Friday 23 January 2009

Islas


No hay accidente geográfico que espolee más nuestra imaginación que la isla. En las islas se esconden tanto tesoros como esa verdad sobre nosotros mismos que se alcanza sólo al medirnos cuerpo a cuerpo con la naturaleza. Las islas, independientemente de su tamaño, siempre contienen un mundo. En el delicioso “El libro del verano”, Tove Jansson nos cuenta la historia de los meses que pasan en una diminuta isla del Golfo de Finlandia, Sofía, su padre y su octogenaria abuela. Nieta y abuela exploran la isla de palmo a palmo, descubriendo una vasta riqueza que resume las luces y las sombras de lo que es la vida y la muerte. Tove Jansson se inspiró en los veranos que pasó junto a su familia en una isla real que, al revisitar ya de adulta, le pareció decepcionante pequeña. Las que no decepcionan nunca son las islas de la imaginación, en las que habitan, además, criaturas extrañas, mágicas y a veces terroríficas que abarcan desde el niño-que-nunca-crece y sus piratas y sirenas, hasta los experimentos del doctor Moreau, pasando por los liliputienses o por las desvaídas y repetitivas figuras que pueblan la isla de esa maravillosa novela que es “La invención de Morel” de Adolfo Bioy Casares. También está la isla de “La piel fría” de Albert Sánchez Piñol, una de las mejores novelas de ciencia ficción publicadas en nuestro país, una hábil mezcla de la novela decimonónica de aventuras con el terror a lo Lovecraft, además de un guiño al Conrad de “El corazón de las tinieblas”. “La piel fría” nos cuenta la historia de dos hombres que se encuentran solos en una isla asediada por unas extrañas criaturas submarinas. El miedo a la inteligencia de los “otros” se mide aquí con una reflexión sobre qué es realmente ser humano. Y puestos a filosofar, las islas también resultan útiles. Ahí está, por ejemplo, la Utopía de Tomás Moro que Quevedo tradujo, con mucha literalidad y no poca mala leche, como “No hay tal lugar”.
Un poco de todo lo anterior se encuentra en la obra del escocés Charles Avery, él mismo nacido en una isla, la de Mull. Este artista ha dedicado todo su esfuerzo creativo a describir una isla (sin nombre) que existe sólo en su imaginación. A base de textos, que documentan sus numerosas visitas a la isla, dibujos, pinturas y esculturas, Avery a la vez que nos muestra la geografía, la cultura y los seres que pueblan la isla, nos avisa también de la poca fiabilidad de su “testimonio” y nos invita a descubrirla (ojalá pudiéramos) con nuestros propios ojos. Las obras de este autor tienen algo del espíritu coleccionista de los naturalistas victorianos, pero sazonado con mucha ironía y una imaginación feroz. La cartografía de ese mundo imposible recoge términos tan resonantes como “el océano analítico”, “el mar de la claridad” o esa línea polar llamada “el axioma de Descartes” que marca el comienzo de un bosque que se repite a sí mismo hasta el infinito. No obstante, para mí lo mejor es el bestiario de criaturas que viven en la isla. Mi favorita es el ratónpiedra, parte animal y parte roedor, cuyo corazón late sólo una vez cada mil años y que es un paradójico ser hecho de fragilidad y dureza. Están también los alephs (que al crecer desarrollan otra cabeza en su trompa), los noumenons (a los que nadie nunca ha visto pero en los que todo el mundo cree) y los ridables (un cruce de avestruz, llama y perro) y otras criaturas de naturaleza indefinida y mutante de cuyo nombre no puedo acordarme.
La isla de Charles Avery te deja con la boca abierta y con ganas de más porque nos recuerda que las islas son el escenario perfecto para dejar a sus anchas a nuestros miedos y nuestros sueños, quizás porque al estar rodeadas de agua y alejadas de nuestro mundo conocido no nos preocupa demasiado que se desmanden. Así que nada mejor para una fría tarde de domingo que cultivar nuestra propia isla.

1 comment:

Esteban Dublín said...

Mi querido Nacho, hace poco estuve en una isla de la fantasía: se llama Cuba.

Un abrazo grande desde Colombia.