Tuesday 10 June 2008

Commuting


Todas las mañanas, cojo el tren para recorrer el trayecto (unos 20 kilómetros) que va desde el pequeño pueblo de North Queensferry hasta Edimburgo. Comparto mi viaje con muchas personas que se desplazan cada día para trabajar en la ciudad, los llamados commuters, afectados por otra de las enfermedades de nuestro tiempo: ese dormir en un sitio y trabajar en otro que está más o menos lejos.
A mí me encanta viajar a diario en tren. Esos veinte minutos me sirven de transición agradable, de preparación para la jornada de trabajo. Normalmente los paso leyendo –el ritmo de la lectura acompasado por el traqueteo del tren-, aunque a menudo se me van los ojos hacia el resto de los pasajeros, a los que, con el paso del tiempo, voy conociendo aunque nunca crucemos una palabra. Ver a los mismos extraños todos los días en un espacio tan reducido, donde los puedes observar con relativa impunidad, es un acicate para la imaginación. Poco a poco aprendes muchas cosas sobre ellos, lo que te lleva a imaginar otras muchas. Día a día, aprendes qué noticias son las que les llaman la atención en el periódico, qué tipo de libros les gustan, de qué hablan por sus móviles, cómo les cambia la expresión cuando hace sol o es viernes. De lo que no se puede aprender mucho es de sus gustos en cuanto a vestuario, pues la mayoría de los hombres van de traje y corbata y muchas de las mujeres también van uniformadas de alguna forma, con ropa que acentúa cierta autoridad neutra, despersonalizada. Todas esas mujeres y hombres pegados a sus móviles, a sus ordenadores portátiles y a sus informes me parecen criaturas fascinantes, porque me resulta casi imposible imaginarme qué es lo que hacen en sus oficinas de 9 a 5, y sus costumbres son para mí más misteriosas que las de cualquier tribu aborigen del Amazonas. Lo que sí sé de los commuters es que siempre están cansados. A la primera de cambio se quedan dormidos y es desconcertante verlos cabecear sin ningún pudor. Me pregunto si no dormirán tanto para soñar otras vidas, quizás vidas sin trajes, ni jefes, ni móviles, ni trenes.

Con el tiempo he aprendido que hay básicamente dos tipos de commuters, que sólo se distinguen en el viaje de vuelta. Al primero pertenecen los que no cambian, los que son exactamente iguales cuando van que cuando vuelven. El segundo lo componen los que, de vuelta a sus casas, se aflojan la corbata, leen una novela en vez del informe de por la mañana, llaman a un ser querido en vez de a un compañero del trabajo, charlan animadamente con alguien en vez de estar en silencio o miran el paisaje por la ventanilla ¿Serán sus sueños también distintos?

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