticos y en un estado de estrés crónico que daña su sistema inmunológico, y la aparición de estos virus, es clara. Estas granjas-fábrica son el caldo de cultivo perfecto para que los virus se recombinen y muten hasta dar lugar a cepas especialmente virulentas.
Es lo que la periodista Felicity Lawrence llama nuestra “deuda tóxica”. Los esquemas del capitalismo, obsesionados con la generación de beneficios, cuando se aplican a la producción de carne, no sólo suponen el sufrimiento continuo de millones de animales sino que también causan un impacto tremendo sobre el medioambiente y originan estas epidemias potencialmente tan peligrosas.
Este asunto de las pandemias me ha recordado la epidemia de ceguera “blanca” que Saramago describe con una lucidez escalofriante en su genial “Ensayo sobre la ceguera”. No es la ceguera de los que no ven sino (y esta es mi propia interpretación) la de los que no preguntan, la de los que, por pura comodidad, no quieren saber.
Vamos al supermercado y nos atonta la variedad de lo que allí vemos. Un pollo cuesta una libra y nos parece estupendo (decidimos ignorar que la vida de ese pollo duró apenas poco más de treinta días, que nunca vio la luz del sol, que sus huesos eran tan frágiles y el peso de sus muslos y su pechuga tan desproporcionado que sus patas han podido fracturarse). No nos preguntamos de dónde viene la chuleta de cerdo, cómo son las granjas donde se producen, cuál es el sueldo, las condiciones en las que trabajan los empleados de granjas, mataderos o salas de despiece. No nos preguntamos cuáles son las consecuencias de comer demasiada carne. No nos preguntamos si los cerdos que nos comemos fueron felices. A quien dude de la capacidad de ser felices de los cerdos (que, por cierto, demuestran unas habilidades cognitivas muy superiores a las de nuestros amados perros), quizás le convenza más su capacidad para el sufrimiento que, creo, es obvia en la foto que tomó una de mis profesoras.
Es esta epidemia de ignorancia e irresponsabilidad en la que nos ha sumido la sociedad de consumo, y que tan ventajosa es para las estructuras del capitalismo, la que de verdad nos debería preocupar. Hagamos preguntas, busquemos respuestas y actuemos consecuentemente. Quizás no sea todavía demasiado tarde.

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